miércoles, 18 de julio de 2012

Enrique Cabal, soldado de la República Española, exiliado en Montevideo

Empatriado, transterrado

Enrique Cabal, con su esposa Inés Muñoz,
y los mellizos Amparo y Ovidio
(Archivo Cabal, Montevideo, 1961).
Emblemático. Fue el líder del exilio republicano en Uruguay. Quizá, el más recio, pero, también, el más leal y generoso adversario. En la Guerra Civil fue un combatiente feroz e inmisericorde, que llevaba una foto de sus hermanos muertos pegada al cuerpo. Cuando amainó la tempestad bélica y se perdió toda esperanza de derrota franquista, puso su energía y creatividad en La Española, por entonces, un pequeño sanatorio fundado en 1853. Guió a la mutualista de la colectividad hacia un objetivo de transformación y, en dos décadas, concretó proyectos utópicos. Debilidad. Un defecto que le provocaba sentimientos de impiadosa indiferencia. «Un buen asturiano nunca pierde el alma.» «Para vivir con dignidad debes tener muchos huevos.» «Cuando me muera será luchando, o en los brazos de otro luchador.» Eran frases que solía repetir. Cabalmente.

15 de julio de 1974. Ese crudo lunes montevideano, el presidente de la Asociación Española Primera de Socorros Mutuos, recibía la inquietante visita de un coronel interventor del Ministerio de Salud Pública. Eran tiempos de la última dictadura, de oscura incertidumbre y temor insoportable. El impávido directivo había propuesto a sus compañeros el reingreso de los médicos Rubén Esperón e Hipólito Berriel; recién salidos de inhumana prisión política. La noticia había trascendido el ámbito del antiguo sanatorio, como «una nueva locura del gallego», una confusión muy común referida a tantos españoles.
En tono amenazador, casi sin saludo previo, el militar le demandó el despido de ambos en un plazo de dos días. El tenso diálogo fue tan breve como revelador.
Señor, estoy aquí para exigirle la expulsión inmediata de los dos doctores sediciosos que usted acaba de contratar.
No puedo despedirlos, coronel. La Española es de los socios y ellos decidieron su reintegro.
Usted debe saber, señor, que es gente violenta e indeseable. Tienen ideas que atentan contra los intereses de la patria.
Pero ambos ingresaron por riguroso concurso y son excelentes profesionales. «La Española» es un servicio de salud y no se fija en la ideología de sus técnicos.
Le repito. No merecen vivir en sociedad y menos ocupar cargos en un sanatorio tan importante. Fueron culpables de muertes.
En La Española van a salvar vidas.
–Señor, tiene 48 horas para despedir a esos subversivos.
–Coronel, usted ocúpese de sus cosas, que de contratar médicos para La Española me encargo yo. Si se cree mejor que ellos, si considera que defiende una sociedad mejor no debiera actuar con espíritu de venganza. Los doctores estuvieron presos, pagaron sus errores y fueron dejados en libertad. Tienen derecho a trabajar en su profesión.
–Señor, me está faltando el respeto a mí y a las fuerzas que liberaron a la patria de las garras del marxismo. Le exijo, por última vez, que eche inmediatamente a esos sediciosos. Sepa que la guerra fue ganada por nosotros. No hay «clemencia para los vencidos».
–¿De qué me habla, coronel? En Uruguay hay más muertes por accidentes de tránsito cada semana, que las que hubo en su «guerra».
La sorprendente respuesta estaba cargada de una directa y cortante ironía. Bruscamente, el militar se levantó dominado por la ofuscación.
–Tenga la certeza de que esto no va a quedar así –advirtió el uniformado antes de retirarse.
La amenaza no conmovió al indómito asturiano. Esperón y Berriel trabajaron en La Española, con la garantía de su protectora personalidad. Nunca se sabrá si el funcionario dictatorial cumplió con su amenaza. En todo caso, fue un secreto insondable. Don Enrique se lo llevó a la tumba.

