miércoles, 30 de enero de 2008

Bodega Casa Filgueira

A corazón abierto
La  viña es salud.

Una bodega dirigida por médicos parece la síntesis perfecta de esa relación eternamente idealizada que une a los buenos vinos con la salud. Para José Luís Filgueira y Martha Chiossoni, el cardiólogo y la patóloga, la viña es mucho más que el lugar de dónde sacan la materia prima para sus caldos exquisitos, reconocidos y premiados en el mundo. Es un sitio adorable, que les entrega felicidad. Que les une más íntimamente con la naturaleza plena, y con los mayores sueños y los mejores proyectos de sus hijos. Es también un punto de homenaje a la memoria de Don Manuel, el noble pionero pontevedrés que les legó antiguas fórmulas de vinificación de las Rías Bajas.

Publicado en el diario El Observador de Montevideo (8/1/2008, serie Bodegas del Uruguay).

Una leyenda medieval cuenta cómo Teucro, el héroe griego de quien se dice que estuvo dentro del Caballo de Troya, calmó el dolor de un exilio amargo con el jugo de abigarrados racimos claros, cultivados en remotos valles de las Rías Bajas gallegas. Un mito, tan romántico como incomprobado, que le adjudica al infalible arquero, hermano de Áyax, la gloria de haber fundado Pontevedra, a la que llamó Helenes, en honor la princesa que luego fue su esposa.
En verdad Pontevedra fue establecida por legionarios romanos que abrieron la Vía XX, entre dos ciudades estratégicas para sus planes de conquista: Lucus Augusti, hoy Lugo, y Bracara Augusta, la Braga portuguesa. Ellos construyeron el primer paso sobre el río Lerez, un Pontus Veteri que siglos después fue A Ponte Vedra, el puente viejo.
En esa región, sólo ahí, se cultiva la uva albariña, base de un vino tradicional con exclusiva denominación de origen: Rías Baixas. La variedad fue llevada por monjes borgoñeses de Cluny, que en el siglo XII se instalaron en el convento de Armenteira. A partir de ese fruto blanco, parecido al Viognier, fue creado el varietal Albariño, seco y sabroso, que los gallegos presentan al mundo como un emblema de su cultura y de su buen gusto.
La vendimia pontevedresa es una tradición ancestral que definió la vocación de Manuel Filgueira, el niño que creció falando galego y plantando albariñas, mientras recorría los mínimos poblados de Gatomorto, Frieiro, O Couso, Os Fontáns y A Igrexa, dentro de su parroquia natal de Santa María de Xeve. El inmigrante arribó a Uruguay, con su familia, cuando solo tenía once años. Con el tiempo se casó con una hija de los Berobide, el clan que poseía una parcela en Cuchilla Verde, a la altura del kilómetro 7 de la ruta 81, en el departamento de Canelones.
En 1927 se incorporó a la por entonces incipiente actividad vitivinícola de la cuenca canaria del río Santa Lucía. Durante casi siete décadas trabajó una pequeña extensión de tierra, como un disciplinado artesano que transformaba sus vides en un vino de mesa de muy buena calidad.
José Luís Filgueira, único hijo de Manuel, cardiocirujano de prestigio internacional, conoció a la anatomopatóloga Martha Chiossoni en el Hospital de Clínicas, cuando ambos estudiaban Medicina. Sus especialidades los separaron en forma transitoria. Aunque él se ocupaba de arterias y ventrículos y ella lidiaba con tejidos y tumores, con el tiempo les llegaron cambios, tan románticos como impensados, que unieron sus vidas para siempre.
El primogénito de los Filgueira Chiossoni se llama Manuel, como el abuelo, luego vinieron Mariana e Inés. La familia se mudó a una hermosa casa del Prado que el pionero gallego les regaló con los dividendos obtenidos en una sola vendimia, cuando la producción crecía y la venta a granel era un buen negocio. Pero, mientras el tiempo iba pasando, el anciano vitivinicultor comenzaba a pensar sobre el futuro del noble campo de Santa Lucía.
Martha fue la elegida para continuar su senda de emprendedor vitivinícola. Cuando el pontevedrés vio que el final de sus días estaba próximo, la llevó a Cuchilla Verde. Paulatinamente, ella se fue apasionando por las vides y uvas, por los brotes y los injertos, por las curas y las vendimias. “Nuestra relación fue de padre e hija”, evoca la médica y bodeguera, con nostalgia filial.
Martha hizo el milagro en una parcela que Manuel le había regalado a su nieto. La limpió en pocos días, preparó la tierra y la sembró con diez mil plantas de Tannat y Cabernet Sauvignon. Todo con sus manos. Cuando su suegro se encontró con tan conmovedora sorpresa, supo que ya se podía ir en paz. “La plantación fue en setiembre de 1992, y él falleció en la prevendimia de febrero del año siguiente. Pudo ver nuestro trabajo y comprender que íbamos a continuar su obra, plantando viñas y creando vinos”, recuerda emocionada.
Ese fue otro momento crucial para los Filgueira Chiossoni. Martha se ocupaba de la empresa familiar, pero, ahora dedicada a la elaboración de vinos finos. La reconocida patóloga cambió, definitivamente, el laboratorio del hospital por las vides. Fueron siete años importando plantas desde Francia, certificadas, libres de virus. El proceso de reconversión duró hasta 1997, mientras se elaboraba muy poca cantidad y era construida la nueva bodega.
El 7 de octubre de 1999 fue inaugurado el moderno establecimiento, donde Casa Filgueira elabora y fracciona su propio vino. De las 14 hectáreas originales, el viñedo aumentó a 46 la superficie cultivada, dentro de un total de 85 hectáreas. “Nuestra planta de vinificación está íntimamente vinculada con el campo. Se encuentra en el centro de la finca, lo que permite que la uva demore unos pocos minutos en llegar y lo haga en perfecto estado y en su punto justo de maduración. La recolección se hace de forma manual, con una técnica que mantiene todas sus cualidades. Las cajas no van llenas para que la uva no se deteriore y se lavan permanentemente antes de volver al campo.
En la selección se utilizan dos mesas. Una se hace por racimo y la otra, grano por grano. Luego, cada cuadro de uva va directamente a un tanque especial de acero inoxidable, de allí en mas, se inicia la identificación de los vinos no sólo por cepas, sino también por áreas de plantación. En Uruguay, nuestra bodega es la única que utiliza esos recursos, y esto se refleja en la calidad final”, afirma la enóloga Verónica Cabrera.
La familia ha transitado un intenso camino en pocos años. Su producción se basa en varietales ciento por ciento puros y blends de alta calidad, elaborados con Tannat, Cabernet Sauvignon, Merlot, Pinot Noir, Syrah, Cabernet Franc, Sauvignon Blanc, Sauvignon Gris y Chardonnay.
Sus vinos han llegado a Bélgica, Brasil, México, Hong Kong, Macao, España, Canadá e Inglaterra y la empresa sigue trabajando para abrir otras puertas del mundo. Con el objetivo de alcanzar la excelencia, gestó y logró la certificación de la Norma Internacional ISO 9001:2000 para su calidad en los viñedos, en la bodega y en la administración. A lo que se sumó la Norma ISO 14001:2004 para la gestión ambiental. Un ejemplo, es el tratamiento de todas las aguas residuales en lagunas de oxidación. “Mantenemos nuestra trazabilidad. Llevamos un registro de las tareas que se realizan a diario, cuadro a cuadro. De esta forma ganamos en certeza y confiabilidad”, explica Cabrera.
Casa Filgueira cuenta con un asesor francés, Pascal Marty, responsable de los viñedos y la bodega, dedicado trasmitir arte a través de los vinos. “Tenemos una organización comparable a un trébol, en el que la primera hoja son los viñedos y las otras comprenden la bodega y el área comercial, con los sectores de administración, ventas y mercadeo. Un equipo que nos llena de orgullo y que nos permite continuar la tradición y el espíritu que anima a la familia”, describe Martha Chiossoni.
La meta para 2010 proyecta una composición de ventas, que tendrá 80% en el mercado externo y el resto en el nacional. “Pensamos en consumidores que buscan vinos jóvenes, frutales y frescos y también en los que prefieren buen cuerpo y guarda”.
Martha y José Luís llevan juntos más de cuatro décadas. “Disfrutamos el nacimiento de cada brote, nos emocionamos cuando sus plantas reverdecen en cada primavera. Estamos convencidos de que el vino es un arte. Picasso y Dalí eran dos genios, pintaban las mismas cosas en similares momentos. Pero eran distintos. Nuestros vinos también son así. Tienen personalidad, porque de las mismas viñas salen variedades diferentes. Y los hacemos con nuestras uvas, plantadas y cosechadas por nuestras manos, por nuestra gente”, asegura Chiossoni, con una gesto de satisfacción.
Las letras GV forman el logotipo de la bodega. Una entrañable evocación al pueblo de Don Manuel, que también, distingue al equipo de cardiocirugía del eminente José Luís Filgueira. Porque ellos viven así. A corazón abierto.

