martes, 24 de diciembre de 2013

Memorias de una princesa sueca en Montevideo

La firma de Anna

Su historia recorre más de seis décadas en un país al que llegó por apenas dos años como secretaria de la legación del Reino de Suecia. Una vida repleta de anécdotas entre dos mundos distintos y distantes. Una tarea diplomática señalada por su compromiso con los derechos humanos, en plena dictadura uruguaya (1973-1985). Luego del golpe de Estado fue la encargada de tramitar el asilo de presos y perseguidos políticos rescatados por el gobierno escandinavo. Una función que realizó sola, porque el embajador y el cónsul se retiraron en protesta contra el régimen. Un caso emblemático fue el del periodista Rodolfo Porley, quien por su gestión y su firma fue liberado y refugiado en Estocolmo, el 23 de abril de 1979. Anna Natt och Dag es descendiente de una familia noble de origen vikingo fundadora del Estado sueco, cuyos blasones –azul y amarillo– fueron tomados por la bandera de su nación. Su padre, el marino Axel, fue héroe anónimo en la Segunda Guerra Mundial. Cruzaba el océano Atlántico en barcos que iban a buscar alimentos a Buenos Aires, desafiando a los submarinos nazis. Artesana, pintora, esposa del empresario e intelectual de origen noruego, Einar Barfod, filósofo, escritor, periodista de notable producción oral y escrita.

Sobre la base del capítulo I de la biografía novelada de Anna Natt och Dag (La firma de Anna, Ediciones Noche y Día, Montevideo, 2013).

–¿Cómo va su expediente con los suecos? –Fue la pregunta lanzada con cruel ironía por un joven oficial de apellido Terra, reconocible por su delgada figura y sus largas botas negras hasta las rodillas que le daban un estudiado parecido con los guardias nazis de campos de concentración. El carcelero sabía que el preso tenía firmada la libertad y el salvoconducto como refugiado político aceptado por el Gobierno de Suecia. La dictadura retuvo ilegalmente aquel documento durante ochos meses.
Terra se quedó parado unos cuántos segundos frente al detenido a quien iba dirigida la interrogante, pero no obtuvo respuesta.
–¿Por qué no contesta? ¿Está de vivo comunista de mierda? Marche entonces a la celda de aislamiento, sin derecho a probar lo que le trajo su familia para la Navidad.
El episodio ocurrió de mañana, casi la madrugada, el miércoles 24 de diciembre de 1978, en las pistas de hipismo del Regimiento IV de Caballería. El silencio del preso político Rodolfo Porley no fue un acto voluntario de rebeldía, sino uno de sus mecanismos de defensa psicológica contra los apremios. Cuando más sometido se sentía, en su cabeza se proyectaba la imagen de la mano de la funcionaria diplomática que había firmado el asilo político otorgado por Suecia. “Miles de veces soñé despierto con aquella mano delgada, muy blanca, que dejó estampada la firma en mi expediente: la de Anna Natt och Dag. A ella me la imaginé tantas veces como fue necesario, y el cuerpo delgado que le adjudicó mi imaginación era muy parecido al real. Lo supe cuando la conocí personalmente, en 1985, luego de regresar del exilio.”
Porley, como tantos detenidos políticos, era sometido a trabajos forzados, inhumano, pero poco comparado con las torturas que había sufrido desde su secuestro, a fines de 1975, cuando fue llevado al centro de detención ilegal que funcionaba en el Grupo de Artillería I. Allí pasaba los días maniatado y encapuchado, y las noches en un galpón donde dormía sobre bolsas de arpillera con un olor nauseabundo. Cuando no era un “plantón” de 16  horas, sufría largas e intensas sesiones de “submarinos” y “colgadas” que varias veces lo pusieron al borde de la muerte.
El regimen cambió cuando fue trasladado al Regimiento de Caballería donde realizaban inútiles trabajos forzados: picar piedras que luego quedaban allí, o recoger la bosta de los caballos que se acumulaba en las pistas, sin guantes ni una mínima protección sanitaria.
Cuando el oficial Terra pasaba, los reclusos sometidos a esclavitud debían dejar la tarea por un instante, y para no recibir una sanción, estaban obligados a hacerle la venia como si se tratara de soldados subalternos.
“La dignidad de mi madre, la sonrisa de mi hija Carmen, y la firma de Anna que retuve cuando me trajeron los papeles de mi libertad, eran ideales con los que soñaba para mantenerme vivo”, cuenta Rodolfo Porley.