Enrique Cabal, en 1968.
Soldado de la República
Enrique Cabal González –familiar de Constantino, el gran escritor y antropólogo dedicado a las tradiciones astures– nació en Oviedo, el 3 de junio de 1910. Fue el mayor de los trece hijos del ebanista Manuel Cabal González y de Enriqueta González Cabal, que ningún parentesco tenían entre sí. En la capital trabajó desde los doce años, en los legendarios almacenes Botas y en la bancada socialista de la Diputación de Asturias. Entre 1931 y 1934 fue secretario personal de Ramón González Peña –líder de la Revolución de Octubre. Por entonces ingresaba a las milicias populares que luego sucumbieron en el duro frente de la Guerra Civil.
El 20 de octubre de 1937 fue un combatiente en fuga a Francia –«en cualquier cosa que flotase»–. Había sido condenado por un tribunal franquista que lo tenía en los primeros puestos de una lista de objetivos humanos a cazar y ejecutar sumariamente. Era un apetecible trofeo militar. La cabeza de un despreciado republicano, Interventor Militar de Oviedo, recordado por su participación en juicios marciales que finalizaron con el fusilamiento de nacionales y falangistas.
Cabal fue un combatiente feroz e inmisericorde, que enfrentaba al enemigo con la foto de sus hermanos pegadas al cuerpo. José Luis, de 24 años y Ovidio, de apenas 17, fueron asesinados cuando recién se iniciaba el conflicto, en fechas situables entre el 20 y 25 de julio de 1936. Cargó siempre con la improbada responsabilidad de no haber volado un estratégico puente sobre el curso norte del río Nalón, a mediados de 1937. Probablemente fue un error táctico, pero sus defensores argumentan que la guerra estaba perdida y su tropa en una anárquica retirada.
En la primera etapa de exilio, entre Marsella y Burdeos, se contactó con antiguos compañeros de lucha que le propusieron viajar al Río de la Plata. Para Cabal era la Argentina o Uruguay. Así arribó a Montevideo, el 13 de diciembre de 1937.
El 27 de junio de 1942, se casó con la valenciana Inés Muñoz, nacida el 18 de abril de 1920. La conoció muy joven y bonita, en la militancia del Centro Republicano Español de Montevideo. La pareja tuvo mellizos, el 15 de enero de 1944. Amparo y Ovidio.
Su hijo recuerda una estremecedora anécdota, que el duro soldado le contaba en su niñez. «De noche, cuando no combatían, se hacían espontáneos concursos de canto entre trincheras enemigas. De uno y otro lado había hermanos, que se mandaban saludos y recordaban canciones familiares. Al otro día, se mataban, como si nunca hubiera ocurrido aquél fraterno encuentro a distancia.»
Cabal volvió dos veces a su hogar ovetense. Ingresó clandestinamente en 1965 para ver por última vez a su madre, fallecida en 1968. Tenía pendiente una sentencia de muerte, a punto de cumplir 35 años. Sin embargo, en 1971 retornó a territorio español con autorización consular.
«En su época, los inmigrantes se hacían blancos o colorados; de Nacional o de Peñarol. Papá era socialista –aunque votaba al batllismo– e hincha de un cuadro chico» –evoca nostálgicamente Ovidio.
En su juventud había sido fanático del Oviedo, admirador de «Herrerita», gran delantero «azul»; y de los vascos Zubieta y Lángara, que luego jugaron en el porteño San Lorenzo de Almagro y en su querido Defensor de Montevideo –de camiseta violeta fácilmente asociable con la «tricolor» republicana–. «Le gustaba la fabada, la sidra y, por supuesto, fumar habanos, como a todo buen asturiano.» Una aclaración casi redundante.

