martes, 10 de julio de 2012

Andrea de Morales, Jacinto Vera, Alfonso Espínola Vega, Francisco Espínola Aldana, Guillermo Armas O’Shanahan

Cinco canarios orientales
Francisco Espínola Aldana, en el centro
de la imagen, con su amplio sombrero
blanco, fue anfitrión del Primer
Congreso Nacional de Periodistas
del Interior, realizado en San José.












Una enfermera y partera, un obispo, un médico, un periodista y un arquitecto que emigraron desde las Islas Canarias para dejar testimonio de vida en Uruguay. Foto de portada del Archivo José Fernández, tomada el 4 de abril de 1916, en el frente de una construcción que ya no existe, el antiguo hotel del Parque Mario, actual Hostería del Parque Rodó. 

Sobre la base de una investigación realizada para la Consejería de Cultura del Gobierno de Canarias (Marzo 2010).

Andrea de Morales
El nacimiento de una ciudad
De sus manos nacieron muchos de los pioneros montevideanos, porque fue la primera partera de la ciudad y de la Banda Oriental que luego fue Uruguay. Nacida en 1710, en Santa Cruz de Tenerife, allá se casó con Antonio José Modernell, fallecido antes de emprender el viaje. Andrea embarcó el 31 de enero de 1729, en el navío San Bruno, de 50 cañones, para iniciar un periplo con sus hijos Pedro y José, por entonces de corta edad. 
Las Islas Canarias del siglo XVIII eran consideradas una “proveeduría de pobladores del Nuevo Mundo". En el puerto tenerifeño había recibido un doblón de a cuatro pesos escudos (40 reales de vellón) para que “lo invirtiera en vestuario y otros menesteres", según cuenta el genealogista Juan Alejandro Apolant. El  Reino de España también se hizo cargo de manutención antes del embarque y los gastos de estiba de su equipaje.
Andrea de Morales recibió como merced un cuarto de cuadra en la esquina de las hoy calles Buenos Aires y Treinta y Tres, una estratégica esquina de la Ciudad Vieja que mira al noreste. En Montevideo se casó en segundas nupcias, en 1730, con Juan Mateo de Ceballos, con quien tuvo cuatro hijos más, una de las cuales fue abuela de Carmelo Colmán, soldado de los Treinta y Tres Orientales que lideraron la Cruzada Libertadora de 1825.
Como tantas canarias fundadoras de la ciudad arribó a la inhóspita bahía rioplatense con escaso equipaje y una cultura diversa y poderosa.

Las treinta familias de la segunda
inmigración canaria a San Felipe y
Santiago de Montem Video, arribaron
a la bahía rioplatense en marzo de 1729.
En su mayoría eran pobladores de
La Laguna, que cruzaron el Atlántico
en el navío San Bruno, luego de una
travesía de trece días desde
Santa Cruz de Tenerife.
(Imagen de Carlos Menck Freire)
Cuentan las crónicas cómo cocinaba los granos verdes en grandes sartenes, y como le agregaba el azúcar casi en el punto de cocción, hasta lograr su acaramelado. Cuentan también que los niños se los comían como si fueran golosinas, pero lo usual era que luego de molido, se lo bebiera  con leche, a la mejor usanza española. El tostado de los granos con azúcar es tradición inmemorial en las Islas Canarias, solo explicable por la influencia mora del penetrante norte africano, de donde es originario el árbol del cafeto. El torrado se transformó en un hábito de los uruguayos, visto como rareza en países de tradición cafetera.
Los bienes de Andrea de Morales figuran en el padrón de 1751, tasados en 500 pesos. Ya viuda por segunda vez, doce años después declaraba la edad de 50 años en un expediente judicial. Por entonces vivía de su oficio de partera, según consta en esos obrados. Falleció en Montevideo el 25 de setiembre de 1767. Con el honor de haber traído al mundo a tantos hijos de su ciudad adoptiva.