Bouza Bodega Boutique

Cuando el vino es poesía sutil

La cava de Bouza preserva la
estructura de la antigua iglesia del
establecimiento de un pionero de la
agroindustria uruguaya: Numa Pesquera.

La joven bodega crece con una premisa fundamental. La pequeña escala ofrece siempre mejores resultados. En la tarea convive el espíritu fundacional de Numa Pesquera, pionero de la agroindustria nacional, con el talento de Juan Bouza Martínez, el coruñés que lideró emprendimientos memorables. Para lograrlo, un equipo unido cuida cada paso del proceso, desde los viñedos de Melilla y Las Violetas, hasta la copa, siempre bien servida. Porque ellos entienden que la mejor tecnología no basta, si no es acompañada por un delicado tratamiento de la fruta y por las condiciones naturales que permitan una mínima intervención. Es un camino largo e intenso, que se refleja en los vinos de la familia Bouza Trabal.

Publicado en la serie Bodegas del Uruguay del diario El Observador (Montevideo, 2008).


Juan Pablo tenía nueve años cuando elaboró su primer Tempranillo. El trabajo comenzó como un juego, en la vendimia de 2003, cuando había que ralear ciento por ciento de los frutos cultivados. Fue una tarde de febrero, observando unas parcelas, que se dio cuenta que no estaban volcados todos los racimos. Recogió unos pocos kilos, los juntó en un balde y los pisó, a la antigua. Cuando imaginó que podía estar pronto, preguntó con insistencia por su vino casual. Una mañana el enólogo lo probó, y dio su opinión, con un gesto de asombro. “Impresionante”. De esa primera cosecha salieron cinco botellas: dos para la familia, una para el abuelo y dos aún evolucionan en la cava. “Lo hizo solito, sin sugerencias, ni ayuda”, asegura Elisa, la madre de Juan Pablo, que todavía disfruta la misma emoción de entonces, mezcla de orgullo y felicidad. “Fue una experiencia muy interesante, porque pusimos en práctica nuestra idea de mínima intervención”, recuerda Juan, el padre, con una sonrisa cómplice.
Un secreto está en el roble.
Una anécdota encantadora, que describe el espíritu solidario de un equipo que apuesta a la menor escala y a la mayor calidad. Quince personas, entre ellos dos enólogos, trabajan en las viñas de Bouza Bodega Boutique. En las doce hectáreas de Las Violetas, ubicadas a 39 kilómetros del centro de Montevideo y del Río de la Plata, crecen frutos para vinos Albariño, Chardonnay, Merlot, Tempranillo y Tannat. En las seis hectáreas de Melilla, cruzadas por el arroyo que desemboca en el río Santa Lucía, maduran plantas de Albariño, Chardonnay, Merlot y Tannat. Allí también está la bodega, construida en 1942 por el arquitecto Schaefer Caviglia, a imagen y semejanza de los chateaux franceses. Su primer propietario, Numa Pesquera, era un visionario que hasta la década de 1950 fue líder de la innovación agroindustrial.

La planta está rodeada por un bosque centenario, de melaleucas, alcornoques, araucarias, cipreses, casuarinas, ceibos. Alrededor de su arroyo conviven variedades de aves autóctonas, con patos, pequeños animales, domésticos y por domesticar, y hasta una familia de nutrias que se aquerenció en una mínima isla de dos metros cuadrados de territorio.
Juan Bouza López y Elisa Trabal encontraron un sitio que les puso en contacto con la naturaleza, y que les permitió, en 2002, iniciar un emprendimiento afín con su sólida experiencia en el posicionamiento de marcas gastronómicas. Se asociaron con el enólogo Eduardo Boido, un prestigioso teórico, que también ha sabido llevar a la práctica su especialidad. “Los vinos forman parte de un proyecto común de vida, que nos entrega reconocimiento y aprecio”, afirma Juan.
La gloriosa Ford T modelo 1923
todavía trabaja en la vendimia.
En el establecimiento también hay espacio para una afición paterna: la preservación de automóviles antiguos. Un atractivo museo forma parte de la propuesta patrimonial de Bouza Bodega Boutique. Allí comparten su gloria pasada, un Ford T de 1923, manejado con cambios a pedal, y un camión que puede cargar hasta una tonelada, del mismo modelo, pero de 1925. Este ejemplar tiene una historia peculiar. Juan se lo compró a un recordado arrendador de sombrillas y reposeras de la playa Carrasco. El título de propiedad fue firmado dos años después, al mismo tiempo que finalizaba la restauración del vehículo y que su precio agregaba varios ceros a la derecha. “Puede alcanzar hasta 35 kilómetros por hora y funciona maravillosamente bien”, aclara su propietario.
Toda la uva sale de 18 hectáreas, organizadas en 36 parcelas de media unidad cada una. La familia también ha innovado en el cultivo de tintas, al bajar la altura de los racimos a pocos centímetros del suelo. “Nuestro objetivo es mejorar la fotoinducción del fruto, que recibe luz desde arriba y también la reflejada en la tierra, para influir en su maduración y en su estructura. Entre las hileras dejamos una variedad muy amplia de plantas que acompañan a la vid: menta, trébol, ryegrass, malezas. Así se crea un ecosistema donde cada especie aporta sus insectos y hace que entre ellos se controlen. Por eso no usamos sustancias artificiales”, explica Elisa.
De la familia Bouza Trabal al mundo.
En Melilla conviven tres tecnologías de almacenamiento vitivinícola: el acero moderno, el hormigón antiguo y el roble intemporal. “Estamos convencidos de que la intervención mínima permite que la uva se desarrolle con toda su naturaleza y que ella misma cree sus caldos. Un sabio precepto de antiguos enólogos dice que el vino mejora en el invierno porque en ese momento se precipita todo lo que no sirve. Nuestro vinos disfrutan de un continuo invierno”, asegura.
La familia todavía recuerda su primer Chardonnay, recogido un domingo 2 de febrero de 2003. “Fuimos de madrugada a la viña, porque hubo un anuncio de temporal. Cuando llevamos los racimos a la bodega, el cielo se puso negro y llovió. Fue el mejor que hicimos o, mejor dicho, fue el que más nos gustó”, evoca Trabal.


Socorro López y Juan Bouza Martínez.
(Ignacio Naón, 2009)
Juan Bouza Martínez
El patriarca coruñés en su tierra natal fue mecánico tornero por obligación y músico por vocación. Mientras trabajaba en el astillero ferrolés de Astano, tocaba el trombón en su mínima aldea de Cadabas, de no más de cinco casas, todas de piedra. Su orquesta hizo historia a mediados del siglo anterior, con sus rumbas, boleros y merengues.
Aunque tenía un buen empleo y mucho éxito artístico, en 1955 emigró a Montevideo, alentado por fantasías sobre una avenida 18 de Julio ancha como el mar, donde los billetes se encontraban en la vereda. Vino con su esposa, Socorro López, ferrolesa de Neda. Juntos, se enteraron que eran irreales las promesas de dinero fácil. Aún así se quedó en la capital uruguaya, trabajando en una tornería. Desde allí se fue a la fábrica de pastas de un tío abuelo de Socorro, que le permitió abrir su propio negocio en Las Piedras. Con su talento, su empresa fue líder en la producción de alimentos envasados: La Sibarita. Cuando la vendió, en 1996, tenía más de 300 empleados y exportaba a cinco países. “Traje mi carné de músico, pero entre la burocracia y el trabajo jamás pude tocar el trombón como profesional”, evoca con cierta nostalgia.