Enrique Cabal e Inés Muñoz,
recién casados, en 1942.
Transterrado
Enrique Cabal no fue uno más entre los cinco mil ibéricos que se exiliaron en el Río de la Plata, desde mediados de la década de 1930 hasta avanzada la de 1950. Su poderosa personalidad recogía la admiración de compañeros, pero, también, atraía el mayor rencor de adversarios franquistas. A su alrededor hubo desterrados e inmigrantes, muchas veces enfrentados en una guerra silenciosa. Casi imperceptible para una población desacostumbrada a tanto odio, inflamado por venganzas pendientes.
Cabal no llegó directamente a Uruguay. Como más del 80% de «empatriados» –término del gran filósofo gijonés José Gaos– había pasado anteriormente por Francia. Otros sufrieron el destierro en Brasil, la Argentina, Inglaterra, México o Venezuela. Hubo quienes retornaron un tiempo a España, en plena guerra, pero se exiliaron nuevamente tras la derrota definitiva de 1939.
Cabal y sus compañeros vinieron a Brasil y pasaron por la Argentina, pero, la hostilidad de sucesivos gobernantes –incluido Juan Domingo Perón– frustró las intenciones originales de residir en Buenos Aires. Desde allí, no quedaba otra salida que cruzar el «río ancho como mar». En Montevideo, los «transterrados» –otra definición de Gaos– eran recibidos con aprecio y admiración.
Fue presidente o secretario de todas las entidades republicanas en el Uruguay. «Allí se juntaban asturianos, gallegos, catalanes, valencianos, castellanos, unidos por un sueño democrático. Así se hizo amigo de Luis Batlle Berres; que le brindó los micrófonos de la radio Ariel y las páginas del diario Acción. Nos facilitó casa, comida y trabajo. Todavía faltaba más de una década para que llegara a ser presidente, en 1949. Papá trabajó mucho por la carrera de don Luis. Fueron años de lucha extenuante» –invoca su hija Amparo.
Con el ovetense Eladio Montes Vázquez compartía una intransigente pasión republicana. Ambos tenían una gran relación con «Manolo» Meilán, director de la otra institución médica de la colectividad: Casa de Galicia. Meilán fue distribuidor de las promocionadas pastillas Dr. Andreu. Recorría el país, farmacia por farmacia, mientras difundía el ideal democrático.
En el frente conoció al flebólogo Pedro Bergós Rivalta. Un especialista mayor en cirugía militar de su tiempo, contratado por La Española a principios de los 50; obviamente, por sugerencia suya. «Era una eminencia científica, que cumplía su tarea con humildad, como si fuera un recién recibido. En el viejo sanatorio hacía maravillas sobre las extremidades de sus pacientes». Así lo recuerda el médico intensivista Alberto Cid, actual senador por el Frente Amplio, coalición de izquierda, triunfadora en histórica elección nacional del 31 de octubre de 2004, primera del nuevo siglo uruguayo.
«Sus guardias eran verdaderas clases de traumatología. Trasmitía sus conocimientos con creativos ejemplos prácticos, inolvidables para los jóvenes que lo seguían con admiración. Siempre recordaba casos que le habían ocurrido en la guerra y los adaptaba, perfectamente, a una realidad distinta». Cid fue un asiduo asistente a las cátedras del catalán.
En memorable hazaña médica, Bergós Rivalta le salvó la vida a Cabal en 1955. El temperamental caudillo, había sufrido un ataque a balazos en la puerta del Centro Republicano. Un proyectil de pistola le había afectado gravemente una arteria de la pierna derecha. Llamado de urgencia, el cirujano consiguió recuperar el órgano comprometido.
Sus códigos eran inquebrantables. Nunca presentó denuncia policial, ni señaló a sus agresores. «Son cosas del fervor político.» Se limitaba a comentar –años después–, con naturalidad. «Fue una vendetta de viejos enemigos» –asegura una fuente que presenció el hecho y que, aun cumple con su promesa de no revelar la identidad de los agresores. «Tenía muchos frentes abiertos. Era un hombre de acción, seguramente, por formación militar. Fue al primero que escuché decir una frase hoy tan común: Para ser republicano hay que tener muchos huevos.» Antonio Turnes, ex-administrador del Sindicato Médico del Uruguay, da fe de tan enfática afirmación.
Eran famosas sus cóleras, cuando alguien admitía mínimamente la posibilidad de no colocar los símbolos republicanos en alguna celebración. «Una vez, en 1956, ocurrió algo muy feo. Desconocidos entraron de noche en la sede y se llevaron una bandera. Cabal se la pasó semanas buscando a culpables y testigos[...] ya sabemos para qué. Tuvieron buena suerte, no los encontró.»
El memorioso informante aporta más pistas. «Con el tiempo, los ánimos se calmaron. Inclusive, se supo que no fueron derechistas. Tampoco fue robada. Simplemente ocurrió, que algunos creían que ese signo había sido parte de sus vidas; pero que ya no tenía sentido seguir alimentando divisiones entre paisanos.»
Cabal conservó hasta 1957 un par de botellas de las mejores sidras añejadas en Villaviciosa y de coñac Napoleón. Prontas para destapar cuando cayera Franco. Fue ese año que el Centro dejó de funcionar. Finalmente, fueron abiertas, sin festejos.

