La tablas del loco
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Foto de portada de la célebre revista Chess,
especializada ajedrez. Mientras juegan
el colombiano Boris de Grieff y el
entonces soviético Boris Spassky,
son observados por Ernesto Che Guevara
y el altísimo gijonés José Luis Álvarez del
Monte, representante uruguayo en el Gran
Torneo Capablanca de La Habana 1962.
(Archivo Héctor Silva Nazzari)
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La
olvidada historia de un inmigrante asturiano, nacido en Gijón, que solía contar el historiador y periodista Lincoln Maiztegui Casas, nos
transporta a la década de oro del ajedrez uruguayo, cuando el campeón mundial Tigran Petrosian no tuvo otra opción que darle tablas en una partida
memorable jugada en 1966, en La Habana.
Novena Crónica del libro Héroes sin bronce (Editorial Trea, Gijón, diciembre de 2005)
10
de agosto de 1981. Era lunes de noche. Las tablas con Manuel
Dienavorian, habían dejado al Gallego en el primer puesto del Torneo
Uruguayo, con un punto de ventaja. El famoso campeón retornaba para
recuperar el título, luego de nueve años de inhumana ausencia.
Conmovido, como en sus tiempos de chaval, caminaba sin sentir el
riguroso frío montevideano. Mientras comentaba la partida con su
amigo Héctor Silva Nazzari, le asaltaba una evidente excitación,
mezcla de entusiasmo superficial y ansiedad inusitada.
–¿Cómo
viste el juego, Héctor? –fue su duda.
–Muy
bien, podrías haber conseguido el triunfo, pero, un empate es muy
útil. Creo que serás campeón. Superaste con éxito, el escollo de
(Daniel) Izquierdo y (Alejandro) Bauzá, y el Armenio tampoco pudo
ganarte. La senda está libre –respondió el atento compañero,
sensible a su angustia.
–¿Sabés
una cosa? Creo que no voy a ganar el torneo. No me lo van a permitir.
Ellos harán algo. Espero que nos sea encanarme de nuevo –la
irónica sentencia, surgió entre risas nerviosas.
–Tranquilo,
Luis. Pensá en jugar y en viajar con el título uruguayo abajo del
brazo. Sabés que te apoyamos, nosotros tus colegas, y más que
nadie, tu familia, que te espera en Canadá.
–No
Héctor, no voy ser campeón. ¡Estoy seguro!
–Está
bien, allá vos con tus locuras. Pero, seguí estudiando y
preparándote; al futuro, lo veremos.
La
charla no fue muy larga, porque el Gallego persistía en su
melancólica intuición. Cuando llegaron a la casa de Silva Nazzari,
era pasada la medianoche. Allí sacó un paquete, cuidadosamente
escondido en su impermeable gris claro. Luego de abierto, hubo un
silencio recóndito.
–Deseabas
leerlos hace mucho tiempo y voy a dejártelos ahora.
–¡Pero,
Luis, son tres mil quinientas páginas! Me va llevar mucho tiempo
leerlas. ¿Cuándo te los devuelvo?
–¡Lo
ves! Estás reconociendo que muy pronto me pasará algo malo. ¡No te
preocupes! ¡Prefiero que tú los tengas! –justificó el español,
secándose la humedad de los ojos.
Fue
un obsequio implícito. Respondido con un abrazo estremecido. Los dos
tomos de «Los episodios nacionales» de Benito Pérez Galdós, en la más
lujosa edición de Aguilar, encuadernada en cuero. Desde entonces,
Héctor Silva Nazzari los conserva como un entrañable tesoro.
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Rafaela Castro y José Luis Álvarez del Monte,
recién casados, con Elina Valada, Cardenio
Prieto, Carmen del Monte, y un sobrino
que no quiso faltar a la fiesta.
(Archivo Cardenio Prieto) |
Alfiles,
guerra y honor
José
Luis Álvarez del Monte nació en Gijón, el 16 de febrero de 1931. A
los cinco años perdió a su padre, republicano, sin militancia
política. Sola, desamparada y en la mira del enemigo, Carmen, su
madre, emigró a la Barcelona libertaria. La viuda y sus dos niños
fueron peregrinos sin pausa, perseguidos por las bombas franquistas.