Jacinto Vera y Durán
El santo que vino del mar
El primer obispo de Montevideo y cuatro vicario apostólico del Uruguay, nació el 3 de julio de 1813, en el medio del océano Atlántico, en plena venida de una de las tantas oleadas de inmigrantes canarios. Fue el cuarto de cinco hijos de los lanzaroteños Gerardo Vera y Josefa Durán, que lo anotaron en el poblado de Desterro, del estado brasileño de Santa Catalina. La permanencia de la familia en la frontera norte se prolongó por dos años, hasta que pasó a residir en Maldonado, luego en Toledo, y de allí a Montevideo.
El imberbe Jacinto trabajaba en la chacra de los padres, cuando conoció al presbítero Lázaro Gadea, vecino de su casa, que le dio las primeras lecciones de latín y gramática, y más tarde certificó su vocación religiosa. Fue reclutado para el servicio militar y estuvo algunos meses en el ejército, hasta que el presidente Manuel Oribe le concedió la baja cuando supo que el modesto soldado iba a ingresar al seminario.
Restablecidos los jesuitas al Río de la Plata, por Juan Manuel Rosas, gobernador de Buenos Aires, el joven novicio obtuvo en 1836 la admisión gratuita en el colegio porteño San Ignacio, como alumno externo, y cinco años después, antes de culminar sus estudios, fue ordenado sacerdote por el obispo José Mariano de Escalada. Celebró su primera misa el 6 de junio de 1841, pocos días antes de cumplir 27 años. 
Desde un principio los jesuitas fueron críticos de Rosas, quien les respondió prohibiendo sus actividades públicas, en una escalada que tuvo su punto más alto el 4 de octubre del año de su ordenación, cuando la mazorca salió de la residencia gubernamental, al grito de: “Mueran los jesuitas, ingratos salvajes unitarios.” Sin esperar que el colegio fuera asaltado,  su director cerró las puertas y escapó a Montevideo disfrazado. Jacinto Vera regresó para ser nombrado teniente cura de Canelones y al poco tiempo vice párroco, hasta que en 1852 recibió el título de Cura Vicario Foráneo con 17 años de ministerio en el departamento que ya recibía el gentilicio de su sangre: “canario”.
Monseñor Jacitno Vera fue el
primer obispo de Montevideo,
un inmigrante canario que
el Vaticano propone canonizar.
A la muerte de José Benito Lamas, en 1857 se entabló una lucha por el vacante Vicariato Apostólico. Entre los elegibles estaba el párroco de Canelones, que contaba con apoyo del delegado Marino Marini, residente en Paraná, Entre Ríos, que según voces corridas reflejaba la voluntad del papa Pio IX. Vera fue combatido por sus adversarios, a través de la prensa, aunque tenía el beneplácito de la Compañía de Jesús y la conformidad del Vaticano. El cura Castro Veiga le entabló demanda criminal para imposibilitar su candidatura. Fue un gran escándalo nacional, pero el juicio se demoró por incidentes de trámites. 
En la Guerra Grande fue neutral para atender las necesidades espirituales de partidarios de ambos bandos; así supo ganarse un prestigio que le permitió ser electo diputado por Canelones en la 8ª  Magistratura de 1858, pero dimitió a su banca.
El 26 de mayo de 1859 recibió el título Vicario, pero el presidente Gabriel Pereira detuvo el nombramiento invocando el patronato del Poder Ejecutivo sobre la iglesia. El gobierno envió a Roma una nueva terna integrada por Santiago Estrázulas y Lamas, Juan José Bird, y como tercera opción: Jacinto Vera. El Vaticano confirmó su primera decisión, que Pereira pasó al Tribunal de Justicia. Vera fue admitido el 12 de diciembre, aunque la magistratura judicial reconoció la salvedad del derecho de patronato eclesial del gobierno. En 1860 inició su trabajo  de formación del clero nacional, con el envío de seis seminaristas a estudiar a Santa Fe, y con una extensa campaña vocacional en el interior. 
Si Pereira era su opositor, todavía más lo fue Bernardo Berro, que lo enfrentó en “una lucha de intereses entre hombres celosos de sus fueros, poco flexibles y acostumbrados a que les obedecieran”, asegura el historiador José María Fernández Saldaña. La exoneración inconsulta del presbítero Juan J. Bird, cura rector de la Iglesia Matriz, fue observada por Berro como un acto de agresión a su gobierno; así se desató, en setiembre de 1861, el denominado Conflicto Eclesiástico. Tras un agresivo cambio de notas, Berro, en Consejo de Ministros, el 7 de octubre de 1862 decretó “el extrañamiento de los presbíteros Conde y Jacinto Vera del territorio de la república”. La orden debía cumplirse ese mismo día.