Retrato para La Española
(Montevideo, 1972).
Que nadie lo sepa
El santanderino Antonio Cañizo –duro enemigo político– tenía un hijo con severo desequilibrio mental, que en una crisis había atacado a la madre. El joven pasó varios meses en un centro psiquiátrico y luego volvió a la casa paterna. Pero, su locura seguía siendo un verdadero drama familiar.
Un amigo fue a ver a Cabal a la La Española, para contarle sobre la angustiante situación. Casi al final del encuentro, el visitante se armó de ánimo y le confesó el verdadero motivo de su presencia. Le solicitaba el más increíble favor.
–Sabe, Enrique, el muchacho está saliendo del problema, pero perdió las ganas de vivir. Los médicos dicen que si hiciera algo útil se sentiría mucho mejor. ¿Puede hablar con don Luis [Batlle] para que le consiga un empleo?
–Cabal hizo una breve pausa antes de responder.
–Usted sabe que Cañizo se la pasa insultándome y difamándome. Yo no soy su enemigo, pero él me considera el suyo.
–Hubo un segundo instante de silencio.
–¿Sabe una cosa? Le voy a conseguir un trabajo al muchacho. Pero con una sola condición.
Finalmente, redondeó la propuesta. «Que Cañizo no sepa que fui yo.»
El joven fue un paciente crónico que siempre necesitó tratamiento, apoyo terapéutico y un empleo para sentirse útil. Jamás supo quién se lo había facilitado. El montañés Cañizo siguió insultando y provocando a Cabal, hasta el último día de su vida.
A mediados de la década de 1960 tenía sospechas sobre la actividad política de su hijo. «Seguramente, me veía tan extremista como él, en sus años jóvenes. Temía que yo fuera tupamaro. Me decía que era necesario ser tolerante con las ideas del otro, siempre y cuando no fuera fascista. Implícitamente, estaba reconociendo su más grave error del pasado. Haber considerado enemigos a aquellos aliados que no pensaban igual.» Ovidio Cabal recuerda una anécdota de su padre que ejemplificaba ese consejo.
«En Galicia siempre hubo muchos conservadores. Por algo, Franco nació allí. Durante la guerra, iban los socialistas a la campiña gallega, para convencer a los labriegos. Eran casi todos muy pobres. Tan duros de entendederas, que sacaban de las casillas a aquellos jóvenes educados y soberbios.»
–Si no apoyáis a la República vais a seguir muriendo de hambre. –Le advirtió alguna vez a un campesino.
–Puede ser, pero en mi hambre mando yo. –La respuesta fue tan simple como inobjetable. Ovidio suele evocar esa metáfora referida a la necesidad de respetar las ideas ajenas. Por más insignificante que parezca el otro.
Enrique Cabal fue vendedor de la multinacional General Electric, propietario de una fábrica de cerámica y administrador del Hotel Mirador –hasta fines del siglo pasado–, el mayor de Colonia del Sacramento. En 1950 se sumó como socio de una fundición de hierro, en el barrio de Capurro. «Le pusieron Nervión, por el río vasco cercano a Bilbao. Fue una experiencia muy interesante. Tenía 400 empleados a los que les pagaba buen sueldo, aunque siempre decía que le daba vergüenza que no ganaran más.» Su primer negocio fue con Mauricio Litman, impulsor de la moderna Punta del Este.
La empresa comenzó a caer a fines de la década de 1960. «Un buen día la vendió por una millonada. En lugar de cambiar el dinero a dólares o sacarlo del país, lo puso en una cuenta patriótica abierta por el batllista Amílcar Vasconcellos, por entonces ministro de Economía. Siempre decía que especular con dinero era inmoral y fraudulento. Pero las sucesivas devaluaciones lo dejaron sin un peso. La famosa cuenta patriótica fue un desastre y los gobiernos que vinieron después, terminaron de fundirlo.»
Una noche, a punto de perder todo su capital, se encontró, en la embajada de Checoslovaquia, con José Luis Zorrilla de San Martín, ex ministro de Relaciones Exteriores y vocero de la mayoría blanca en el Consejo Nacional de Gobierno.
–¿Cuándo van a dejar de fundir al país? –fueron sus únicas palabras.
–No, Cabal, tenemos otros planes –fue la nerviosa respuesta del gobernante.

Angelito
Estaba muy vinculado con el fútbol. Solía darle trabajo a jugadores de Defensor, como forma de apoyar al equipo. Contrató al medio campista Ángel Traverso, que luego fue un reconocido entrenador. El primer día, lo llamó a su oficina.
–Angelito, te voy a advertir algo. Si juegas mal y trabajas bien, no te preocupes. Te quedas en La Española. Pero si juegas bien y trabajas mal[...] depende. Si te haces un futuro con las piernas, bárbaro; pero si no te va bien perdiste, porque aquí, si no trabajas te echo.