Las viñas de Tannat en Melilla.
En su honor
Y en el de tantos emprendedores, su hijo el viticultor plantó albariñas que pronto fueron cuatro o cinco mil botellas, por año. Un vino gallego, elogiado hasta por el ex presidente autonómico, Manuel Fraga Iribarne. Cuentan que el hábil político de Lugo, una noche, se cruzó en una fiesta con Juan padre. El diálogo entre ambos, al parecer, fue memorable:
–¿Cómo conseguiste la albariña? –fue la duda de Fraga Iribarne.
–¡Pues, que yo también soy gallego! –fue la respuesta de Bouza.

Angibaud
Bodega Bouza Boutique exporta al Reino Unido, Alemania, Bélgica, Emiratos Árabes Unidos, República Checa, Dubai, Estados Unidos, Canadá, México y Brasil. Es memorable la anécdota del contacto con Dubai, la capital árabe. “Un día llegó un mail de Jean Daniel Angibaud, un maître y somellier francés. Le respondimos y quedamos a la espera. Pero, desapareció, imprevistamente, hasta que el 19 de setiembre de 2005 nos escribió nuevamente. Llegaba al otro día, desde Brasil. Visitó la bodega, probó nuestros vinos y se enamoró de Uruguay. Desde entonces vuelve cada año para hacer paracaidismo, su pasión deportiva”, recuerda Elisa.
Ejemplares únicos del Museo Bouza.
Angibaud nació en Burdeos, y es responsable de los quince restoranes de un exclusivo hotel de Dubai. Allí seguirá hasta el día que compre una bodega en Uruguay, el país de sus sueños. “Los importadores internacionales se enamoran de nuestra imagen artesanal y familiar. Aquí viene gente que lo ha probado todo. Gente como Jean Daniel, que debe conseguir vinos de calidad que sorprendan a sus clientes. Los vinos uruguayos todavía son exóticos, y eso es muy bueno”, anota Juan.
También es habitué de Melilla el viticultor californiano Jan Shrem, propietario de la famosa bodega Clos Pegase. Un hombre frontal, de ideas que llaman a la reflexión. “Antes tenía una imprenta, mucho dinero y pocos amigos. Ahora tengo una bodega, menos dinero y más amigos”, es una entre tantas. Una frase notable que la familia Bouza Trabal guarda, en un sitio de honor.

Viña Varela Zarranz

Música en todos los sentidos

Nuevos emprendedores en la antigua
 bodega de la localidad de Suárez,
fundada Diego Pons.
La histórica bodega del pionero Diego Pons, fiel testigo de los albores de la vitivinicultura nacional, ha sido transformada en un emprendimiento productivo de primer nivel y en un sitio turístico y patrimonial que preserva la más entrañable memoria colectiva del país. Allí trabaja la familia Varela Zarranz, entre toneles y tinas de venerable edad que armonizan con tecnología de última generación. Sus enólogos crean vinos finos, reconocidos y premiados, a partir de la uva que nace en plantas que adoptan formas musicales. Para sacarle al sol lo mejor de su energía.

Sobre la base del fascículo 5 de la serie Bodegas del Uruguay (El Observador, Montevideo, 22/1/2008).

El célebre fisiólogo francés Alain Carbonneau llegó por primera vez a la legendaria Granja Pons, de Joaquín Suárez, una tarde de 1989. Era una visita más, de tantas a viñedos remotos del planeta, como director del Instituto de Altos Estudios del Vino, con sede en Montpellier. Así fue hasta que el eminente científico comprobó cómo eran llevadas a la práctica, con respetuosa fidelidad, sus investigaciones sobre sistemas de conducción de la vid. Encontró plantas altas y amplias, lyras perfectas, que captaban toda la luz del ambiente, todo el aire del clima y toda la riqueza de un suelo ideal para el cultivo de variedades nobles.
El espacio de los catadores que
enamoró a Alain Carbonneau.
Carbonneau estaba al tanto del esmero de los viticultores uruguayos que habían requerido su saber erudito; durante tiempo lo supo por Luís Alberto Varela, entusiasta impulsor de su método. Pero, allí descubrió un paisaje que superaba lo imaginado. Cuentan que hizo un espontáneo silencio frente a las filas puestas sobre laderas que enfrentan al sol, de noreste a suroeste.
El gesto de sorpresa de Carbonneau fue un momento sublime para la viticultura nacional, y un secreto homenaje a la memoria de Ramón y Antonio Varela, hijos de comerciantes gallegos radicados en Las Piedras, que a principios del siglo pasado fueron cautivados por el color y el sabor de las vides.
En 1933 los hermanos fundaron una cooperativa, Viticultores Unidos del Uruguay, para transformar su uva en vino. Una estrategia exitosa que les permitió mejorar las condiciones de negociación, y que con el tiempo fue una sólida empresa.
Ramón estaba casado con María Zarranz, una criolla matriarcal descendiente de vascos hispanos. Los cuatro hijos de la pareja, Roberto, Julio, Luís Alberto y Ruben, marcaron el actual rumbo del emprendimiento familiar. En 1944 adquirieron 60 hectáreas en las afueras de Suárez, que habían pertenecido a Diego Pons, pionero viticultor, de influencia comparable con la de Pascual Harriague o Francisco Vidiella.
Los hermanos Varela, fundadores
de la cooperativa Viticultores
Unidos del Uruguay (VUDU). 
En 1985 compraron una segunda finca, de 50 hectáreas, en el paraje conocido como Cuatro Piedras. Al año siguiente se incorporó una tercera generación de emprendedores, y juntos diseñaron un plan de renovación del viñedo fundacional, y de implantación de nuevos ejemplares. Con estas bases productivas crearon la marca que rinde tributo a sus mayores: Viña Varela Zarranz. “Seguimos el consejo de Denis Boubals, un gran investigador francés muy interesado en Uruguay: cambiábamos o desaparecíamos”, afirma el ingeniero agrónomo Ricardo Varela, director técnico del establecimiento.
Pasamos veinte años arrancando viejos ejemplares atacados por virus, e implantando los nuevos, sanos y resistentes, todos de origen francés, seleccionados de combinaciones de clones y portainjertos que mejor se adaptan a nuestro terroir”, recuerda. Cultivaron variedades tradicionales, Tannat, Chardonnay, Sauvignon Blanc, Merlot, Cabernet Franc, Cabernet Sauvignon, y otras que ofrecen nuevas sensaciones, Muscat de Frontignan, Muscat de Ottonel, Bourboulenc, Marsanne, Viognier.
Fue un trabajo complejo, paciente, de cinco hectáreas por año. Su éxito es un homenaje a Luís Alberto, mi hermano mayor, que tuvo la visión de liderar esa reconversión, pero que no pudo ver nuestra primera vendimia”, evoca la contadora Cristina Varela, directora comercial de la firma.
También fue incorporada tecnología: despalilladoras que separan el grano del racimo con la misma suavidad que la mano del hombre, prensas neumáticas de baja presión que extraen el mosto flor, equipos de frío que controlan la temperatura de fermentación para evitar la pérdida de los aromas más frescos y frutados, recipientes de acero inoxidable para mantener inalteradas las cualidades de los vinos, y un completo sistema de embotellado con inyección de gas inerte que evita una posterior oxidación del vino. “Nuestras botellas llegan a cualquier lugar del mundo, con un vino que se mantiene tal cual lo creamos”, asegura el director enólogo Enrique Varela.