Vera respondió lacrando la puerta de la Curia Eclesiástica y declarando en interdicho la Catedral montevideana. La policía se encargó de conducirlo al vapor que lo llevó a Buenos Aires. En la capital argentina se hospedó en el convento San Francisco, a la espera de una aprobación vaticana de su conducta.
En 1863 el general Venancio Flores explotó hábilmente el conflicto, sustentando su “Revolución Libertadora” en la defensa de Jacinto Vera y la libertad religiosa. Berro comprendió lo peligroso que era el auxilio clerical al jefe golpista, y procuró un acuerdo. El 22 de agosto de ese mismo año, el gobierno levantaba el destierro de Vera: “arregladas las cuestiones eclesiásticas y habiendo cesado las causales del confinamiento”. 
El vicario regresó enseguida, cuando faltaba poco para cumplir un año fuera del país. Esa tarde hubo una gran fiesta popular, con una multitud que lo ovacionó y con un mensaje del papa Pío IX, que le apoyó incondicionalmente, designándolo Prelado Doméstico de su Santidad. Mientras, el general Flores continuó con su guerra civil, que finalizó en 1865, con la masacre de Paysandú y la caída de Berro.
Vera recibió el título honorífico de Obispo de Megara “in partibus infidelium”, en 1867 viajó a Roma y dos años después asistió al Concilio Ecuménico del Vaticano. Allí sumó su voto a la mayoría a favor de la infalibilidad del Papa y de la Inmaculada Concepción de María.
Cuando estaba de viaje en Palestina supo del fin del Estado Pontificio, luego de la toma de Roma por tropas italianas, el 20 de setiembre de 1870.  Vera se animó a marchar a pie por las calles palestinas, “con el alma lacerada por la ingratitud que sufría el bondadoso Pio IX”, su mentor y aliado en la causa anti masónica y anti antiliberal. En enero de 1871 retornó a un país que estaba convulsionado por la Revolución de las Lanzas, de Timoteo Aparicio; de inmediato intervino en intentos de arreglo de paz que no resultaron eficaces, en víspera de la sangrienta batalla de Manantiales.
En 1878,  el dictador Lorenzo Latorre envió a Roma una misión que ofrecía garantías y beneficios para la iglesia católica, a cambio de una concesión política que necesitaba, en tiempos que aumentaba la resistencia popular contra su régimen. Fue el papa León XII quien firmó la autorización para fundar la Diócesis de Montevideo, independiente de Buenos Aires, y en relación directa con la Santa Sede. El  8 de enero de 1879 monseñor Jacinto Vera fue el primer obispo uruguayo; prestó juramento ante Gualberto Méndez, ministro de Culto y  Justicia.
Luego de celebrar la Pascua de 1881,  partió hacia su última misión. El 6 de mayo sufrió una muerte súbita mientras celebraba misa en Pan de Azúcar, departamento de Maldonado, por una congestión cerebral en forma apoplética. Sus biógrafos aseguran que sus última palabras fueron: “Gracias a Dios que todo está hecho.”
Jacinto Vera fue el gran organizador de la iglesia uruguaya, fundador del clero nacional, impulsor de la prensa católica: La revista católica (1860), El mensajero del pueblo (1871) y El Bien Público (1878).  También fue creador de las principales instituciones eclesiásticas: el Club Católico (1875) y el Liceo de Estudios Universitarios (1876).  
Su biografía oficial, publicada en la página web de la Arquidiócesis de Montevideo, recuerda su velatorio en la catedral. “El país entero se vistió de luto. La prensa entera, aún la adversaria elogió su figura de evangelizador, de sacerdote fiel y abnegado, su atención a los pobres. Una multitud acompañó sus restos y veló su cuerpo durante cinco días, con los honores decretados por el presidente Francisco Vidal.  El gran poeta Juan Zorrilla de San Martín, frente a su féretro, proclamó lo que todos sentían y pensaban: ¡El santo ha muerto!”