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Anna Noche y Día
Nacida en Helsinbolt, sur de Suecia, el 22 de noviembre de 1926, arribó a Montevideo cuando no había cumplido 25 años. “Llegué a Carrasco, en un avión de SAS, para trabajar en la legación, porque en aquel entonces Suecia no tenía embajada en Uruguay.” Su primer día de trabajo diplomático fuera del país fue el 1 de julio de 1951. “Mi caso fue muy excepcional dentro de la Cancillería sueca.  Los destinos nunca duran más de cuatro o cinco años, pero a mí me dejaron casi cincuenta, hasta que me jubilé. Fue una solución práctica, porque ellos necesitaban a alguien que conociera un país tan lejano, y yo me casé y formé una familia uruguaya que me obligaba a quedarme. Aquí pude hacer una carrera que finalicé en 1998, como cónsul.”
El vuelo a Montevideo fue larguísimo, incómodo, de más de veinte horas. Previo a la partida, en el Aeropuerto de Estocolmo, le había pasado algo muy extraño. “Mi avión estuvo demorado una hora y media  porque yo no estaba en la lista de pasajeros. Algún chistoso había puesto que me llamaba Anna “Nate Gate”, en inglés, que no era lo mismo que Natt och Dag.”
La joven Anna había finalizado la Secundaria en 1945, y al año siguiente obtuvo su primer trabajo, en Elof Hansson, una compañía de negocios internacionales de Gotemburgo. “Era una empresa muy grande, pero hasta ese momento tenía algo muy raro: nunca había contratado mujeres. Como yo no lo sabía, fui muy tranquila para hablar con su director. El hombre me atendió muy bien, y ¡me dio un trabajo! En 1946 ingresé a Elof Hansson, como la primera mujer contratada. Pronto tomaron a otra. En aquel momento fuimos las dos únicas chicas en una empresa muy masculina. Otra curiosidad fue que quien luego fue mi suegro era representante de Elof Hansson en Montevideo. Tenía su oficina en el mismo edificio de la Ciudad Vieja donde quedaba la legación sueca. Subiendo y bajando escaleras conocí a Einar, mi esposo.”
Estuvo dos años en Elof Hansson, y algún tiempo en otra empresa de Estocolmo, pero no estaba conforme. Su ingreso al  Ministerio de Relaciones Exteriores también fue muy original. “Envié mi escolaridad, que era muy buena, y mis antecedentes como secretaria. Una mañana me llamaron, me aceptaron y quedé un año y medio como administrativa en las oficinas centrales de Estocolmo.”

De Helsinbolt a Montevideo
La vocación juvenil de Anna era conocer el mundo, y todavía se siente una apasionada por los viajes. “Quizá, por influencia paterna, quizá, porque viví una infancia en un país encerrado por la guerra. Mi sueño era recorrer la India, y también la Argentina, por los cuentos de mi padre que estuvo muchos veces en Buenos Aires durante la Segunda Guerra Mundial. En el Ministerio de Relaciones Exteriores me ofrecieron ir a Moscú, pero preferí Uruguay. A veces pienso: ¡lo que me perdí! Pero aquí hice una nueva vida, en la que fui feliz y formé mi familia.”
A principios de julio de 1951, en Montevideo había un frío insoportable, que la joven sintió como nunca en su vida. “Parece mentira que un escandinavo sufriera las bajas temperaturas en América, pero para mí era espantoso que no hubiera calefacción. Recuerdo las visitas a la abuela de mi marido, cuando todavía era mi novio. Me impresionaba que nos recibiera vestida con un sobretodo. Mi primer apartamento quedaba en Pocitos. Era de unos suecos. Pocitos no estaba tan edificado como ahora. Me mudé a las pocas semanas, y no lo lamenté, porque no tenía calefacción.”
Vino por tres años a la legación sueca en Montevideo y se quedó hasta el retiro. “Se juntaron muchos motivos, el principal: conocí a Einar Barfod, un joven muy apuesto e inteligente con el que me casé en 1952. En el Ministerio hicieron otra excepción conmigo, además de mantenerme en el mismo destino por casi medio siglo. Estaba prohibido casarnos con una persona del país de destino diplomático, pero a mí me dejaron, quizá, porque mi novio era  un uruguayo medio noruego.”
Al principio no había mucho trabajo, hasta que en 1965 la legación pasó a ser embajada. “Cuando llegué al país, la legación quedaba en Juan Carlos Gómez 1492, el mismo edificio donde estaba la firma Barfod y Gordon Píriz, que era de mi futuro suegro, Tato, que era noruego. Gordon Piriz era una agencia marítica y Barfod representaba firmas suecas, entre otras Elof Hansson en la que trabajé en Gotemburgo. La embajada tenía sede en un edificio del barrio Pocitos: Avenida Brasil y Chucarro. Comenzó a funcionar con tres suecos: el embajador, un secretario y yo, los otros funcionarios eran uruguayos, incluido el portero que era un personaje. La oficina era pequeña. Yo era la jefa de la administración. La embajada cerró en 1993 y quedé como cónsul durante cinco años hasta que me retiré en 1998.”

