—Abelardo,
¿nos prepara unos sándwiches rápidos y ricos, que celebramos la
venida de unos amigos recién llegados de Israel?
—fue el pedido de un cliente muy conocido del Bar Sirocco, una
nochecita de enero de 1951.
—Me
gustaría ponerle jamón crudo, pero no tengo ahora. Si está apurado
le hago algo con un lomito de Canadá, ¡muy bueno!
—fue la respuesta del gallego Abelardo González, ayudante de
cocina del comercio que por décadas estuvo abierto en 8 de Octubre y
Manuel Albo.
Sobre la base del capítulo III del libro Chivito, rey de los sándwiches de carne (Alejandro Sequeira y AOR, Ediciones de la Plaza, Montevideo, 2014)
—El
diestro pontevedrés, nacido en 1931, en un caserío de Covelo, no
había cumplido veinte años cuando realizó por primera vez aquel
sándwich
de carne que los
clientes al otro día elogiaron por su sabor original, y que sus
compañeros comenzaron a llamar “canadiense”. La receta era muy
simple: pan catalán enmantecado, levemente tostado, jamón cocido
doblado en cuatro para envolver una feta de queso derretible, un
churrasco de lomo, el
cerdo canadiense
que por entonces era una novedad, tomate, lechuga y mayonesa.
“No
sé si fui el primero, no quisiera vestirme con gloria que no me
corresponde, quizá alguien pueda decir que lo hizo antes”,
afirma Abelardo González, a sus 83 años, con natural humildad.
Aunque él no lo diga, quedan testigos de sus innovaciones, entre
tantos, Ceferino Rodríguez, quien pocos años después fue su socio
en el legendario Chivito de Oro. “Abelardo
hoy sería un chef de fama internacional, tenía un talento increíble
para conseguir sabores simples que le encantaban al público”,
anotaba con admiración.
El
lomito importado era exótico y muy caro, nunca fue usual en los
chivitos que se preparaban a mitad del siglo pasado, pero aquella
anécdota se transformó en un símbolo gastronómico, en una seña
de identidad que aún comparten los uruguayos, dentro y fuera de
fronteras. “Luego se le puso tocino o panceta, los mozos siempre le llamaron
canadiense, y así quedó”,
evoca el inmigrante gallego, que regresó a su patria en 2000, luego
de cinco décadas de trabajo en memorables restaurantes de
Montevideo. Sus antiguos compañeros, sus clientes y sus colegas le
atribuyen recetas y recursos que todavía forman parte de la carta
gastronómica nacional.
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La antigua esquina del Bar Sirocco, en 8 de Octubre y Albo. |
Aunque
el relato de González está avalado por testimonios confiables y
desinteresados, el origen del chivito canadiense sigue siendo un
misterio para la mayoría. “Alguna
vez me dijeron que fue por un canadiense que iba a comer a un bar de
21 de Setiembre”,
cuenta Amarildo Tejera, cocinero de Lo de Pepe, ex La Vitamínica,
con casi treinta años de experiencia en la plancha. Otra hipótesis
es aportada por la profesora Nancy Rosado, inspectora de Gastronomía
en el Consejo de Educación Técnico Profesional. “Tengo
entendido que en una de las tantas vedas de carne, a alguien se le
ocurrió sustituir el lomo vacuno por lomito canadiense, y en ese
momento surgió el nombre.” La
visión más escéptica de la historia, es la de Roberto Mallón,
socio del Bar Arocena.
"¿Canadiense?
Vaya a saber uno por qué se le llama así, lo único seguro es que
en Canadá no los hacen.”
Ceferino
Rodríguez siempre insistió con la autoría de su ex socio gallego, con quien
mantuvo una fraterna relación de amistad. “Abelardo
trabajó primero en el Sirocco, se fue a La Pasiva de Plaza
Independencia, donde estuvo poco más de un año, y en 1965 se vino
con nosotros para inaugurar el Chivito de Oro, donde su calidad hizo
historia, a tal punto que al poco tiempo pasó de empleado a socio.”