El ingreso a un paraiso del vino.
Material, inmaterial
El patrimonio preservado por Viña Varela Zarranz es testigo de una historia memorable, protagonizada por Diego Pons, próspero comerciante, hijo de catalanes, que en 1888 adquirió parcelas de tierra y en la primavera de ese mismo año implantó sus primeras cepas. Cuatro años después construyó la bodega y una cava subterránea que mantiene temperatura y humedad, constantes, dentro de paredes de piedra de medio metro de ancho. Allí instaló toneles y tinas de roble, fabricados en la región de Nancy, que todavía se utilizan. Una colección única en el país, que fascina por su cantidad y calidad de conservación, que coexiste con modernas barricas francesas y estadounidenses donde los mejores vinos tienen su crianza.
Pons también se dedicó a la producción de ganado, cereales, forrajes, forestación, mientras elaboraba 7000 litros anuales de aceite de oliva, en honor a sus genes mediterráneos. No menos intensa era su actividad política. Fue ministro de Hacienda de Juan Lindolfo Cuestas, diputado y senador, director del Banco Hipotecario del Uruguay y del Banco República, miembro de la Junta Económico Administrativa de Montevideo, director de Parques y Jardines, integrante de la Comisión Directiva del Teatro Solís, embajador plenipotenciario en Italia de 1925 a 1930, presidente de la Sociedad Vitícola Uruguaya y de la Asociación Rural del Uruguay, recordado organizador de su primera Exposición de Ganadería, Agricultura e Industrias, en 1895.
La familia Varela Zarranz puso en valor bienes culturales, para una atractiva propuesta turística que tiene como centro la cava de la casona de Pons, majestuosamente insertada en un parque de araucarias, casuarinas y eucaliptos centenarios que le brindan protección, belleza y equilibrio natural. Por allí pasaron los presidentes de dos siglos: su amigo Lindolfo Cuestas, Juan Idiarte Borda, Julio Herrera y Obes, Máximo Tajes, José Batlle y Ordóñez, Feliciano Viera, Claudio Williman, Baltasar Brum, José Serrato, Gabriel Terra, Alfredo Baldomir. Quedan fotos de cumbres gubernamentales, que sugieren encuentros de buenos compañeros más que herméticos cónclaves del poder que marcaba el rumbo del país. Quizá, por eso, no desentonan con el encantador retrato familiar de Ramón y María, a quienes rodean sus hijos, muy jóvenes.

Liras en todos los sentidos.
Patrimonio mayor
El Cabernet Sauvignon sigue siendo el rey de la bodega”, escribió Pons en un diario personal, que resume sus conceptos enológicos. La realidad demostró que tenía razón, aunque, el emblema de Viña Varela Zarranz sea el Tannat 2004, que consiguió la única Gran Medalla de Oro uruguaya de 2005, en Bruselas. Su hermano, el Tannat Crianza, mantenido en guarda doce meses, obtuvo tres Medallas de Oro: Bento Gonçalves, Brasil y Mendoza, Argentina, ambas en 2006, y Ljubljana, Eslovenia, 2007. “Y tiene varios años más por delante para seguir evolucionando”, augura Ricardo Varela.
La bodega desarrolló vinos con variedades internacionales, inusuales en el ámbito local, como el único Muscat Petit Grain elaborado en Uruguay. Sus etiquetas son reconocidas en España, Reino Unido, Holanda, Bélgica, Suecia, Suiza, Alemania, Noruega, Grecia, Estados Unidos, Canadá, Japón. “Algo inolvidable fue la conmemoración del aniversario del Teatro Solís, celebrados con el lanzamiento de nuestro Tannat Roble 150 años”, anota la contadora Laura Varela, directora administrativa de la empresa.
El profesor Alain Carbonneau no se cansa de repetir una frase que invita a la reflexión: “La hoja que recibe luz trabaja para la planta, la que no recibe luz vive de la planta”. También suele citar el caso uruguayo, como ejemplo de buena utilización de su innovador sistema de conducción de viñedos. El sabio enólogo y ecofisiólogo francés le llamó lyra, porque las ramas de sus vides simulan al antiguo instrumento de cuerdas. Una forma que inspira a Viña Varela Zarranz, para crear vinos que suenan a bella música. En todos los sentidos.

Ricardo y Cristina Varela, directores
de Viña Varela Zarranz.
ENTREVISTA
Cristina Varela, directora comercial de Viña Varela Zarranz
Defendemos un patrimonio que nos da felicidad”
De profesión contadora, directora comercial de la empresa, apasionada por su trabajo, forma parte de la tercera generación de emprendedores pedrenses que siguieron la huella fundacional de Ramón y Antonio Varela. Aquellos jóvenes pujantes que, junto a sus mayores, reconvirtieron el antiguo viñedo y crearon la marca de vinos finos que rinde tributo a su origen: Viña Varela Zarranz.

-¿En el país del Tannat, el Cabernet es el rey de su bodega?
-La uva Tannat es la variedad emblemática de Uruguay que nos ha abierto puertas en el exterior y que le ha dado a nuestra bodega la enorme satisfacción de ganar el reconocimiento que otorgan los concursos internacionales, la Gran Medalla de Oro, además de varias Medallas de Oro y Plata. Pero, como ya lo observara Diego Pons hace más de un siglo, el terroir y el microclima de nuestros viñedos de Joaquín Suárez brindan condiciones únicas en el país para la producción de Cabernet Sauvignon de máxima calidad. Esto nos ha permitido competir con éxito con países que tienen gran tradición en la elaboración de excelentes vinos de esa variedad, y salir victoriosos. Tanto en el mercado interno como en las exportaciones, el Cabernet tiene el mayor volumen de ventas para nuestra empresa.

-Viña Varela Zarranz tiene una interesante estrategia de imagen basada en la preservación del patrimonio industrial. ¿Cuál es el objetivo?
-Entendemos que preservar nuestra propia historia, y la de la industria vitivinícola, es aportar a la memoria colectiva del país. Nosotros investigamos esos bienes, los ponemos en valor, para compartirlos con la gente. Tenemos una propuesta muy atractiva, muy amena, pero también muy didáctica. Integramos la Asociación de Turismo Enológico del Uruguay, junto con otras 14 bodegas, cuyo objetivo es desarrollar los Caminos del Vino, un producto turístico que prestigia al país. Basta ver el mundo para darse cuenta que ese no es el futuro, es el presente. Nos propusimos integrar dos tendencias actuales muy marcadas: la necesidad creciente que sienten las personas de tener mayor contacto con la naturaleza y el carácter cultural que ha tomado el mundo del vino. Pero, tampoco nos quedamos en la historia. En nuestra bodega conviven objetos muy antiguos, en su mayoría en uso productivo, con la más moderna tecnología disponible en el mundo y la profesionalidad de nuestro equipo directivo y técnico.

-¿Cuenta el patrimonio natural?
-Nos va la vida en el uso racional del suelo. No usamos insecticida, porque conseguimos controlar las condiciones ambientales, de tal forma que los enemigos naturales impiden el desarrollo de plagas e insectos. La conducción de viñedos en lyra prolonga la vida útil, de las plantas y del terreno. Cuando se respeta la tierra se logran mejores frutos y se le da perdurabilidad a la empresa. Lo hacemos para defender el elemento que amamos, que nos da de vivir, para entregárselo en forma digna a nuestros hijos y también para ofrecer a nuestros clientes un producto más respetuoso del ambiente. En definitiva, defendemos un patrimonio que nos da felicidad.

-¿Cuál es su vino preferido?
-Al elegir uno me guío por la ocasión, por la comida con la que lo voy a acompañar y, en ocasiones, por mi estado de ánimo. En este momento, el niño mimado de la familia es nuestro primer champagne elaborado con el método Champenoise, en versiones Extra Brut y Demi Sec. Sólo su nombre nos conmueve: María Zarranz, nuestra abuela. Se destaca por su gran frescura, su fino e intenso aroma frutal, con una gasificación natural producida por segunda fermentación en botella. Es el broche de oro para nuestros enólogos y estamos seguros que dará que hablar.

-¿Qué es lo que más valora de su empresa?
-Hay muchos aspectos que nos tienen muy satisfechos y orgullosos: calidad, reconocimiento, premios, logros comerciales. Pero nuestro valor fundamental es que disfrutamos lo que hacemos y vivimos de hacer lo que amamos, en un clima de armonía familiar que no tiene precio. Realmente nos sentimos privilegiados.