Una intensa utopía
Fundada en setiembre de 1853, la Asociación Española Primera de Socorros Mutuos es la más antigua mutualista del continente americano. En su creación no hubo directivos asturianos; en cambio, predominaron gallegos, gaditanos, castellanos, catalanes y vascos. Pasaron más de cien años, hasta que Cabal, en 1958, ocupó una posición de liderazgo.
«Exiliado republicano, duramente derrotado en la Guerra Civil, proyectó a «La Española» hacia la modernización edilicia y la captación de recursos humanos calificados. Fue el gran responsable de su crecimiento médico, institucional y social, durante 17 años» –asegura Antonio Turnes.
Cabal era un hacedor. Desde mediados de los 50, fue incorporando técnicos del mejor nivel académico, escasos hasta entonces. Ese movimiento incesante le permitió un crecimiento sostenido y un fuerte cambio de imagen.
La histórica mutualista hispana tenía una casita sobre bulevar Artigas y Palmar, con un busto en el frente del fundador gaditano José María Buyo. Una propiedad de dos plantas, con unas pocas habitaciones en la zona alta, que servían de salas de internación. Cuando amigos y compañeros le plantearon la necesidad de construir «algo mejor», también le advirtieron sobre los riesgos de un «objetivo irrealizable». Enérgico e intransigente, solía responder de la misma forma: «Para vivir con dignidad no puedes ser un pasota».
«Cabal aceptó el desafío de otro gran dirigente republicano, su compañero gallego Jesús Canabal. Recibió la utopía y la transformó en realidad. Entre 1959 y 1961, condujo el proceso de edificación de un hospital de avanzada –el más moderno de América en su tiempo–. Especialmente diseñado para servicios médicos» –subraya Turnes.
Sus enemigos nunca le perdonaron tanta audacia. Al nuevo centro médico lo llamaban «El Mausoleo», porque tenía mucho mármol. Pero era un edificio de excelente calidad constructiva, que inició un tiempo nuevo para la salud privada.
En febrero de 1973, cuatro jóvenes médicos se transmitían coraje en la puerta de la presidencia de «La Española», minutos antes de una reunión con Cabal.
Alberto Cid, Walter Verderosa, Carlos Rodrigo y Ángel Arismendi estaban decididos a realizar un postgrado de medicina intensiva en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires. Por entonces, el mejor de la región. Debían solicitar ocho meses de licencia sin goce de sueldo, en momentos que sobraba trabajo y faltaba personal.
La propuesta era muy riesgosa –inclusive podía costarles sus puestos–, pero soñaban con ser los pioneros uruguayos de la especialidad. Cabal los recibió, los escuchó atentamente y guardó un largo silencio, con la vista fija en unos papeles sobre el escritorio. Sin hacer gestos, cortó imprevistamente el suspenso.
–Está bien, señores. Les voy a dar el permiso con una sola condición...
–Los médicos se miraron preocupados. Era una rara mezcla de alivio y tensión.
Iban a saber a qué costo conseguirían la autorización. Sin emitir palabras, aguardaron.
–Van a viajar a Buenos Aires, pero no pueden pedir licencia sin goce de
sueldo.
–Hubo un nuevo silencio, característico del dirigente asturiano, excepcional
manejador de tiempos.
–Van a viajar[...] solamente si aceptan que sea una licencia remunerada y los costos de estadía a nuestro cargo. Pero, señores, a la vuelta crearemos el centro de medicina intensiva de La Española. Será vuestra responsabilidad.
Así fue. Ese mismo equipo dirigió el primer CTI privado del país, anterior a la cátedra del Hospital de Clínicas de la Universidad de la República.
Quedó entusiasmado con la audacia de aquellos muchachos. Todos los meses cruzaba el Río de la Plata para ir a tomar unos «vinitos» con ellos. Para pagarles el sueldo, si era necesario, y para ver cómo andaban. La anécdota suele ser contada nostálgicamente, por Ovidio.

Promesa cumplida
La nublada mañana del 22 de marzo de 1976 fue, seguramente, una de las más tristes en la dilatada carrera de Alberto Cid. Ese sábado estaba de guardia en La Española, cuando, imprevistamente, llegó a la puerta un moribundo.
Fue tan urgente el ingreso, que no hubo tiempo de tomar datos. Cuando inició la terapia de reanimación se dio cuenta de quién era. Fue invadido por una irrepetible sensación de angustia. «Hice todo, y más que todo. Un buen profesional no debe caer en la subjetividad frente a un paciente. Todas las vidas tienen el mismo valor y merecen ser salvadas. Pero era alguien especial, a quien sentía como un familiar muy cercano y entrañable.»
Cabal falleció a los 66 años, abrazado por Cid y rodeado de sus queridos médicos intensivistas. Había sufrido un infarto fulminante, provocado por una diabetes que no cuidaba, a pesar de todos los consejos. «Cuando me muera será luchando, o en los brazos de otro luchador.» El caudillo cumplía, por última vez, con una secreta promesa.
«A don Enrique, visionario, luchador y amigo inolvidable». Así dice la placa de la entrada del sanatorio montevideano que recuerda su nombre.