Marcos
Peralta, referente en la elaboración del plato, líder de su
expansión comercial y cultural, que trabajó en el Chivito de Oro,
reconoce que González era un cocinero “fenomenal
y muy creativo”.
“Entre sus
conocidos siempre se dijo que hizo el primer canadiense, es muy
probable, pero ¡qué encanto tiene ese secreto original! Que seamos
tantos en el negocio, con tantos años, pero que nadie se atribuya el
invento con certeza.”
Librito
—Es
un ejemplo del ingenio de Abelardo González para solucionar un
problema práctico: el derretido de la muzzarella. “Si pones el queso
directo sobre la plancha se pega, pero si lo envuelves en el jamón,
ambos quedan a punto al mismo tiempo que la carne y la panceta. No es
nada del otro mundo, tampoco creo que haya sido el primero, ¡pero que
funciona, funciona!”, explica el comerciante radicado en Vigo, donde
vive con su esposa y compañera de emprendimientos comerciales, Mary
Lilián Martínez.
Atlántico, Luque y al plato
—“Si alguien no reclama una autoría anterior, puedo decir que creé cuatro chivitos: canadiense, atlántico, luque y al plato. El Atlántico llevaba jamón, muzzarella, panceta y aceitunas. El luque: muzzarella, jamón, panceta y palmitos, ¡le encantaba a clientes judíos! Al plato era el más completo, porque iba lo de los anteriores, más ensalada rusa y papas fritas.”
Abelardo González
Cebolla
vitamínica
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Comiendo chivitos con el dibujante Tata Alcuri. |
—En
1948, dos años después que Antonio Carbonaro sirvió el primer
chivito en El Mejillón de Punta del Este, se inauguraba un símbolo
montevideano del plato: La Vitamínica. Al principio no era un
restaurante, sino una casa de jugos en la esquina del bulevar España
y Benito Blanco, propiedad de tres socios: Raúl Vernengo, Osvaldo
Campos y Rodolfo Gonella. No les iba mal, pero pronto vieron el
potencial de servir sándwiches que le provocaban más sed a los
degustadores de sumos. “Se
llamó La Vitamínica para vincularlo con lo saludable de las frutas
naturales, pero en 1949 ya se hacían refuerzos de carne, jamón y
queso y ese mismo año le agregaron cebolla, sin dudas, el primer
gran cambio del chivito, en el primer sitio de Montevideo donde se lo
sirvió”, subraya
Rodolfo Segond, mozo del restaurante por más de un cuarto de siglo.
A
principios de la década de 1950 era el punto de encuentro de las
familias de Punta Carretas, Pocitos, Buceo, Malvín, pero también
convocaba a comensales de toda la ciudad y a los turistas argentinos
que veraneaban en la costa montevideana. Cuando el restaurante quedó
en manos de Osvaldo Campos y Rodolfo Gonella, su popularidad era tal
que debieron mudarse a la esquina de Benito Blanco y la avenida
Brasil, donde permaneció hasta el 31 de diciembre de 1996.
Amarildo Tejera, artresano del fuego
—El
cierre de la antigua Vitamínica fue una noticia infausta que sufrió el barrio
Pocitos y todo Montevideo, pero más aún, decenas de trabajadores
que quedaron desocupados. El cocinero Amarildo Tejera, elaborador de
chivitos desde hace más de tres décadas, evoca aquel episodio. “Fue
uno de los días más tristes de mi vida, sentimos que se nos venía
el mundo abajo y hubo que salir a pelearla a la calle, otra vez.”
Amarildo
y sus compañeros trataron de crear un negocio por su cuenta, pero,
para ellos no era fácil organizar el emprendimiento. “Hubo
varias posibilidades, hasta que nos pusimos en contacto con un
muchacho joven, dueño de una pizzería, a quien le dimos la idea de
abrir una chivetería que continuara a La Vitamínica”,
cuenta Amarildo.