La firma de la libertad
Después del golpe de Estado del 27 de junio de 1973 muchos uruguayos pidieron refugio en la Embajada de Suecia en Montevideo. “Atendí a todos los que llegaron a mi oficina para solicitar asilo pero, por una ley internacional, nosotros hacíamos los trámites pero  salían de Buenos Aires o Brasil. Los primeros trámites fueron más lentos, pero por la propia necesidad de los solicitantes hubo que agilizarlos. Mi tarea era atenderlos a todos y en Suecia decidían si eran recibidos. Mi país mantuvo una maravillosa solidaridad con los exiliados de dictaduras, entre ellos muchos uruguayos. En ese tiempo hubo mucho trabajo y estaba sola porque en algún momento se fueron el embajador y el primer secretario, como un gesto de distancia con la dictadura. En aquellos años feos debí ser muy cuidadosa, Nunca me llamaron los militares, pero era evidente que nos vigilaban.
Anna cuenta anécdotas dramáticas, pero también situaciones graciosas. “Una mañana llegó un bombero diciendo que lo iban a meter preso. Nos pidió asilo porque decía que lo estaban persiguiendo. Para su seguridad lo dejé adentro, pero llamé al ministro del Interior para la situación. Me atendió enseguida y se comprometió a darme una respuesta. Al rato me llamó para informarme que no había orden de captura contra el bombero.  Lo dejé un rato más, hasta mi horario de salida, cuando le dije: 'yo me voy de la oficina y usted también.' Nunca más supe de aquel loco.”
El retorno de los exiliados, luego que se fueron los militares, en marzo de 1985, fue tan complejo como la salida. “Los que regresaban con familia sueca eran ciudadanos, con todos los derechos. A muchos uruguayos les costó la vuelta porque se habían acostumbrado a la vida y el confort suecos y porque sus hijos deseaban quedarse allá. A mí me pasaba algo parecido, cada vez que regresaba de las vacaciones en Suecia. Aquí me sentía en otro mundo, al que me costaba acostumbrarme. Cada vez era una nueva readaptación. Mi marido llegó a comprarme una máquina de coser para tranquilizarme, porque a mi me encanta hacer trabajo manual.”