Los
tres regresaron en 1942, convencidos de que no corrían peligro. El
imberbe Luis tenía una altura inusual, por encima del metro noventa,
y una personalidad arrolladora. Su insólita inteligencia fue
resplandor en 1945, cuando comenzó a jugar al ajedrez, en la filial
gijonesa del Centro Asturiano de La Habana. Poco después vinieron
los clásicos enfrentamientos contra duchos colegas de Bilbao, que le
dieron estima y prestigio
Imborrable,
aunque poco destacada, fue su primera intervención en el Gran Torneo
de Gijón de 1948. Una justa de primera línea internacional, de las
pocas reconocidas a la España dictatorial, que en dos oportunidades
contó con la presencia del célebre campeón Alexander Alekhine.
En
1950 era el tercer ajedrecista asturiano, en pujante ascenso, tras
los legendarios Román Torán Albero y Antonio Rico González. La
notoriedad llegó junto con un invisible, pero insistente, acoso
oficial que le condujo al exilio. El 8 de enero de 1952 derrotó al
gran maestro polaco Xavier Tartakower, en París. Fue su última
partida como español. A la mañana siguiente se embarcó junto a
sus camaradas, Cardenio Prieto, Luis Forgueras y Luis Suárez, en
tercera clase del transatlántico Cabo de Hornos. El cuarteto deseaba
liberarse de la dictadura, tanto como «hacer la América». El 28
arribaron a Montevideo.
En
la capital uruguaya estaba Román Torán Albero, de gira,
aprovechando su título de campeón ibérico. Luis y Cardenio dejaron
sus cosas en una pensión del Cordón y se fueron al Club Español,
ubicado entonces a dos cuadras de la plaza Independencia. Esa primera
noche montevideana, recorrieron a pie la ciudad para presenciar el
certamen que ganó su paisano.
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Foto oficial del Torneo Congreso de la
UNESCO,
jugado en Montevideo, en 1954. Contó con la
presencia de
ajedrecistas de primer nivel.
Dos eran gijoneses. El
campeón español,
Román Torán Albero y José Luis Álvarez
del
Monte, futuro monarca oriental.
(Archivo Héctor Silva Nazzari)
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Luis
debutó en el Jaque Mate, un original círculo de ajedrecistas del
café Miguelito que convocaba multitudes en el final de 18 de Julio,
donde comienza Tres Cruces. En 1954 disputó el Torneo de la Unesco,
en honor al inolvidable congreso que tuvo a Julio Cortázar, en su
equipo de intérpretes. Las partidas se realizaron en el hotel
Ermitage de Pocitos, entre figuras de primer nivel mundial. Contra
todos los pronósticos, que daban como favoritos, al argentino Miguel
Najdorf y al nacionalizado francés Ossip Bernstein, lo ganó el
sorprendente chileno René Letelier.
Álvarez
del Monte quedó lejos de la vanguardia, pero, desde entonces, fue el
más reconocido jugador del Club Nacional de Football. Encaraba la
disciplina como una profesión, pero no era profesional. Para
subsistir, trabajaba como contable en la papelera Flores y Compañía,
y compartía con Prieto, un comercio del rubro que llamó Life, como
la revista estadounidense que coleccionaba con admiración. En el
poco tiempo libre elaboraba creativas columnas de ajedrez para el
diario Época, dirigido por Eduardo Galeano.
Del
Che a Petrosian
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José Luis Álvarez del Monte charla con
Fidel Castro y el campeón chileno René
Letelier durante las Olimpíadas de
La Habana, 1966, cuando hizo tablas
con Tigran Petrosian.