Bodega Dante Irurtia

Un romance irunés en Carmelo
La cava de la familia Irurtia es un
símbolo cultural de Carmelo y un
patrimonio histórico de la
vitivinicultura uruguaya.
Desde 1741 los jesuitas fueron precursores de la agroindustria en la Banda Oriental, primer antecedente territorial de Uruguay, en su milagrosa estancia De las Vacas, ubicada a pocos kilómetros del actual ciudad de Carmelo, casi en la desembocadura del arroyo homónimo en el Río de la Plata. A “500 brazas del caserío” tenían 1500 cepas europeas de vid, que cuidaron con religioso esmero. Un siglo y medio después, desde el pueblo guipuzcoano de Irun –así con un poderoso acento en la u, pero sin tilde, como manda el euskera inmemorial– llegó un inmigrante “de profesión labrador”, que allí descubrió el vientre ideal para sus frutos. En 1913, el vasco Lorenzo Irurtia obtuvo la primera vendimia. Sus colores, aromas y sabores cumplen 102 años, como un sueño hecho realidad. Dante, su nieto, los transformó en un “establecimiento ejemplar de la vitivinicultura mundial.”

Publicado en el diario El Observador de Montevideo (serie Bodegas del Uruguay, 2008)

Hernando Arias de Saavedra cruzó a esta Banda Oriental del río Uruguay, en 1611, con las primeras reses vacunas. La intuitiva certeza de Hernandarias, memorable gobernador de Asunción, le permitió encontrar un suelo óptimo para la producción de alimentos, y una ruta de colonizadores que pronto comenzaron a llegar pese a la ausencia de oro, plata y otros metales. A esta “tierra sin mayor provecho” –descripta por el capitán Blas de Zapata al rey Felipe V, en carta de 1715– arribaron los jesuitas, laboriosos soldados del también guipuzcoano San Ignacio de Loyola. En la mayor avanzada civilizadora de su tiempo crearon la estancia De las Vacas. Una interminable superficie de 42 leguas cuadradas, delimitada por el río San Juan, el naciente estuario del Plata hasta más allá del Cerro de las Armas y el arroyo que le entregaba su nombre.
Uno de sus más recordados administradores fue Juan de San Martín, quien compartió el noble casco con su esposa, Gregoria Matorras. Allí nacieron los tres hermanos mayores de un notable héroe sudamericano, el Libertador José de San Martín, correntino de Yapeyú, pero casi uruguayo. Don Juan dejó un detallado inventario, antes de su regreso a la Argentina, en el que certificaba que la hacienda tenía dos centenares de personas, más de 30.000 cabezas de ganado, innumerables ranchos para indios peones y negros esclavos, una dulcería y quesería, una fábrica de ladrillos y tejas, dos hornos de cal –que producían para a Montevideo y Buenos Aires– y una extensa variedad de frutales. También dejaba constancia de las 1.500 plantas de vid y de todos los implementos y herramientas para la elaboración de vinos.
Uvas tannat admiradas en el mundo.
El 12 de febrero de 1816, fue el general José Gervasio Artigas, líder de la Provincia Oriental, quien desde la utópica Purificación ordenó el traslado del poblado de Víboras, radicado desde 1758 en “una zona inhóspita y cenagosa”, hacia la desembocadura del arroyo De las Vacas. Fue el génesis de Carmelo, la única ciudad todavía existente, fundada por el Protector de los Pueblos Libres. Quedan documentos del “Pueblo del Carmelo”, que en 1826 explicaban cómo el nombre surgió por la devoción de Artigas y de los primeros vecinos, por la Virgen del Carmen que hacía sus apariciones en el palestino Monte Carmelo. Una imagen singular, también venerada en el templo coloniense, de la que se cuentan leyendas sobre sus huidas. Al parecer, la virgen atravesaba los campos de noche para llegar a la vieja capilla de la estancia De las Vacas, pero, siempre retornaba con las primeras luces del alba. Los fieles estaban tan convencidos del milagro, que citaban como prueba de esas excursiones, la humedad de su vestido, a causa del rocío, y hasta los abrojos y flechillas del camino, adheridos al manto.
Otra entrañable relato evoca un episodio de 1832, cuando se decretó una ley de amnistía y libertad de presos. “En pocas horas una banda de cuatreros liberados se agenció unos vacunos de vecinos de la zona y cierto ex convicto piromaniaco, arrancó la puerta de su propia celda e improvisó una parrillada”, según crónica del episodio. Más de dos siglos después de Hernandarias, en el mismo lugar donde había nacido la ganadería, nacía también la mejor forma de comer carne: asada a la parrilla.
A esa tierra de historias, mitos y leyendas, arribaba por esos mismos años, un inmigrante pobre en bienes, rico en esperanzas. Lorenzo Irurtia había nacido en Irun, la triple frontera que une al porfiado territorio de Euskadi, el País Vasco, con Francia y Navarra. La segunda ciudad de la provincia de Guipúzcoa –tras la capital Donostia San Sebastián– fue fundada por conquistadores romanos que la llamaron Easo, como un estratégico puerto sobre el río Bidasoa. Por allí sacaban el mineral explotado en Peñas de Aya, una región tan apreciada por el imperio como Burdeos o Londres.
El carácter heroico de los irundarras fue decisivo en la gloriosa batalla de San Marcial, del 31 de agosto de 1813, cuando las tropas hispanas apoyadas por el Duque de Wellington, derrotaron al invasor napoleónico en la cruenta Guerra de Independencia. Pero, además de guerreros valientes y mineros dedicados, los hijos de Irun son expertos cultivadores de frutos y productores de bebidas típicas: la sagardoa, una sidra de sabor ligeramente ácido y el txacoli, un vino blanco que jamás falta en una buena comida.
Lorenzo trajo sus dos saberes ancestrales. Como trabajar era el destino, se puso a picar piedra en las canteras del Cerro Carmelo, mientras plantaba vides. Con el paso de los años, casi todos los hijos de la familia Irurtia Etchenique se dedicaron al viñedo y a la pequeña bodega: Miguel, Antonio, Carmelo, Natalia y Francisca. En honor a una memoria apasionada y laboriosa, sus descendientes conservan todavía la madera de los palos de las dos primeras hectáreas propias de 1928.
Los tiempos difíciles llegaron a principios de la década de 1950. En ese momento, padres y tíos cedieron la responsabilidad de la empresa al hijo mayor de Antonio Irurtia Etchenique, un joven estudiante, casi ingeniero químico. Dante Irurtia fue a una escuela rural, con una sola maestra, y para ir al liceo se tomaba un ómnibus a las cinco de la mañana, estudiaba en los bancos de la plaza de Carmelo y volvía de noche a su casa. De muchacho, ya en Montevideo, debió trabajar para mantenerse mientras cursaba la Facultad de Química. Toda una definición de su personalidad.
En 1953 asumió la dirección de la pequeña empresa familiar. Para él fue recuperar un amor eterno con las viñas y las uvas, que había nacido en la niñez. Una relación permanente, genéticamente concebida, que se mantiene luego de 55 vendimias.
Dante Irurtia, líder de la moderna
vitivinicultura uruguaya,
fallecido en noviembre de 2010.
Visionario, viajero, investigador, innovador de la viticultura nacional con sus amigos, Quico Faraut, los Passadore y los Carrau. Por entonces eran muchos los que decían que estaba “loco” porque traía aquellas variedades europeas de selección clonal. Eran tiempos cuando la palabra “reconversión” todavía no existía y exportar vinos era una quimera. También fue pionero de los viñedos en lyra, creados por el enólogo y ecofisiólogo Alain Carbonneau. En los últimos años de la década de 1970, los más encumbrados técnicos europeos decían que “los mejores viñedos de Francia estaban en Carmelo”.
En 1988 recibió la Orden al Mérito Agrícola del gobierno francés, por su aporte a la innovación de las técnicas de elaboración vitivinícola. Fue de los primeros en implantar los cepages, en la selección de los sitios para implantar viñedos, en los sistemas de conducción para el mejor aprovechamiento de la luz solar y mejor aireación del follaje y los racimos, en la utilización de porta injertos.
La cuarta generación está liderada por Carlos, enólogo y director general, Marcelo, ingeniero agrónomo, y Liliana en el área comercial. La bodega cuenta con modernos equipos de frío, filtros, toneles de roble, cavas. Los últimos avances de la tecnología se entienden con la tradición artesanal.
Dante Irurtia participó en los grupos CREA, en el Centro de Bodegueros, en la elaboración del proyecto de ley que creó al INAVI, en la formación de varias cámaras exportadoras. A sus casi 80 años aún cree en el trabajo familiar desde la implantación y cuidado de la planta hasta la elaboración, porque el vino es el producto natural de la uva. El reconocido vitivinicultor ha recibido premios en todo el mundo, desde la primera medalla de oro que sus vinos consiguieron en Sofía, la capital de Bulgaria, en un lejano 1966.
Dante Irurtia era un personaje singular. Además de todas las variedades imaginables en sus extensos viñedos, también plantó cinco hijos y siete nietos. Para el líder de la moderna vitivinicultura uruguaya, lo más importante no era la próxima cosecha, ni los próximos vinos. Siempre miraba más allá. Como su abuelo, el persistente vasco Lorenzo, soñaba con las futuras cepas que ahora plantan sus hijos y sus nietos, y con las que plantarán en los próximos decenios. Porque lo esencial, también en la viña, es invisible a los ojos. Dante Irurtia falleció el 12 de noviembre de 2010.