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Dilema de intelectuales
A su esposo, Einar Barfod, lo conoció en 1951, subiendo y bajando las escaleras del edificio de Juan Carlos Gómez donde estaba la legación. En aquel momento corrió la voz de que había llegado chica nueva. “Como vivíamos bastante cerca, su padre y él me ofrecieron llevarme a casa en su auto. En la firma trabajaba un sueco, que me vino a decir que los muchachos Barfod eran malos, que salían de noche, que se emborrachaban. Me invitaron a la casa, íbamos a comer, salíamos mucho. Fue un noviazgo corto, pero muy lindo. Al final, la advertencia del compatriota lejos de asustarme, hizo que aquel muchacho me resultara más interesante. ¿Qué miedo podía sentir?”
Antes de casarse alquilaba un pequeño apartamento en la calle Cololó, en pleno barrio Villa Biarritz. “Tomaba clases de tenis en el Biguá hasta donde iba con mi pantaloncito y mi raqueta en la mano. No era muy común en aquel Montevideo, ver a una sueca vestida de tenista. Muchas veces se metieron conmigo en la calle, así que iba corriendo porque sabía que no me alcanzaban. No se podía ir a la playa en bikini. No me dejaban entrar al cine de pantalones, ni siquiera acompañada por mi novio. ¡Ese mundo tan conservador no era el mío!”
La pareja se casó en noviembre de 1952. “Mi familia estaba muy preocupada en Suecia, porque se hacían fantasías sobre como era Einar. En aquel tiempo los hombres latinos estaban identificados con los malos de las películas: violentos y de bigotes gruesos. Luego de alquilar unos años un apartamento en la calle Hidalgos, compramos una quinta de 5.000 metros en la calle Siracusa, detrás del actual centro comercial Portones. Por entonces había cuarto o cinco quintas grandes. Nos la vendió una austriaca, viuda de un señor que había peleado en la Primera Guerra Mundial. Luego de la muerte de su esposo, regresó a  Austria con una hermana y una cuñada. La quinta tenía árboles únicos, que todavía está prohibido talarlos porque fueron declarados patrimonio nacional.”
Einar Barfod nació el 17 de febrero de 1926. Cuando era joven hizo un plan para su vida. Su pasión era leer, comprender el mundo, escribir, y recién luego venía el trabajo, que realizaba para mantener a su familia. “Era un pensador y escritor vocacional que vivía de los negocios comerciales. Decía algo con lo que no estoy de acuerdo. Él consideraba que no estaba bien ganarse la vida con las actividades que más le gustaba realizar. Le parecía vulgar vivir de los derechos de autor de su producción escrita. Siempre respeté esta creencia suya, pero me parece demasiado drástica. Su notable trabajo intelectual siempre fue honorario, ¡nunca me pareció justo!.”

Flores Mora, Tarigo, Hierro López
Barfod fue un reconocido intelectual uruguayo de origen noruego, filósofo, escritor, periodista de producción oral y escrita. Publicó artículos en el semanario Marcha, varios muy interesantes, sobre la crisis de la década de 1950, sobre la guerrilla del Movimiento de Liberación Nacional- Tupamaros. “A nuestra quinta venía muy seguido su amigo el gran político, escritor y periodista Manuel Flores Mora, que todos llamábamos Maneco. Nunca me olvidaré todo lo que aquel grupo hizo en la campaña para la elección de 1971. Se reunían en una casita que teníamos en el fondo. Nunca participé en aquellas reuniones, pero veía a la gente que iba y venía  con mucho entusiasmo.  El lunes después de la votación busqué a Maneco en los resultados del diario, pero no estaba ni su foto, ni su nombre.¡Pobre Maneco! No había sido electo pese a que trabajaron mucho.”
De los amigos políticos de su esposo, Anna recuerda al abogado y editor Enrique Tarigo, vicepresidente de la República en el el gobierno de Julio María Sanguinetti (1985-1990), al también vicepresidente Luis Hierro López, en el período de Jorge Batlle Ibáñez (2000-2005), al actual senador Ope Pasquet. También era íntimo de dos referentes intelectuales de la denominada Generación del 45: Emir Rodríguez Monegal y Carlos Real de Azúa, sus compañeros de Marcha. “¡Eran muy compinches! Hace poco encontramos unos escritos inéditos que realizó Einar por la muerte de Carlitos Real de Azúa a quien definió como quien tenía un conocimiento único de la Historia Nacional, pero que su saber había muerto con él. También conoció a Carlos Quijano, con el que se enojaba mucho porque metía demasiado la mano en sus artículos y no siempre bien. ¡Terminaron distanciados!”
Otros documentos del aporte intelectual de Barfod fueron sus intervenciones en radio Sarandí. En 2002 comentó un artículo sobre El Astillero de Juan Carlos Onetti, pero terminó reflexionando sobre la crisis de 2001. “Decía que las crisis uruguayas más que económicas son culturales. Fue una interpretación muy lúcida de por qué los ciclos se repiten.”
Una tarde cuando sintió que se le iba la vida, Einar terminó de leer algo y dijo: “cumplí con mis objetivos, puedo morirme tranquilo.” Después de eso leyó toda la producción literaria de Agatha Christie, algo que no era común en sus intereses. “Fumaba mucho, dos cajas por día. No se cuidaba. Comía mucha carne. Murió de cáncer, a los 82 años, el 25 de agosto de 2008. Nunca me hizo sentir cuánto había sufrido su enfermedad, ni su dolor, ni su gravedad. A todos nos queda la sensación de que era verdad aquello de que había cumplido con sus metas vitales.”
Astrid Barfod, hija mayor de Anna y Einar, heredó el talento artístico de ambos. “A veces él se hacía el torpe. En aquel momento existía la idea de que así eran los intelectuales. Yo tengo una manualidad interesante, típica de mi familia. En mi juventud de Helsinbolt era muy amiga de una prima que dibujaba y pintaba muy bien. Se llamaba Ula, y hacía mucho con las manos. Pasaba los fines de año con ella, en reuniones que aprovechaba para compartir inquietudes artísticas. El actor Max von Sidow era primo segunda nuestro y vivía cerca de la casa de Ula.”