(Archivo Héctor Silva Nazzari)
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En
1961 disputó el Torneo Internacional del Uruguay, recordado por su
paridad y alta calidad. En 1962 representó a Federación Uruguaya en
el Gran Torneo Capablanca, de La Habana, ese año, el más importante
del mundo. Allí conoció al Che Guevara y a Fidel Castro,
ajedrecistas casi desconocidos, pero entusiastas, que influyeron en
su adhesión a los principios de la revolución cubana. El
comandante le obsequió una mesa en forma de castillo, ejemplar
artesanal único.
Estuvo
en tres juegos mundiales que los ajedrecistas llaman Olimpíadas:
Varna, Bulgaria, 1962; Tel Aviv 1964 y La Habana 1966. En la última,
la suerte fue caprichosa con los orientales que debían cruzarse, en
inconcebible debut, con la Unión Soviética. Las series eliminatorias se cumplían en la modalidad de partidas simultáneas, de cuatro
jugadores por equipo. Como primer tablero, a Luis le tocó un rival
paradójico, al que todos deseaban ver, pero, ninguno enfrentar. Una
mente admirada por el planeta, el campeón ecuménico Tigran
Petrosian.
Para
Héctor Silva Nazzari –su amigo, pero objetivo historiador– la
partida del 31 de octubre de 1966, fue la más gloriosa que recuerde
el ajedrez nacional. Álvarez del Monte y Petrosian dieron tablas en
24 jugadas. «Fue empate de verdad, no una concesión por cortés
superioridad. Petrosian hizo, en pocos minutos, una proyección de
todos los movimientos posibles, y daba ese resultado o su derrota.» Tiempo
después, el español admitió que muchas de las especulaciones del
rival, ni cerca le pasaron de la cabeza.
En
su sólida carrera, se cruzó con Robert Bobby Fischer, de 17 años
en 1960, con el soviético David Bronstein –sobrino de León
Trotsky– y con Boris Spassky en La Habana, en 1962. Fue campeón
uruguayo absoluto en 1965 y 1968; compartió el primer puesto con el
inolvidable Walter Estrada, en 1966 y 1967, y fue vicecampeón, en
1954, 1958, 1959, 1960 y1963.
Sus
partidas con Estrada eran promocionadas como un verdadero clásico,
con abundantes comentarios y cobertura gráfica. Ambos fueron los
mejores ajedrecistas del Uruguay, entre las décadas de 1950 y 1960.
Estuvo
en los Juegos Panamericanos de 1968, en el Magistral de Río Hondo,
en 1966 y en Mar del Plata, entre 1960 y 1969. Luego comenzó a
participar menos. En 1970 se inscribió en un torneo, en 1971 no jugó
y en 1972, realizó una sola partida, contra el argentino Carlos
García Palermo, que perdió en tensas noventa jugadas.
«Admiraba
a Luis, aunque, jamás lo seguí en la locura del ajedrez. Tengo el
honor sí, de haber compartido comidas en su casa –asados, fabadas,
sidras y buenos vinos– con Spassky y Petrosian, que le estimaban
muchísimo», recuerda Cardenio, su gran amigo gijonés.
Petrosian,T
- Alvarez del Monte,J
Olimpiada
de la Habana, 1966
1.e4
e5 2.Cf3 Cc6 3.Ab5 a6 4.Aa4 Cf6 5.0-0 Ae7 6.Te1 b5 7.Ab3 d6 8.c3 0-0
9.h3 Ca5 10.Ac2 c5 11.d4 Dc7 12.Cbd2 cxd4 13.cxd4 Cc6 14.Cb3 a5
15.Ae3 a4 16.Cbd2 Ae6 17.Ab1? [17.a3!? Ca5÷] 17...Ca5 18.Cg5 Ad7=
19.f4 a3! 20.bxa3 Cc4 21.Cxc4 bxc4 22.Ac2?! [22.Cf3!?÷] 22...Txa3
23.Ac1 Ta5 24.Rh1 Tfa8 ½-½.
Partida publicada por Pedro
Méndez Castedo, en la Revista del Salón de la Fama del Ajedrez
Asturiano.