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Amarildo Tejera en Lo de Pepe. |
El
18 de abril de 1997 abrió Lo de Pepe, en su misma ubicación actual
de la calle Roque Graseras. “Pepe”
en realidad se llama Eduardo Mendelsohn, por años activo comerciante
con tienda y zapatería en su Durazno natal, que se mudó a
Montevideo para acompañar a sus hijos Andrés y Jorge. “Con
Andrés hablaron los ex empleados de La Vitamínica, y lo
convencieron. El nombre viene porque mis nietos cuando eran chiquitos
me llamaban Abuelo
Pepe”,
asegura el empresario que lidera una firma familiar.
Con
la experiencia de Amarildo Tejera y William González, notables
artesanos que compartieron décadas de cocina, desde entonces Lo de
Pepe es un sitio de referencia en la preparación del sándwich de
carne. “Puedo
decir que soy uno de los uruguayos que hizo más chivitos, y por lo
tanto me siento con derecho a opinar es un oficio artesanal, en el
que tenemos una gran ventaja sobre otros: es casi imposible que se
industrialice”,
anota Tejera.
“
Hacer
chivitos forma parte un trabajo que se aprende y que se quiere como
una vocación. Tiene mucho de oficio y mucho de arte, porque es
necesario manejar los tiempos de los ingredientes para que lo que
hacemos salga bien. ¡Nunca podemos fallar!”,
afirma González. Ambos están de acuerdo en que hay una parte grande
de ellos que disfruta manejando la plancha. “Yo
estoy enamorado de mi trabajo, amo hacer chivitos”,
concluye Amarildo, mientras prepara un “canadiense” en menos de
90 segundos.
La
rapidez merece una explicación muy práctica. “Los
clientes de hoy no tienen tiempo o no desean tener tiempo para
esperar, siempre lo piden para dentro de tres minutos, sea en el
salón o por el delivery. Hay menos paciencia que antes y, por lo
tanto es necesario responder a esta tendencia, pero, como le decimos
a los repartidores: la velocidad tiene que estar en la plancha, no en
la moto”, explica
Pepe
Mendelsohn.
Ganar, perder
—“En
1984 llegué de San Jacinto con mi bolsita, para trabajar en el
Chivito de Oro. Desde entonces, el plato ha cambiado. Antes era
solamente el pan catalán, el bifecito de carne, jamón, muzzarella,
panceta, cebolla, lechuga, tomate. Eran todos bastante parecidos, se
buscaba que el sabor de la carne fuera intenso, que predominara. Con
el paso de los años se le fueron agregando cosas: mayonesa,
aceitunas, huevo duro y frito, pickles, catalanes, hongos, papas
fritas, ensalada rusa. Tanto en sándwich como al plato, el chivito
fue mejorando a la vista, se hizo más grande, pero perdió su sabor
original. Es lo que tiene la evolución, se ganan cosas y se pierden
cosas.”
Amarildo Tejera
“V”, letra, marca,
estilo
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Los socios de La Nueva Vitamínica. |
—Ernesto
Segond, Miguel Morales y Juan Paciel también eran empleados de La
Vitamínica cuando cerró el inolvidable restaurante de Benito
Blanco. Segond había ingresado en 1971, como mozo, una tarea que
como él dice: “exige paciencia,
estrategia e inteligencia para entender y entenderse con los
clientes”. Morales es un cocinero de
prestigio consolidado en el ambiente, maestro en el manejo de la
plancha.
Paciel
es uno de los tres socios de una versión actualizada de La
Vitamínica, ahora en Benito Lamas casi Ellauri. “Recuperamos
una marca histórica que la gente no olvida. Aquel era un negocio muy
de su época, estaba lleno de humos y olores, pero nadie se quejaba,
¡hoy con olor nadie te entra! Se hacía la mayonesa casera, pero hoy
es imposible, porque los controles son más exigentes. Recuperamos un
estilo de hacer chivitos, pero, aclaremos, le sacamos el humo y el
olor”, compara Segond, entre
sonrisas.
Paciel
siente satisfacción por haber sido un trabajador adolescente de “la
primera chivetería de Montevideo”,
que se transforma en orgullo cuando narra su experiencia personal.