Orientales y demócratas
El Centro Republicano Español de Montevideo se fundó en 1941, como fusión del Círculo Republicano y el Comité Pro Principios Democráticos de Casa de España. La institución nació con el apoyo de políticos e intelectuales, sin distinción de partidos. Su primera sesión contó con la influyente presencia del colorado Justino Zavala Muniz, amigo de Batlle Berres, del gran socialista Emilio Frugoni, del blanco Gustavo Gallinal, de la emblemática Paulina Luisi, primera médica y activista de los derechos de la mujer, del abogado y periodista Carlos Quijano y del poeta Líber Falco.

A favor y en contra
En años precedentes e inmediatamente posteriores a la Guerra Civil hubo veintiún órganos de prensa española que comenzaron a editarse en Montevideo. Un volumen sorprendente para el ambiente periodístico local. Las publicaciones tenían distinta frecuencia y duración. Algunas fueron representativas de la colectividad en su conjunto y otras de las regiones. Unas se declaraban apolíticas y otras mostraban su ideología. España Nacionalista y La Voz de España, se alinearon con el franquismo. España Democrática, La República Española y Lealtad, fueron expresiones del exilio.

Bergamín, Carmona y Suárez
Cabal sentía un profundo cariño por José Bergamín, José Carmona Blanco y por el asturgalaico Álvaro Fernández Suárez. Escritores y compañeros de exilio, con los que aplacaba el dolor en largas tertulias nocturnas. A la ronda se sumaba Marino Mora Guarnido –médico y periodista andaluz–; biógrafo de Federico García Lorca, colaborador del histórico diario El Día de Montevideo –fundado por José Batlle y Ordóñez– y tratante de la mayoría de los refugiados.

Antuña, sí
El abogado montevideano Hugo Antuña, fue de los pocos hombres públicos de origen astur que no ocultaba su simpatía por el franquismo. Nacido en 1884, era descendiente de Francisco Solano de Antuña y, por lo tanto, de langreanos de Arenas. Periodista y político y conjuez de la Suprema Corte de Justicia. Durante veinte años fue director del diario católico El Bien Público, hasta 1932, decano de la moderna prensa uruguaya. Miembro de la segunda Asamblea General Constituyente de 1919 y diputado nacional. La muerte lo sorprendió en 1944, cuando iba a  ocupar una banca en el Senado.

Julia Arévalo
La primera diputada comunista de América Latina nació en Montevideo, en 1898. Era hija de leoneses y asturianos de Carreña de Cabrales. Hizo honor a su sangre como enérgica luchadora sindical y política. A los diez años comenzó a trabajar en una fábrica de fósforos y luego en una tabacalera. Antes de cumplir 15 se afilió al Partido Socialista y se incorporó a las luchas sindicales con palabra y acción.
En 1920, participó en el congreso fundacional del Partido Comunista del Uruguay. Ingresó en la Cámara de Diputados en 1942. En diciembre de 1945, fue invitada por Dolores Ibarruri –«La Pasionaria»–, con quien la unía un profundo amor por Asturias. Juntas participaron en el congreso de la Federación Democrática de Mujeres de París. Electa senadora en 1946, presentó varios proyectos de ley que amparaban a la trabajadora, uno de los cuales establecía la Caja de Seguro de la Maternidad. En dos períodos consecutivos –entre 1959 y 1967– fue edila de Montevideo. Falleció en 1985.

Aquiles Lanza
Médico cirujano, gremialista y político, nacido en  1924, nieto de un rico inmigrante de Tapia de Casariego. Fue diputado por Montevideo en dos períodos, vicepresidente de la Cámara, director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto de la Presidencia de la República, director de la Oficina Nacional de Servicio Civil y miembro del Consejo Nacional de Educación, hasta el golpe de Estado de 1973. Electo intendente municipal de Montevideo en la primera elección posterior a la caída de la dictadura, falleció en 1985. «Pocos nombres se vinculan tan sentimentalmente con la capital, seguramente, por haber sido un gobernante que no ejerció el poder» –afirma Alfredo Castellanos.