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José Luis Álvarez del Monte, cuando era el gran ajedrecista uruguayo en el mundo. (Archivo Cardenio Prieto) |
Ausencia
inhumana
A
principios de julio de 1973, en plena huelga general contra el golpe
militar, Prieto decidió visitar a su querido paisano, tras un año
de distanciamiento. «No había sido buena la experiencia de la
papelera. Habíamos discutido mucho y muy poco cordialmente, pero, el
tiempo hizo lo suyo y sentí que debía reconciliarme. Invité a mi
esposa y a mis dos hijos, que aceptaron gustosos, porque ellos
también añoraban esa relación», evoca.
Salieron
muy temprano hacia Pinamar, para llegar antes del mediodía. En el
camino imaginaban un fuerte abrazo y un asado inolvidable, que
pondría las cosas en su lugar. La propiedad tenía un amplio
terreno, con la vivienda casi al fondo, a cincuenta metros de la
calle. Prieto ni siquiera pudo bajar de su vehículo, cuando fue
rodeado por cinco soldados armados con ametralladoras, que apuntaban
directamente contra su familia. La orden fue salir con las manos
sobre la cabeza, como si se tratara de prisioneros de guerra. La
exigencia, que no levantaran la mirada.
Enseguida
los llevaron a donde estaba la esposa de Luis, «apretada» con sus
cuatro hijos. Hubo un careo de reconocimiento entre ellos, que la
valiente mujer resolvió limpiando de acusaciones, a aquellos
queridos amigos. «Rafaela lloraba a mares, abrazada a sus pequeños.
Su testimonio y la presencia de los míos, me salvó de la cárcel.
Un teniente dio la orden que bajaran las armas y me dijo que me fuera
rápido, que lo comprometía. Si me detenían, iba a correr la misma
desgracia, porque los milicos no preguntaban si eras tupa o no. Así,
pudimos salir de esa trampa», evoca Prieto.
El
famoso ajedrecista había caído la noche anterior, en una ratonera
de las Fuerzas Conjuntas, acusado de integrar una célula de la
guerrilla urbana y encarcelado en el infausto Penal de Libertad.
¡Dale
campeón!
En la cárcel, Álvarez
del Monte produjo un tratado de más de quinientas páginas, en papel
cebolla, casi transparente, que no quiso editar. Una parte fue
realizada a máquina, pero, la mayoría, escrita a mano. Para los
diagramas utilizó sellos de goma, que, seguramente, había
conseguido por sus contactos papeleros. «Sabemos
que hubo excelentes obras de presos
políticos, concebidas en esas brutales condiciones, pero, él
redactó y organizó un compendio de jugadas complejas y consejos
para resolverlas. En ajedrez, una hazaña irrepetible»,
sostiene Silva Nazzari, con renovado
asombro.
Mauricio Rosencof,
rehén de la dictadura, escritor y autor teatral, evoca con afecto
los épicos torneos clandestinos, organizados en el Penal de
Libertad. Los reclusos, ávidos de ejercitar su ingenio, disfrutaban
pasándose los movimientos escritos, de celda en celda. «Eran
parecidos a la modalidad que los ajedrecistas llaman postal.
Pero, andá a jugarla, en una cárcel de extrema seguridad. Donde las
personas no eran personas. Aquellos papelitos fueron un riesgo
terrible, hasta irresponsable, que los compañeros gozaban como chiquilines,
cuando llegaban a la oficina del Gallego.» Sus compañeros de reclusión le decían El
loco del ajedrez.
Un apodo que le calzaba perfecto, pero que no era despectivo. «Sus
locuras ayudaron a muchos a sobrevivir»,
recuerda Rosencof.
«Las
condiciones de reclusión eran terribles. Nosotros llevábamos a
Rafaela y a Doña
Cuca –que
vivió para él– pero no
podíamos ingresar a la visita. Lo veíamos a unos cincuenta metros
de distancia, desde las afueras del presidio. Desde allí nos
saludaba[...]
Aquellos hombres, eran sometidos al peor campo de concentración.