“La Vitamínica es más que mi medio
de vida, es mi vida misma. Cuando lavaba pisos de madrugada nunca
imaginé que iba a ser socio de una empresa. Deseaba progresar, pero
la realidad fue más allá de mis sueños.”
15
—Fue
la cantidad de chivitos que una noche de verano de 1981
se comió un solo cliente, en menos de una hora. En una pared de La
Vitamínica de Benito Blanco durante años estuvo expuesta su foto, como testimonio de un record.
“Debe ser un récord nacional, pero
aclaremos que eran los chivitos de carne y cebolla, mucho más chicos
que los actuales; ahora se los infla con mucha verdura, llenan más
y se pierde el sabor de la carne”,
aclara Segond.
Más
allá de los sueños
—Juan
Paciel suele contar una historia de crecimiento personal “Comencé
a los 14 años, limpiando pisos cuando cerraba la vieja Vitamínica,
de cinco a ocho de la mañana, luego lavaba copas y a los 17 pasé
detrás del mostrador”, recuerda.
“Hice mi primerio chivito antes de los
18, aprendiendo con Miguel (Morales)
y con Amarildo (Tejera),
dos maestros increíbles.”
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Chivito al plato de La Pasiva. |
La
Pasiva más activa
—El
tradicional restaurante fue fundado en 1963 por Pedro Kechichián,
que se instaló en el rincón más cercano al Palacio Salvo, a pocos
metros donde alguna vez estuvo La Giralda, el bar que estrenó La
Cumparsita; allí
permaneció hasta hace muy pocos años, en un local que aún
permanece cerrado. El boliche de pisos de pinotea, adornado con
escudos medievales, presumiblemente por consejo de un diseñador
argentino, fue amoblado con unas mesas y sillas Thonet en el
interior, y con hierro y mimbre en el exterior.
Con
la llegada del gallego Abelardo González, el bar de “franfruters”
(así se les llamaba por entonces a los “panchos” de clara
influencia porteña), se transformó en un emblema del “chivito
canadiense” y de su primo hermano “al plato”
elevados allí a la altura de una celebridad gastronómica.
En
1968 fue inaugurada la segunda sucursal, en 18 de Julio y Ejido,
durante décadas la más conocida y más visitada, tanto por
montevideanos, como por turistas nacionales y extranjeros. Desde allí
Kechichián expandió su negocio a través de franquicias de la marca
que fue vendiendo a un promedio de 100.000 dólares cada una, e
instaló el concepto de comida al paso “a la uruguaya” y que sus
continuadores defienden frente al “fast food” estadounidense que
se apoderó de su local más emblemático. La Pasiva más céntrica
reabrió en 2014, en la esquina de 18 de Julio y Yí, donde estuvo
otro emblema de los sándwiches nacionales de carne.
Mario
Barranqué, el acróbata de 18' y Ejido
—Durante 41 años su habilidad para llevar
los pedidos y su memoria infalible al servir una mesa recibieron
miles de aplausos. “Éramos capaces de
llevar siete medios o siete lisos de cerveza en las manos y varios
platos sujetados con los brazos. Lo hacíamos por falta de tiempo,
pero también para que los clientes nos vieran”,
evoca el legendario mozo que trabajó hasta el 12 de abril de 2012,
último día que estuvo abierto el restaurante.
—A
fines de febrero de 1971, cuando trabajaba en una empresa de
información comercial que le daba servicios al Clearing, se me
rompió la moto con la que hacía el transporte de documentación y
los mandados. Como quedaba parado mientras se arreglaba, acepté una
suplencia en La Pasiva. Ingresé el 3 de marzo, por una semana, ¡y
me quedé 41 años! Aunque no existe la vocación de mozo, uno se va
enamorando del oficio, a medida que lo conoce, que se encariña con
los compañeros y los clientes, y que se pone la camiseta del
restaurante donde trabaja.
|
Mario Barranqué. |
—
No
era mi primera experiencia, porque antes había sido mozo en el Bar
Facal y en La Favorita, que quedaba al lado del cambio de Ejido; la
primera en Montevideo que ofreció pizzas con gustos. Luego tuve el
honor de inaugurar La Pasiva de 18’ y Gaboto, que cerró; la
segunda de Plaza Independencia, cuando pasó de la cuadra del Cambio
Messina a la otra punta del Palacio Salvo, y la del Entrevero que es
la única que sigue. Capaz que para el que no está en el oficio
parece poca cosa, pero para un mozo lo mejor que le puede pasar es
participar en la inauguración de un boliche.