domingo, 27 de enero de 2008

José Luis Álvarez del Monte, exiliado español en Uruguay, preso político y notable campeón de ajedrez

La tablas del loco
Foto de portada de la célebre revista Chess,
especializada ajedrez. Mientras juegan
el colombiano Boris de Grieff y el
entonces soviético Boris Spassky,
son observados por Ernesto Che Guevara
y el altísimo gijonés José Luis Álvarez del
Monte, representante uruguayo en el Gran
Torneo Capablanca de La Habana 1962.
(Archivo Héctor Silva Nazzari)

La olvidada historia de un inmigrante asturiano, nacido en Gijón, que solía contar el historiador y periodista Lincoln Maiztegui Casas, nos transporta a la década de oro del ajedrez uruguayo, cuando el campeón mundial Tigran Petrosian no tuvo otra opción que darle tablas en una partida memorable jugada en 1966, en La Habana.

Novena Crónica del libro Héroes sin bronce (Editorial Trea, Gijón, diciembre de 2005)

10 de agosto de 1981. Era lunes de noche. Las tablas con Manuel Dienavorian, habían dejado al Gallego en el primer puesto del Torneo Uruguayo, con un punto de ventaja. El famoso campeón retornaba para recuperar el título, luego de nueve años de inhumana ausencia. Conmovido, como en sus tiempos de chaval, caminaba sin sentir el riguroso frío montevideano. Mientras comentaba la partida con su amigo Héctor Silva Nazzari, le asaltaba una evidente excitación, mezcla de entusiasmo superficial y ansiedad inusitada.
¿Cómo viste el juego, Héctor? –fue su duda.
Muy bien, podrías haber conseguido el triunfo, pero, un empate es muy útil. Creo que serás campeón. Superaste con éxito, el escollo de (Daniel) Izquierdo y (Alejandro) Bauzá, y el Armenio tampoco pudo ganarte. La senda está libre –respondió el atento compañero, sensible a su angustia.
¿Sabés una cosa? Creo que no voy a ganar el torneo. No me lo van a permitir. Ellos harán algo. Espero que nos sea encanarme de nuevo –la irónica sentencia, surgió entre risas nerviosas.
Tranquilo, Luis. Pensá en jugar y en viajar con el título uruguayo abajo del brazo. Sabés que te apoyamos, nosotros tus colegas, y más que nadie, tu familia, que te espera en Canadá.
No Héctor, no voy ser campeón. ¡Estoy seguro!
Está bien, allá vos con tus locuras. Pero, seguí estudiando y preparándote; al futuro, lo veremos.

La charla no fue muy larga, porque el Gallego persistía en su melancólica intuición. Cuando llegaron a la casa de Silva Nazzari, era pasada la medianoche. Allí sacó un paquete, cuidadosamente escondido en su impermeable gris claro. Luego de abierto, hubo un silencio recóndito.
Deseabas leerlos hace mucho tiempo y voy a dejártelos ahora.
¡Pero, Luis, son tres mil quinientas páginas! Me va llevar mucho tiempo leerlas. ¿Cuándo te los devuelvo?
¡Lo ves! Estás reconociendo que muy pronto me pasará algo malo. ¡No te preocupes! ¡Prefiero que tú los tengas! –justificó el español, secándose la humedad de los ojos.
Fue un obsequio implícito. Respondido con un abrazo estremecido. Los dos tomos de «Los episodios nacionales» de Benito Pérez Galdós, en la más lujosa edición de Aguilar, encuadernada en cuero. Desde entonces, Héctor Silva Nazzari los conserva como un entrañable tesoro.

Rafaela Castro y José Luis Álvarez del Monte,
recién casados, con Elina Valada, Cardenio
Prieto, Carmen del Monte, y un sobrino
que no quiso faltar a la fiesta.
(Archivo Cardenio Prieto)
Alfiles, guerra y honor
José Luis Álvarez del Monte nació en Gijón, el 16 de febrero de 1931. A los cinco años perdió a su padre, republicano, sin militancia política. Sola, desamparada y en la mira del enemigo, Carmen, su madre, emigró a la Barcelona libertaria. La viuda y sus dos niños fueron peregrinos sin pausa, perseguidos por las bombas franquistas.
Los tres regresaron en 1942, convencidos de que no corrían peligro. El imberbe Luis tenía una altura inusual, por encima del metro noventa, y una personalidad arrolladora. Su insólita inteligencia fue resplandor en 1945, cuando comenzó a jugar al ajedrez, en la filial gijonesa del Centro Asturiano de La Habana. Poco después vinieron los clásicos enfrentamientos contra duchos colegas de Bilbao, que le dieron estima y prestigio
Imborrable, aunque poco destacada, fue su primera intervención en el Gran Torneo de Gijón de 1948. Una justa de primera línea internacional, de las pocas reconocidas a la España dictatorial, que en dos oportunidades contó con la presencia del célebre campeón Alexander Alekhine.
En 1950 era el tercer ajedrecista asturiano, en pujante ascenso, tras los legendarios Román Torán Albero y Antonio Rico González. La notoriedad llegó junto con un invisible, pero insistente, acoso oficial que le condujo al exilio. El 8 de enero de 1952 derrotó al gran maestro polaco Xavier Tartakower, en París. Fue su última partida como español. A la mañana siguiente se embarcó junto a sus camaradas, Cardenio Prieto, Luis Forgueras y Luis Suárez, en tercera clase del transatlántico Cabo de Hornos. El cuarteto deseaba liberarse de la dictadura, tanto como «hacer la América». El 28 arribaron a Montevideo.
En la capital uruguaya estaba Román Torán Albero, de gira, aprovechando su título de campeón ibérico. Luis y Cardenio dejaron sus cosas en una pensión del Cordón y se fueron al Club Español, ubicado entonces a dos cuadras de la plaza Independencia. Esa primera noche montevideana, recorrieron a pie la ciudad para presenciar el certamen que ganó su paisano.
Foto oficial del Torneo Congreso de la UNESCO,
jugado en Montevideo, en 1954. Contó con la
presencia de ajedrecistas de primer nivel.
Dos eran gijoneses. El campeón español,
Román Torán Albero y José Luis Álvarez
del Monte, futuro monarca oriental.
(Archivo Héctor Silva Nazzari)
Luis debutó en el Jaque Mate, un original círculo de ajedrecistas del café Miguelito que convocaba multitudes en el final de 18 de Julio, donde comienza Tres Cruces. En 1954 disputó el Torneo de la Unesco, en honor al inolvidable congreso que tuvo a Julio Cortázar, en su equipo de intérpretes. Las partidas se realizaron en el hotel Ermitage de Pocitos, entre figuras de primer nivel mundial. Contra todos los pronósticos, que daban como favoritos, al argentino Miguel Najdorf y al nacionalizado francés Ossip Bernstein, lo ganó el sorprendente chileno René Letelier.
Álvarez del Monte quedó lejos de la vanguardia, pero, desde entonces, fue el más reconocido jugador del Club Nacional de Football. Encaraba la disciplina como una profesión, pero no era profesional. Para subsistir, trabajaba como contable en la papelera Flores y Compañía, y compartía con Prieto, un comercio del rubro que llamó Life, como la revista estadounidense que coleccionaba con admiración. En el poco tiempo libre elaboraba creativas columnas de ajedrez para el diario Época, dirigido por Eduardo Galeano.