Luego supimos que el pobre Luís sufrió torturas, hasta quedar al
borde de la muerte. De allí salió muy mal», cuenta
Cardenio.
En 1980, fue trasladado
al Batallón Florida, por un insistente clamor de organismos
internacionales de derechos humanos. La dictadura, hasta ese momento
despiadada e implacable, se sintió presionada por una gestión
directa del rey Juan Carlos de Borbón, en su primera visita a
Montevideo. Como la liberación demoraba, consiguieron un
salvoconducto para su familia, que viajó a Québec bajo amparo de
refugio político. Antes, dejaron encaminadas las gestiones en la
Embajada de España, que fueron una cuestión diplomática por orden
del presidente socialista, Felipe González.
El gijonés cruzó el
portón del afrentoso Penal de Libertad, en enero de 1981. Le
aguardaban, su madre y la familia Prieto. Fiel a su naturaleza, lo
primero fue ver a sus cofrades ajedrecistas y volver a su querido
Nacional, donde lo aceptaron como federado.
Mientras aguardaba el
permiso, para reencontrase con la familia en Quebec, comenzó el
campeonato, disputado entre doce jugadores de primer nivel. En la
quinta fecha iba primero, luego de ganarle a los rivales más
calificados. Todo indicaba que iba a recuperar el título uruguayo,
perdido en 1969. Pero, la dictadura tenía pronta su última jugada.
Cuando el ambiente ajedrecístico palpitaba la hazaña, un vehículo
fue a buscarlo. En absoluta reserva, lo trasladaron al Consulado y de
allí al Aeropuerto de Carrasco, con una orden fulminante de
deportación a España. Fue la mañana del martes 11 de agosto de
1981.
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Foto familiar de 1965. Álvarez del Monte a la izquierda, de rodillas, Cardenio y Elina a su lado, y Rafaela parada a la derecha. (Archivo Cardenio Prieto) |
Cardenio
Nació en la calle
Begoña, el 19 de octubre de 1925. Es el menor de cuatro hijos de
Martín Prieto y Luisa Díaz. Su padre fue perseguido, como antiguo
secretario del Ateneo y del Foro Republicano de Gijón; duro
miliciano astur, destacado por su temeraria valentía en la decisiva
batalla del Ebro. «Fue quien
me llevó por primera vez, a un acto de Indalecio Prieto, en El
Molinón. Yo tenía nueve años, y me pasé el día corriendo sobre
el verde césped. Lo recuerdo charlando animadamente, con compañeros
madrileños y catalanes, de quienes luego supe por crónicas de la
Guerra Civil».
El conflicto estalló
cuando Cardenio tenía diez años. «Allá se fue Papá, con ilusión.
Nunca más volvió. Nunca más lo vimos. Pasó el resto de su vida
resistiendo, en una especie de clandestinidad, entre Barcelona y
Madrid, pero, sin caer en la cárcel». Le acompañó su hijo mayor,
Mario, hoy de 87 años, gravemente herido en Zaragoza, que permaneció
más de seis décadas fuera de Asturias.
A los catorce años
salió de la escuela, para trabajar como mecánico naval del Musel y
en la empresa de conservas Hijos de Ángel Ojeda. Allí aprendió el
oficio de matricero. Debió cumplir el servicio militar, como
radiotelegrafista. Fueron dos años y medio, en Mérida y Cáceres.
«Conocí cada rincón de Extremadura. La
Guardia Civil me paseaba de un lado al otro, porque no tenía
comunicaciones. Quizá por eso, nunca se dieron por enterados que
venía de una familia de combatientes republicanos. Nunca se
enteraron, tampoco, que demoraba la información sobre los maquis de
la sierra de Gredos[...]
Poco después me
trasladaron al cuartel de Ingenieros de Trasmisiones, frente al
Palacio de El Pardo. Algo insólito, que demuestra que mal andaba la
inteligencia del régimen».