Alfonso Espínola Vega 
El protector de los pueblos pobres
Nacido en 1845, en la villa lanzaroteña de Teguise, el médico y filántropo fue un intelectual sin dobleces, un canario comprometido con sus dos patrias, y un artiguista en voz alta, en tiempos que la política y la enseñanza uruguaya estaban dominadas por la “Leyenda Negra” de José Artigas. 
Busto de Artigas en la Plaza Uruguay
de Teguize, Lanzarote, el  primer
ayuntamiento canario que envió
emigrantes a Uruguay, entre tantos,
el médico Alfonso Espínola Vega.
Espínola Vega hizo sus primeros estudios en Las Palmas y luego marchó a la Facultad de Medicina de Cádiz, protegido por el empresario y mecenas Alfonso Gourié. Durante ocho años fue médico en su pueblo, hasta que se exilió en Uruguay, como opositor al régimen Restauración borbónica, tras la caída de la Primera República Española. El enemigo visible era Fernando de León y Castillo, influyente ministro de Ultramar de Alfonso XII, y su antiguo compañero de clases en el Colegio de Las Palmas.
En 1878 se estableció en Las Piedras, la mayor ciudad del departamento de Canelones, donde tuvo un ejemplar comportamiento frente a la viruela que azotó la región sur del país. Luego residió en San José de Mayo, la histórica villa ubicada a 95 kilómetros de Montevideo, para sumarse a la lucha contra los rigores de una segunda plaga. Fue nombrado médico honorario del Hospital de San José, pero, como las camas no alcanzaban, abrió las puertas de su casa para alojar a los enfermos que nadie recibía. 
Su contacto con el gran sabio francés Louis Pasteur fue inspirador del primer Laboratorio Microbiológico Antirrábico de Uruguay, que denominó Jaime Ferrán y Clúa, en honor a su colega y amigo catalán. También fue un vocacional de la enseñanza, como profesor del Centro de Instrucción de San José. 
Espínola murió en 1905, sin fortuna, pero con todo el honor de un gran filántropo que albergaba, alimentaba y pagaba los medicamentos a sus pacientes más pobres. Fue un símbolo de dos pueblos. La Plaza Uruguay de Teguise está adornada con un busto que preserva su noble memoria. A pocos metros de allí, en 2003 fue colocada una imagen de José Artigas, llevada por el buque escuela Capitán Miranda. “Teguise fue el primer ayuntamiento canario que autorizó la salida de emigrantes al Uruguay, y el solar de un canario de dos mundos: Alfonso Espínola Vega”, afirmaba el historiador Francisco Hernández, en el acto de inauguración del monumento al héroe oriental, llamado Protector de los pueblos libres, descendiente de fundadores de Montevideo.