Severo Ochoa
Fue el científico del exilio asturiano, de más fama y prestigio que pasó por Montevideo. En agosto de 1957 permaneció unos días, dando conferencias, visitando centros de bioquímica y biología, en los que recibió diplomas de socio honorario. Mantuvo afectuosa relación con especialistas uruguayos, entre ellos, el emblemático sabio Clemente Estable. Cuando recibió el Premio Nóbel –dos años después– la prensa montevideana recordó con  entusiasmo su visita.
«Un médico español y otro estadounidense obtienen el Nóbel de Medicina» –titulaba El Día, el 16 de octubre de 1959. «Entrevista con el más reciente premio Nóbel de Medicina, el profesor Severo Ochoa» –anunciaba el 17 de octubre.
«El misterio de la vida sigue siendo insondable, pero el Dr. Ochoa descubrió parte de ese enigma infinito»  –editorializaba El Plata, el 28 de diciembre».

El pase del «Pepe»
En 1958, el delantero José Francisco Sasía estaba en conflicto con Defensor, su club de origen. Había arreglado un contrato millonario con Boca Juniors de la Argentina, pero el «violeta» no le daba el pase, porque quería más plata. La promisoria estrella solo deseaba irse.
Una mañana lo llamó Cabal para darle su apoyo.
–«Pepe», dile a los dirigentes que abandonas el fútbol y te vienes a trabajar conmigo.
Sasía jugó en Boca, Peñarol, Nacional y la selección uruguaya. Fue campeón uruguayo, argentino, de América y del Mundo. Uno de los mejores jugadores sudamericanos de la segunda mitad del siglo pasado.