—En
aquel tiempo sólo se vendían chivitos canadienses al pan,
frankfurters, ¡que todavía no eran panchos! y sándwiches calientes
con gusto, nada más. ¡Y se llenaba igual! No había cafetería, ni
chivito al plato, ni costillas, ni pizzas, a veces se hacía una
milanesa en dos panes; recién en 1988 arrancó la pasta y otras
minutas de cocina.
—El
último día de La Pasiva de Ejido fue emocionante, pero muy triste.
Los más jóvenes se fueron llorando, nosotros en silencio y con
bronca. Nos saludaron todos los clientes, y unos cuántos se quedaron
hasta que se cerraron las puertas. Me cansé de firmar listas de
precios que se llevaban de recuerdo. Todavía no lo puedo creer.
Recibimos la solidaridad de mucha gente, no solo compatriotas, sino
también argentinos, brasileños, chilenos, que sintieron el cierre
como un dolor propio.
—Era
un punto de encuentro. ¿Cuántos se citaban en la puerta?; no
solamente uruguayos, también los turistas. Hace un tiempo recibí
una postal de un cliente sueco, fechada en Estocolmo. ¡Ese gesto no
tiene precio! Lo que queda, más allá del dolor, es el cariño y el
respeto.
Canadiense, completo, liso
—A
los turistas les encantaba nuestra forma de hacer los pedidos: “dame
dos” (panchos), “sacame un caliente’ (sándwich), “un
completo” o “un canadiense” (chivitos de la casa), “dos y un
medio” (dos panchos y un chopp) o “dos y un liso” (vaso de 300
centímetros cúbicos). Son frases que fuimos creando un poco en
broma, pero, también, porque con tanto trabajo había que acortar
hasta las palabras. Lo del “liso” tiene una historia. Una tarde,
cuando todavía era nuevo, un cliente se acercó al mostrador y dijo
“dame un lisito de esos”, mientras mostraba un vaso. ¡Quedó
para siempre!
—Un
mozo de La Pasiva necesita tres virtudes: buena memoria, equilibrio
para llevar varios pedidos a la vez, y compañeros atentos detrás
del mostrador.
Miguel Méndez, el mago de la plancha
—En
su Minas de Corrales natal, 6ª Sección del departamento de Rivera,
era peón rural con infrecuente habilidad para la herrería y la
yerra del ganado, tareas que cumplía de sol a sol, sin quejarse,
aunque en las pocas horas de descanso soñaba con aprender un
oficio, formar familia y construir su casa.
Miguel
Ángel Méndez tiene 59 años, más de la mitad en la plancha de dos
restaurantes: el Alcalá de General Flores y Yatay, y La Pasiva, en
la que es un referente de la cocina que divide sus horas de trabajo
entre varias sucursales, solicitado por su habilidad. “Llegué
a Montevideo en 1984 y me metí en la gastronomía por necesidad, con
la ilusión de adquiri un buen oficio, que me permitiera avanzar. La
vida se portó bien conmigo, haciendo chivitos pude educar a mi hijo
y compré mi vivienda propia.”
Sus
primeros chivitos del Alcalá eran muy simples: el común, de carne,
tomate, lechuga y huevo y el especial, parecido a un canadiense al
pan. En La Pasiva la tarea adquirió complejidad y fue más exigente,
tanto en el tiempo, como en el armado de los sándwiches o en sus
versiones al plato. “Un buen
canadiense depende del armazón, de que su estructura se mantenga aún
después de que el cliente lo fue comiendo. Las cosas bien puestas,
armoniosas dentro del pan o en el plato, ¡que se note la montaña,
que le gusta a la gente! También de cómo se cocina el lomo en la
plancha y del tratamiento de los ingredientes que compiten con la
carne: la panceta y el huevo. La panceta debe estar bien crocante
para que después se sienta el gusto de la carne.”