Francisco Espínola Aldana
El padre de Paco
Nacido en Yaiza, en 1871, fue periodista y político, caudillo blanco de San José, que participó en las revoluciones civiles de 1897 y 1904, lideradas por Aparicio Saravia, así como en el fracasado alzamiento de 1935, conocido como Paso del Morlán, contra la dictadura de Gabriel Terra.
Francisco "Paco" Espínola, notable
narrador uruguayo, hijo del periodista

 canario Francisco Espínola Aldana.
Francisco estaba casado con Justina Cabrera Corujo, con quien tuvo al gran narrador uruguayo Paco Espínola, el 4 de octubre de 1901. El niño aprendió en su casa a escribir y a observar a sus semejantes, hasta en los mínimos detalles; también supo el significado de amar el “pago”, y de un compromiso con la divisa blanca del Partido Nacional, que mantuvo aún cuando en la década de 1960 apoyó al Frente Izquierda de Liberación.
Cuando nació su segunda hija, Victoria, el rebelde canario se encontraba ausente, como soldado blanco en la guerra civil de 1904. En setiembre fue  herido en la batalla de Masoller, donde cayera muerto el caudillo blanco Aparicio Saravia, y al año siguiente nació su tercera hija, Enriqueta. 
En 1910, cuando participaba  en el levantamiento armado contra la reelección de José Batlle y Ordoñez, moría su suegro, Fernando Cabrera, quien tantas veces lo había cobijado en su estancia de  Rincón del Pino, luego de sus aventuras rebeldes contra el gobierno colorado de turno. Cabrera había cuidado la tropilla de azulejos del Manuel Oribe, segundo presidente de la república y fundador de la divisa blanca.
En 1919, su Paco fue a estudiar Medicina a Montevideo, y al poco tiempo participó en las elecciones internas del Partido Blanco Independiente, dentro de la llamada “Lista de los poetas”, vinculada con el gran escritor Javier de Viana. En la capital evocaba su casa materna, en relatos que sus amigos y compañeros admiraban: “era enorme y señorial, de grandes patios cubiertos con pisos de piedra y en cuyo fondo se alineaban las caballerizas”.  Y de su padre decía: “de él obtuve  lo fundamental: formación cristiana, tradición criolla, devoción filial por los caudillos –mi padre es uno de ellos- paternal conmiseración por los infelices desheredados a quienes se daba amparo en la casa del abuelo y en su propia casa”.
En 1935, los Espínola, padre e hijo, participaron en el levantamiento del Paso del Morlán, un paraje del departamento de Colonia, donde una treintena de rebeldes –blancos independientes, batllistas, socialistas, comunistas- liderados por el general Basilio Muñoz, y el propio Espínola Aldana, se enfrentaron a las fuerzas militares de la dictadura del colorado conservador Gabriel Terra.
Paco dejó su memoria de los hechos en una carta al filósofo Carlos Vaz Ferreira, que retrata mejor que nadie aquel episodio sangriento. El narrador reconoce en esa crónica su miedo al peligro, a la violencia, y  a la propia batalla en la que participó de saco, camisa y corbata, con un rifle que no funcionaba. El saldo fue de ocho muertos, decenas de prisioneros, incluido el propio Paco, mientras su padre escapaba del lugar.
Por esa valerosa acción, Francisco Espínola Aldana fue muy elocuente: "Estoy orgulloso de usted, m’hijo." Al viejo caudillo nunca le importó demasiado la notoriedad literaria del joven, ni que fuera un celebrado cronista de la popular revista Mundo Uruguayo
Una simbología heroica, que el propio Paco evocaba cuando se refería a los valores y la educación recibida: “Mi padre,… yo tendría ocho o nueve años, me decía: ¡usted tiene que tener un cuidado bárbaro!, más que nadie, porque usted es noble… Pero ¿sabés para qué me decía que éramos nobles? No para compadrear, sino porque así yo tenía la obligación de cumplir con los de atrás, siendo como ellos, imponiéndome deberes con todo el mundo, sirviendo a todos, y ¿qué es lo que noto yo ahora? Papá me leía también y estaba templándome. Me hacía querer y admirar a los grandes personajes.”
Paco Espínola por
Hermenegildo Sabat.
Francisco Espínola Aldana murió el 11 de abril de 1948. Su Paco fue una de las cumbres narrativas del país, ensayista, dramaturgo, profesor de Literatura en el Instituto Normal, Enseñanza Secundaria y Facultad de Humanidades.
Su obra se inició con Raza ciega (1926), al que siguieron Sombras sobre la tierra (1935), una de las producciones más valiosas de la novelística uruguaya, Las ratas (1945); El rapto y otros cuentos (1950). A estas se suma: La fuga en el espejo, pieza teatral estrenada en 1937, Milón o el ser del circo (1954), un ensayo sobre temas estéticos, y Saltoncito, un relato para niños muy difundido en las escuelas. “Sus páginas están dotadas de ese poder sugestivo que sólo poseen los narradores de garra”, afirmaba el crítico Alberto Zum Felde. Su obra póstuma, Don Juan el zorro, editada en 1984, constituye una de las más representativas de la literatura latinoamericana contemporánea. Fue reconstruida sobre la base de un profuso material de fragmentos éditos e inéditos. En 1971 se afilió al Partido Comunista, en un gran acto público, ¡justo él! que había arriesgado su vida por la divisa blanca de su padre. Lo que nunca cambió fue el heredado amor por la democracia y la libertad. Su muerte fue un símbolo de ese legado. Falleció el 26 de junio de 1973. Un día antes del golpe de Estado más cruel y doloroso en la historia del país.