Miaja, Albornoz y Barcia Trelles
El 14 de abril de 1943, el gobierno en el exilio iniciaba una gira por América Latina, para sumar voluntades contrarias al eje nazi fascista y para denunciar la sanguinaria represión desatada por Francisco Franco. La mayoría vivía en México y Caracas, pero reconocía en Montevideo un lugar propicio para sumar apoyos y celebrar el duodécimo aniversario de la Segunda República.
La elección no fue antojadiza. Además de la simpatía popular, los desterrados sabían que el gobierno y los principales partidos políticos uruguayos apoyaban su causa, incondicionalmente.
Fue ese mismo miércoles que el presidente oriental, Juan José de Amézaga, otorgó honores de estado a Diego Martínez Barrio, titular de las Cortes de España –sustituto del fallecido Manuel Azaña– y al mítico general José Miaja, jefe de la Defensa de Madrid, nacido en Oviedo en 1878. El intendente capitalino, Juan P. Fabini, los declaró ciudadanos ilustres.
Más de cien dirigentes españoles habían cruzado –tras breve y discreta escala en una indiferente Buenos Aires– en el «Vapor de la Carrera», una histórica embarcación rioplatense. Entre ellos, dos abogados comprometidos con la oposición: el luarcano Álvaro de Albornoz y Liminiana y el vegadense Augusto Barcia Trelles.
El punto de encuentro fue el Estadio Centenario, a las cinco y media de la tarde. La prensa informó sobre 50 mil personas que cubrieron las tribunas con banderas tricolores –republicanas y artiguistas– y bicolores –orientales y argentinas. «Muchos, se pasaron largas horas sobre el cemento. Allí permanecieron luego de haber presenciado un  partido de fútbol por el Campeonato Uruguayo, jugado pocas horas antes. Tal era el clima de fervor» –según el diario Acción, del 15 de abril.
El primer orador fue Enrique Cabal, anfitrión y presidente del Centro Republicano Español de Montevideo. «Queridos compañeros, amigos, héroes y paisanos. Bienvenidos al país de la libertad, que acogió a tantos de nosotros, exiliados de una cruel dictadura[...] Sepan que en esta ciudad de avanzada cultura, fraterna e igualitaria, podremos deliberar sin temores y planear nuestra futura acción. Bienvenidos, queridos compatriotas, al país de José Batlle y Ordóñez.»
El senador blanco Amador Sánchez vivó la presencia de Martínez Barrio –«presidente de las legítimas cortes» – y la del general Miaja, «señalado por la gesta heroica de la defensa». Lo siguió el colorado Luis Batlle Berres, presidente de la Cámara de Diputados. «Si el pueblo español perdió por la fuerza de los bárbaros el gobierno de su Patria, ganó en cambio la opinión internacional por la magnitud de su sacrificio y su heroísmo.»
El socialista Emilio Frugoni lucía su tradicional moño rojo en el cuello. «¡Madrid, capital española, ya formas parte de la trilogía de ciudades inmortales de nuestros días, junto con Londres y Stalingrado, que debieron resistir el embate totalitario!»
Augusto Barcia Trelles –ex titular del Consejo de Ministros– rindió homenaje al Uruguay, en nombre de los centros regionales y de la Cámara de Comerciantes Españoles Republicanos. «Un país ejemplar en el culto de la democracia». Improvisó su discurso, con su mano derecha levantada al cielo y una escarapela «tricolor» en la solapa izquierda. Vitoreado por decenas de miles, recordó «la lucha del pueblo español durante tres años contra las fuerzas totalitarias, desangrándose en doloroso sacrificio como primera fuerza de choque de la causa por la que luchan ahora los Estados Unidos, Gran Bretaña y sus aliados». El mundo estaba en medio de la Segunda Guerra.
También hablaron otros exiliados. El separatista gallego Alfonso Rodríguez Castelao, el ex consejero de la Generalitat catalana, Manuel Serra Moret y el nacionalista vasco, Ramón María de Aldasoro, además de Manuel Blasco Garzón y Ángel Ossorio y Gallardo, entre otros.
Diego Martínez Barrio secó la humedad de sus ojos, antes de dirigirse a un público que lo ovacionaba. «Vuestro homenaje no es para nosotros. Vuestro homenaje está dedicado al pueblo español y a la heroica Madrid. Un pueblo que dio ejemplo al mundo, porque ofreció todos sus afanes y dio su vida para defender su libertad.»
Era tiempo de optimismo republicano, a la espera de una implosión del régimen. «Nosotros representamos una causa temporalmente vencida. El hecho de nuestra derrota momentánea no disminuye los títulos de legitimidad de nuestra posición. Somos los representantes del auténtico pueblo español, de su verdadero espíritu, la expresión de su pasión y de su voluntad política. Cuando caigan vencidos Hitler y Mussolini, también caerá Franco.»
Para el final quedó el mensaje más aguardado. El general José Miaja, vestido de civil, hizo vibrar el gris cemento. Fraternalmente silenciado por la multitud, solicitó varias veces que cesaran los aplausos. Fue en vano.
Casi media hora después de subir al estrado, pudo iniciar su discurso. «¡Os habla un soldado español! Con ello quiero decir que no veáis en mí a un político o un propagandista. Lo uno y lo otro me enaltecería; pero soy lo que soy, lo que no he dejado de ser ni en los días de victoria, ni en los de destierro». El clamor subía de tono.
«El 12 de abril de 1931, todas las clases sociales, con su voto, mayoritariamente proclamaron un nuevo régimen, cancelando una monarquía que había buscado el sostén en las bayonetas. Para los verdaderos soldados, acatar aquella decisión era un deber. Demostramos que éramos aptos para el mando, porque no sabe mandar, quien no sabe obedecer.» El astur hizo un conmovido silencio.
«En junio de 1931, el pueblo volvió ratificar su fe republicana a elegir las Cortes Constituyentes. En 1933, el voto popular volvió a ser republicano. En 1936, por cuarta vez en cinco años, la soberanía popular votó la República. Ante esos hechos, hijos de la libertad, no existía otra opción. La espada del soldado al servicio de la Ley, que por ser voluntad del pueblo, era inviolable. Su espada al lado del derecho del ciudadano, que era el verdadero orden.» Hubo una última pausa antes de la conclusión. Sus pulmones necesitaban aire, su corazón un descanso.
Cerró la oratoria refiriéndose al dictador. «Tras la traición convirtió su juramento en un perjurio. Reemplazó la bandera por un trapo. Convirtió al ejército español en una organización delictiva.» Por más que lo intentó, el general ovetense no pudo seguir. Abrazado por sus paisanos, lloró.

Prieto
En 1936, pasó por Montevideo el ovetense Indalecio Prieto. Pronunció una conferencia en el histórico Ateneo de la Plaza Cagancha –kilómetro cero de todas las rutas del país– y un memorable discurso en el Estadio Centenario. Su emotivo mensaje sobre la Segunda República, cuando era inminente la Guerra Civil, sirvió además para movilizar a la oposición contra el entonces dictador uruguayo Gabriel Terra.

España sí, Franco no
Más de dos años después, el 12 de octubre de 1945, el Centenario albergó otra memorable concentración republicana, convocada bajo el lema «España sí, Franco no». Según las más fieles estimaciones de la época, contó con la participación de 40 mil personas. José Miaja murió el 20 de abril de 1958. Esa noche, Enrique Cabal hizo un minuto de consternado silencio. Al igual que miles de uruguayos.

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