Conoció a Luís
Álvarez del Monte, en una de las tantas partidas infantiles del
Parque Japonés, pero, su gran amigo era el marmolero Luís
Forgueras. El grupo se completaba con otro personaje,
el ebanista Luís Pepitillo
Suárez. «Una buena tarde nos cansamos de trabajar mucho y ganar
poco y nos decidimos a viajar al Uruguay. Mis compañeros abordaron
el barco en Barcelona, pero, yo, fui por tierra hasta Cádiz. Los
franquistas trababan mi salida, obligándome a quedar como
telegrafista».
Los jóvenes paisanos
llegaron juntos al puerto de Montevideo, con una pasión común, el
ajedrez. «El genio era Luís,
los demás movíamos las piezas. Era un muchacho de buena familia, un
aristócrata que había estudiado mucho, que no hizo la universidad,
porque prefirió arrojarse a la aventura. Recuerdo que traía un
ropero vertical, que todos envidiaban, con perchas y trajes
elegantes. Además, su madre, Doña Cuca,
le mandaba parte del dinero que ganaba como honesta, pero hábil
prestamista».
Cardenio
trabajó en sus dos oficios: matricero y mecánico naval. Participó
en el montaje de plantas famosas del país –Fábrica
de Papel CISSA y Aluminios del Uruguay– y fue técnico del
astillero griego Tsakos y de la metalúrgica Regusci y Voulminot,
entre 1951 y 1981.
«Admiraba a
Luís, aunque, jamás le seguí la locura del ajedrez. Tengo el honor
sí, de haber compartido comidas en su casa –asados,
fabadas, sidras y buenos vinos– con Boris Spassky y Tigran
Petrosian, que le estimaban muchísimo. El tablero no tenía mayor espacio en mi vida, porque te
roba horas y no alimenta a tu familia», evocaba Prieto, quien se presentaba como un «ajedrecista meritorio».
Jaque
Héctor Silva Nazzari lo conoció en algún torneo de 1959. Al principio fue una buena relación, que se
fortaleció, paradójicamente, durante la reclusión política y en los meses que permaneció en el país, antes de la deportación. «Para
quien lo trataba superficialmente, parecía pedante e insufrible.
Quizá, por su talla imponente. Quizá, porque era algo pagado de su
inteligencia. Pero, en el fondo había otro individuo, muy
sensible[...] Que salió
cambiado del Penal de Libertad. Es algo muy personal, pero, creo que
tanto dolor, derribó la barrera de su aparente soberbia»,
afirma Silva Nazzari.
El correo entre ambos
era asiduo, con libros y noticias, sobre la pasión compartida. En
1982, Álvarez del Monte disputó la final del Torneo de Québec. La
última carta llegó una tarde de noviembre, del año siguiente. Poco
después, los ajedrecistas uruguayos supieron que el Gallego
sufría un cáncer de garganta avanzado. Prefirieron respetar la
voluntad familiar, que cortó todo contacto. «Quiero
pensar que no murió, pero, nos había prometido que regresaría con
la democracia; pero si Luís hubiera estado vivo después de marzo de
1985, habría venido a recuperar su añorado título uruguayo»,
afirmaba Héctor, con nostalgia, pero sin
certeza.
Rafaela
José Luís Álvarez
del Monte se casó con una hermosa gijonesa, que conoció en
Montevideo, hija de Faustino Tino
Castro, defensa del Real Oviedo y de la
selección española, que compartió alineación con la Delantera
Eléctrica. El gran deportista falleció
trabajando en el Estadio Centenario, donde era un personaje apreciado
por sus historias y sus glorias.
«Es
una mujer de carácter. La dictadura intentó enviarla a prisión.
Pero, supo defenderse y defender a sus cuatro hijos, como una leona
con sus cachorros[...]
Cuando
se alejó de Luís, momentáneamente, fue solo para no entorpecer las
gestiones del gobierno español, que presionaba por su liberación.
Fue admirable su tarea, en una memorable campaña popular, que le
permitió a su esposo, viajar desde Gijón a Québec», recuerda
la oriental
Elina Valada, esposa de Cardenio. Ella está segura, que Rafaela
Castro acompañó a su esposo hasta el último día, en 1995.