Guillermo Armas O’Shanahan
La memoria construida
El arquitecto de prestigio internacional fue pionero del Art Déco en el Río de la
Plata, muy poco después que el novedoso estilo se conociera en la Exposición de Artes Decorativas de París de 1925. Desde ese momento, la Ciudad Vieja, el Centro, y también los barrios montevideanos, vieron crecer aquellos edificios de rectas insinuantes matizadas por curvas, de paredes lisas alivianadas con pinceladas decorativas: era lo “moderno” sin llegar a extremos. 
El Palacio Rinaldi es una obra maestra del
Art Déco montevideano que desafía a su
gigantesco vecino: el Salvo. La notable
realización de Guillermo Armas y
Alberto Ísola, forma parte del conjunto
arquitectónico presentado a UNESCO
para ser declarado Patrimonio
de la Humanidad.
(Foto Comisión del Patrimonio).
Fue en 1929, que Guillemo Armas O’Shanahan, asociado con su colega Alberto Ísola, construyó el Palacio Rinaldi, en el inicio de la avenida 18 de Julio, en la acera norte que enfrenta a la Plaza Independencia. El geometrismo de su fachada, el dibujo diverso de sus balcones, los elementos decorativos en los ángulos superiores, lo instalan de manera decidida en la estética Art Déco. Todas sus líneas sugieren una sensación ascendente al observador, al punto que en primera mirada parece mucho más alto de lo que es en realidad. Sus creadores, seguramente buscaron que no quedara desairado ante la presencia cercana del que fuera por algún tiempo el edificio de cemento más alto de América Latina: el Palacio Salvo.
El Art Déco está presente en cada rincón montevideano. Con una influencia tan poderosa, que sus edificios más característicos fueron presentados ante la UNESCO para ingresar a la Lista Indicativa del Patrimonio Mundial.

Cuando Armas O’Shanahan comenzó a proyectar, con su colega Rafael Ruano, la reconstrucción de la fachada y  reforma del interior de la Iglesia Matriz, supo que no era una obra más. Entre ambos hubo cientos de horas de investigación de los antecedentes del templo inaugurado el 21 de octubre de 1804, según proyecto del ingeniero portugués José Custodio de Saá y Faría y dirección de obra del madrileño José del Pozo y Marquy. Pero, lo que llamó la atención al arquitecto canario, fue la lista de obreros que participaron en la construcción original, entre tantos, los maestros albañiles, Pedro de Almeida y José Durán, y el maestro carpintero José de León. Los tres nacidos en Santa Cruz de Tenerife, los tres arribados en el navío San Martín, en la segunda colonización montevideana, de 1729.
La mayor remodelación de la Matriz fue iniciada en 1941 y duró más de veinte años. La fachada fue renovada, respetando su estilo original, con la sabia dirección de Ruano. Las bóvedas y la cúpula central, y también la Capilla del Santísimo, fueron recuperadas por Armas O’Shanahan. Para el famoso urbanista fue un desafío cumplido: devolverle su antigua plenitud a la mayor obra arquitectónica del Montevideo colonial. Pero también fue un homenaje a la memoria de sus padres: el empresario lanzaroteño Esteban Armas Curbelo y  Teresa O´Shanahan. Tan canarios como los olvidados artesanos que dejaron señas de su identidad en las paredes de un símbolo de la ciudad que ellos fundaron.

1 comentario:

nestor dijo...

Honrrado de poder leer su nota de mi antepasada Andrea de Morales de la cual desciendo por su matrimonio con juan mateo

Mi correo ordecabonur@hotmail.com Nestor