Del Che a Petrosian
José Luis Álvarez del Monte charla con
Fidel Castro y el campeón chileno René
Letelier durante las Olimpíadas de
La Habana, 1966, cuando hizo tablas
con Tigran Petrosian.
(Archivo Héctor Silva Nazzari)
En 1961 disputó el Torneo Internacional del Uruguay, recordado por su paridad y alta calidad. En 1962 representó a Federación Uruguaya en el Gran Torneo Capablanca, de La Habana, ese año, el más importante del mundo. Allí conoció al Che Guevara y a Fidel Castro, ajedrecistas casi desconocidos, pero entusiastas, que influyeron en su adhesión a los principios de la revolución cubana. El comandante le obsequió una mesa en forma de castillo, ejemplar artesanal único.
Estuvo en tres juegos mundiales que los ajedrecistas llaman Olimpíadas: Varna, Bulgaria, 1962; Tel Aviv 1964 y La Habana 1966. En la última, la suerte fue caprichosa con los orientales que debían cruzarse, en inconcebible debut, con la Unión Soviética. Las series eliminatorias se cumplían en la modalidad de partidas simultáneas, de cuatro jugadores por equipo. Como primer tablero, a Luis le tocó un rival paradójico, al que todos deseaban ver, pero, ninguno enfrentar. Una mente admirada por el planeta, el campeón ecuménico Tigran Petrosian.
Para Héctor Silva Nazzari –su amigo, pero objetivo historiador– la partida del 31 de octubre de 1966, fue la más gloriosa que recuerde el ajedrez nacional. Álvarez del Monte y Petrosian dieron tablas en 24 jugadas. «Fue empate de verdad, no una concesión por cortés superioridad. Petrosian hizo, en pocos minutos, una proyección de todos los movimientos posibles, y daba ese resultado o su derrota.» Tiempo después, el español admitió que muchas de las especulaciones del rival, ni cerca le pasaron de la cabeza.
En su sólida carrera, se cruzó con Robert Bobby Fischer, de 17 años en 1960, con el soviético David Bronstein –sobrino de León Trotsky– y con Boris Spassky en La Habana, en 1962. Fue campeón uruguayo absoluto en 1965 y 1968; compartió el primer puesto con el inolvidable Walter Estrada, en 1966 y 1967, y fue vicecampeón, en 1954, 1958, 1959, 1960 y1963.
Sus partidas con Estrada eran promocionadas como un verdadero clásico, con abundantes comentarios y cobertura gráfica. Ambos fueron los mejores ajedrecistas del Uruguay, entre las décadas de 1950 y 1960.
Estuvo en los Juegos Panamericanos de 1968, en el Magistral de Río Hondo, en 1966 y en Mar del Plata, entre 1960 y 1969. Luego comenzó a participar menos. En 1970 se inscribió en un torneo, en 1971 no jugó y en 1972, realizó una sola partida, contra el argentino Carlos García Palermo, que perdió en tensas noventa jugadas.
«Admiraba a Luis, aunque, jamás lo seguí en la locura del ajedrez. Tengo el honor sí, de haber compartido comidas en su casa –asados, fabadas, sidras y buenos vinos– con Spassky y Petrosian, que le estimaban muchísimo», recuerda Cardenio, su gran amigo gijonés.

Petrosian,T - Alvarez del Monte,J
Olimpiada de la Habana, 1966
1.e4 e5 2.Cf3 Cc6 3.Ab5 a6 4.Aa4 Cf6 5.0-0 Ae7 6.Te1 b5 7.Ab3 d6 8.c3 0-0 9.h3 Ca5 10.Ac2 c5 11.d4 Dc7 12.Cbd2 cxd4 13.cxd4 Cc6 14.Cb3 a5 15.Ae3 a4 16.Cbd2 Ae6 17.Ab1? [17.a3!? Ca5÷] 17...Ca5 18.Cg5 Ad7= 19.f4 a3! 20.bxa3 Cc4 21.Cxc4 bxc4 22.Ac2?! [22.Cf3!?÷] 22...Txa3 23.Ac1 Ta5 24.Rh1 Tfa8 ½-½.
Partida publicada por Pedro Méndez Castedo, en la Revista del Salón de la Fama del Ajedrez Asturiano.

José Luis Álvarez del Monte,
cuando era el gran ajedrecista
uruguayo en el mundo.
(Archivo Cardenio Prieto)
Ausencia inhumana
A principios de julio de 1973, en plena huelga general contra el golpe militar, Prieto decidió visitar a su querido paisano, tras un año de distanciamiento. «No había sido buena la experiencia de la papelera. Habíamos discutido mucho y muy poco cordialmente, pero, el tiempo hizo lo suyo y sentí que debía reconciliarme. Invité a mi esposa y a mis dos hijos, que aceptaron gustosos, porque ellos también añoraban esa relación», evoca.
Salieron muy temprano hacia Pinamar, para llegar antes del mediodía. En el camino imaginaban un fuerte abrazo y un asado inolvidable, que pondría las cosas en su lugar. La propiedad tenía un amplio terreno, con la vivienda casi al fondo, a cincuenta metros de la calle. Prieto ni siquiera pudo bajar de su vehículo, cuando fue rodeado por cinco soldados armados con ametralladoras, que apuntaban directamente contra su familia. La orden fue salir con las manos sobre la cabeza, como si se tratara de prisioneros de guerra. La exigencia, que no levantaran la mirada.
Enseguida los llevaron a donde estaba la esposa de Luis, «apretada» con sus cuatro hijos. Hubo un careo de reconocimiento entre ellos, que la valiente mujer resolvió limpiando de acusaciones, a aquellos queridos amigos. «Rafaela lloraba a mares, abrazada a sus pequeños. Su testimonio y la presencia de los míos, me salvó de la cárcel. Un teniente dio la orden que bajaran las armas y me dijo que me fuera rápido, que lo comprometía. Si me detenían, iba a correr la misma desgracia, porque los milicos no preguntaban si eras tupa o no. Así, pudimos salir de esa trampa», evoca Prieto.
El famoso ajedrecista había caído la noche anterior, en una ratonera de las Fuerzas Conjuntas, acusado de integrar una célula de la guerrilla urbana y encarcelado en el infausto Penal de Libertad.