Mi encuentro con Anna
El periodista Rodolfo Porley todavía recuerda que, después de 1975, Suecia era la única opción de exilio para los presos políticos uruguayos. “Ningún país nos recibía, porque no querían problemas con países como Argentina, Chile y Uruguay, grandes exportadores de alimentos. Para Suecia fue prioritario el refugio de los detenidos de conciencia. Uno lo planteaba, la embajada lo estudiaba, el gobierno lo aprobaba y la querida Anna firmaba los documentos que nos otorgaban la libertad.”
La Comisión Interministerial de las Migraciones Europeas (CIME) financiaba los pasajes, luego que era otorgado el estatus de refugiado político protegido por Naciones Unidas. “Mi trámite fue retenido durante ocho meses, desde octubre de 1978, hasta que salí en libertad  Fue una maniobra de los propios dictadores, que trataba de mantenernos más tiempo en cautiverio para sacar información o como una forma de sancionar a quienes jamás cantamos, ni siquiera bajo las peores condiciones de tortura. Salimos  de la Cárcel Central, en la mañana del 23 de abril de 1979, con mi compañero y amigo del alma Ruben Bentaberry, con quien compartimos, cárcel, tortura y exilio. Nos habían otorgado un sólo documento a cada uno, con destino fijo. Cuando llegamos a Estocolmo recibimos el pasaporte de refugiado de ONU y poco después la nacionalidad y la documentación oficial de mi nueva patria: Suecia.”
Rodolfo Porley es un reconocido cronista político que en Estocolmo fue editor la revista Noticias del Uruguay, periódico del organismo de solidaridad Asociación de Uruguayos en Suecia, y del semanario Mayoría, dedicado a informar sobre la resistencia contra la dictadura. “Cerramos al otro día de las primeras elecciones democráticas en nuestro país, el 30 de noviembre de 1984, cuando sentimos que se había cumplido la tarea.”
Está casado con la intelectual sueca Louise Ana Margaretha Katlsdotter von Bergen, doctora en Literatura Americana por la Universidad de Estocolmo, traductora al español, inglés, alemán, ruso y noruego. “Nos conocimos ni bien llegué a Estocolmo, en la primera entrevista que me realizó el diario Noticias del Día. Ella era la traductora de mis declaraciones. Enseguida me di cuenta que se iba emocionando con el relato de las penurias de un preso político uruguayo. Salimos del periódico tomados de la mano, fuimos a su casa, y nunca más nos separamos.”
Rodolfo regresó a Montevideo acompañado por Louise, que viajaba por primera vez a Uruguay. “En el avión fuimos planificando las visitas que haríamos, los paseos, la Rambla, 18 de Julio, la Ciudad Vieja, pero ella propuso que lo primero fuera visitar a la sueca que firmó mi libertad. Le había contado tantas veces a Louise mis sueños con Anna Nat och Dag, su mano y su rúbrica en el documento de asilo político, que le hice caso.”
La pareja fue a visitar a la cónsul al otro día de arribar a la capital uruguaya, el 25 de marzo de 1985. “Cuando la vi por primera vez, me pareció que la conocía de toda la vida. Era tal cual la había imaginado: delgada, atlética, alta, de una intensa belleza escandinava. Fue muy emocionante para ambos, y también para mi esposa. Anna siempre será una amiga a quien le debo la vida.”