¡Dale campeón!
En la cárcel, Álvarez del Monte produjo un tratado de más de quinientas páginas, en papel cebolla, casi transparente, que no quiso editar. Una parte fue realizada a máquina, pero, la mayoría, escrita a mano. Para los diagramas utilizó sellos de goma, que, seguramente, había conseguido por sus contactos papeleros. «Sabemos que hubo excelentes obras de presos políticos, concebidas en esas brutales condiciones, pero, él redactó y organizó un compendio de jugadas complejas y consejos para resolverlas. En ajedrez, una hazaña irrepetible», sostiene Silva Nazzari, con renovado asombro.
Mauricio Rosencof, rehén de la dictadura, escritor y autor teatral, evoca con afecto los épicos torneos clandestinos, organizados en el Penal de Libertad. Los reclusos, ávidos de ejercitar su ingenio, disfrutaban pasándose los movimientos escritos, de celda en celda. «Eran parecidos a la modalidad que los ajedrecistas llaman postal. Pero, andá a jugarla, en una cárcel de extrema seguridad. Donde las personas no eran personas. Aquellos papelitos fueron un riesgo terrible, hasta irresponsable, que los compañeros gozaban como chiquilines, cuando llegaban a la oficina del Gallego.» Sus compañeros de reclusión le decían El loco del ajedrez. Un apodo que le calzaba perfecto, pero que no era despectivo. «Sus locuras ayudaron a muchos a sobrevivir», recuerda Rosencof.
«Las condiciones de reclusión eran terribles. Nosotros llevábamos a Rafaela y a Doña Cuca –que vivió para él– pero no podíamos ingresar a la visita. Lo veíamos a unos cincuenta metros de distancia, desde las afueras del presidio. Desde allí nos saludaba[...] Aquellos hombres, eran sometidos al peor campo de concentración. Luego supimos que el pobre Luís sufrió torturas, hasta quedar al borde de la muerte. De allí salió muy mal», cuenta Cardenio.
En 1980, fue trasladado al Batallón Florida, por un insistente clamor de organismos internacionales de derechos humanos. La dictadura, hasta ese momento despiadada e implacable, se sintió presionada por una gestión directa del rey Juan Carlos de Borbón, en su primera visita a Montevideo. Como la liberación demoraba, consiguieron un salvoconducto para su familia, que viajó a Québec bajo amparo de refugio político. Antes, dejaron encaminadas las gestiones en la Embajada de España, que fueron una cuestión diplomática por orden del presidente socialista, Felipe González.
El gijonés cruzó el portón del afrentoso Penal de Libertad, en enero de 1981. Le aguardaban, su madre y la familia Prieto. Fiel a su naturaleza, lo primero fue ver a sus cofrades ajedrecistas y volver a su querido Nacional, donde lo aceptaron como federado.
Mientras aguardaba el permiso, para reencontrase con la familia en Quebec, comenzó el campeonato, disputado entre doce jugadores de primer nivel. En la quinta fecha iba primero, luego de ganarle a los rivales más calificados. Todo indicaba que iba a recuperar el título uruguayo, perdido en 1969. Pero, la dictadura tenía pronta su última jugada. Cuando el ambiente ajedrecístico palpitaba la hazaña, un vehículo fue a buscarlo. En absoluta reserva, lo trasladaron al Consulado y de allí al Aeropuerto de Carrasco, con una orden fulminante de deportación a España. Fue la mañana del martes 11 de agosto de 1981.
Foto familiar de 1965. Álvarez del Monte a la
izquierda, de rodillas, Cardenio y Elina a su
 lado, y Rafaela parada a la derecha.
(Archivo Cardenio Prieto)

Cardenio
Nació en la calle Begoña, el 19 de octubre de 1925. Es el menor de cuatro hijos de Martín Prieto y Luisa Díaz. Su padre fue perseguido, como antiguo secretario del Ateneo y del Foro Republicano de Gijón; duro miliciano astur, destacado por su temeraria valentía en la decisiva batalla del Ebro. «Fue quien me llevó por primera vez, a un acto de Indalecio Prieto, en El Molinón. Yo tenía nueve años, y me pasé el día corriendo sobre el verde césped. Lo recuerdo charlando animadamente, con compañeros madrileños y catalanes, de quienes luego supe por crónicas de la Guerra Civil».
El conflicto estalló cuando Cardenio tenía diez años. «Allá se fue Papá, con ilusión. Nunca más volvió. Nunca más lo vimos. Pasó el resto de su vida resistiendo, en una especie de clandestinidad, entre Barcelona y Madrid, pero, sin caer en la cárcel». Le acompañó su hijo mayor, Mario, hoy de 87 años, gravemente herido en Zaragoza, que permaneció más de seis décadas fuera de Asturias.
A los catorce años salió de la escuela, para trabajar como mecánico naval del Musel y en la empresa de conservas Hijos de Ángel Ojeda. Allí aprendió el oficio de matricero. Debió cumplir el servicio militar, como radiotelegrafista. Fueron dos años y medio, en Mérida y Cáceres. «Conocí cada rincón de Extremadura. La Guardia Civil me paseaba de un lado al otro, porque no tenía comunicaciones. Quizá por eso, nunca se dieron por enterados que venía de una familia de combatientes republicanos. Nunca se enteraron, tampoco, que demoraba la información sobre los maquis de la sierra de Gredos[...]
Poco después me trasladaron al cuartel de Ingenieros de Trasmisiones, frente al Palacio de El Pardo. Algo insólito, que demuestra que mal andaba la inteligencia del régimen».
Conoció a Luís Álvarez del Monte, en una de las tantas partidas infantiles del Parque Japonés, pero, su gran amigo era el marmolero Luís Forgueras. El grupo se completaba con otro personaje, el ebanista Luís Pepitillo Suárez. «Una buena tarde nos cansamos de trabajar mucho y ganar poco y nos decidimos a viajar al Uruguay. Mis compañeros abordaron el barco en Barcelona, pero, yo, fui por tierra hasta Cádiz. Los franquistas trababan mi salida, obligándome a quedar como telegrafista».
Los jóvenes paisanos llegaron juntos al puerto de Montevideo, con una pasión común, el ajedrez. «El genio era Luís, los demás movíamos las piezas. Era un muchacho de buena familia, un aristócrata que había estudiado mucho, que no hizo la universidad, porque prefirió arrojarse a la aventura. Recuerdo que traía un ropero vertical, que todos envidiaban, con perchas y trajes elegantes. Además, su madre, Doña Cuca, le mandaba parte del dinero que ganaba como honesta, pero hábil prestamista».
Cardenio trabajó en sus dos oficios: matricero y mecánico naval. Participó en el montaje de plantas famosas del país brica de Papel CISSA y Aluminios del Uruguay– y fue técnico del astillero griego Tsakos y de la metalúrgica Regusci y Voulminot, entre 1951 y 1981.
«Admiraba a Luís, aunque, jamás le seguí la locura del ajedrez. Tengo el honor sí, de haber compartido comidas en su casa –asados, fabadas, sidras y buenos vinos– con Boris Spassky y Tigran Petrosian, que le estimaban muchísimo. El tablero no tenía mayor espacio en mi vida, porque te roba horas y no alimenta a tu familia», evocaba Prieto, quien se presentaba como un «ajedrecista meritorio».

Jaque
Héctor Silva Nazzari lo conoció en algún torneo de 1959. Al principio fue una buena relación, que se fortaleció, paradójicamente, durante la reclusión política y en los meses que permaneció en el país, antes de la deportación. «Para quien lo trataba superficialmente, parecía pedante e insufrible. Quizá, por su talla imponente. Quizá, porque era algo pagado de su inteligencia. Pero, en el fondo había otro individuo, muy sensible[...] Que salió cambiado del Penal de Libertad. Es algo muy personal, pero, creo que tanto dolor, derribó la barrera de su aparente soberbia», afirma Silva Nazzari.
El correo entre ambos era asiduo, con libros y noticias, sobre la pasión compartida. En 1982, Álvarez del Monte disputó la final del Torneo de Québec. La última carta llegó una tarde de noviembre, del año siguiente. Poco después, los ajedrecistas uruguayos supieron que el Gallego sufría un cáncer de garganta avanzado. Prefirieron respetar la voluntad familiar, que cortó todo contacto. «Quiero pensar que no murió, pero, nos había prometido que regresaría con la democracia; pero si Luís hubiera estado vivo después de marzo de 1985, habría venido a recuperar su añorado título uruguayo», afirmaba Héctor, con nostalgia, pero sin certeza. 

Rafaela
José Luís Álvarez del Monte se casó con una hermosa gijonesa, que conoció en Montevideo, hija de Faustino Tino Castro, defensa del Real Oviedo y de la selección española, que compartió alineación con la Delantera Eléctrica. El gran deportista falleció trabajando en el Estadio Centenario, donde era un personaje apreciado por sus historias y sus glorias.
«Es una mujer de carácter. La dictadura intentó enviarla a prisión. Pero, supo defenderse y defender a sus cuatro hijos, como una leona con sus cachorros[...] Cuando se alejó de Luís, momentáneamente, fue solo para no entorpecer las gestiones del gobierno español, que presionaba por su liberación. Fue admirable su tarea, en una memorable campaña popular, que le permitió a su esposo, viajar desde Gijón a Québec», recuerda la oriental Elina Valada, esposa de Cardenio. Ella está segura, que Rafaela Castro acompañó a su esposo hasta el último día, en 1995.