Miguel
Méndez, como en Minas de Corrales, sigue trabajando de sol a sol.
Sale a las seis de la mañana de su casa y regresa a las diez de la
noche. También mantiene su notable habilidad para el manejo del
fuego, antes en la yerra, ahora en la plancha. No en vano, sus
compañeros le llaman El Mago.
La Pasiva
—Es un nombre muy uruguayo que refiere al costado sur de la recova de la Plaza Independencia, entre las actuales calles Liniers y Ciudadela, donde se reunía el Batallón de Los Pasivos, veteranos de la Guerra Grande. El cuerpo se fundó en la planta baja de la casa del comerciante Elías Gil, obra del arquitecto italiano Carlos Zucchi, que desde entonces fue La Pasiva, y que con el tiempo extendió su denominación a todo el perímetro cubierto alrededor de la plaza. A principios del siglo pasado, en ese mismo espacio funcionó el Británico, famoso bar de los ajedrecistas, donde disputó partidas el campeón mundial cubano José Raúl Capablanca. Fue demolido para construir el Palacio de Justicia, ahora transformado en la Torre Ejecutiva.
—Entusiasmados
por la explosión comercial del sándwich de carne, en 1965 los
socios Ceferino Rodríguez y Modesto Domínguez aceptaron un desafío
inconcebible: abrir un restaurante frente al Bar Facal, el que más
facturaba en la Montevideo de las “vacas gordas”. Contrataron al
más talentoso cocinero del momento, Abelardo González, que aceptó
encantado porque deseaba salir de La Pasiva. “La
gente se reía de nosotros. Recuerdo que muchos decían, estos
gallegos se van a fundir, pero estábamos seguros que se iba a
trabajar muy bien con los clientes que le sobraban al Facal, ¡y así
fue!”, evoca
Rodríguez.
Crearon
un negocio a la medida de la creatividad del gallego González, con
un producto emblema: el chivito. “Nos
especializamos a tal punto que teníamos todas las variedades
imaginables. Fue un éxito, tanto, que al tiempo el Facal trabajaba
con los clientes que nos sobraban a nosotros”,
explica el empresario retirado, ex dirigente gremial y deportivo.
Rodríguez
suele recordar que hasta avanzada la década de 2000, los turistas
argentinos tenían dos referentes gastronómicos en Montevideo: La
Pasiva de 18’ y Ejido, y el Chivito de Oro. “Ninguno
de las dos existe, eso quiere decir que algo cambió en nuestra
sociedad, no sé si para bien o para mal, pero algo cambió.”
Chivito
de Oro se denominaba el sándwich más popular del restaurante:
mayonesa en el pan caliente, lomo, tomate, lechuga, huevo duro,
panceta y el “librito”
de Abelardo, muzzarella envuelta en jamón doblado en cuatro que se
cocinaba a la plancha. “Era
exquisito, delicado, un manjar maravilloso. Si el cliente pedía otra
cosa, se le ponía, pero también se le advertía que aquella era
nuestra mejor receta”,
recordaba CeferinoRodríguez.
Ceferino
—Nacido
en 1930, en Grandas de Salime, occidente de Asturias, no había
cumplido veinte años cuando arribó al aeropuerto de Carrasco, en un
vuelo de KLM. —Compré el boleto con las últimas pesetas que
tenía, así que mis primeros tiempos aquí fueron a suerte y verdad
—recuerda el empresario gastronómico de memorable actividad hasta
su retiro en 1999.
Vino
a trabajar como mozo en el bar del gallego Miguel Outerelo, esposo de
su tía Modesta Argul, pero pronto pasó al famoso bar El Triunfo, de
Cerrito y Colón, ubicado en la que fue casa natal de José Artigas.
Desde allí emprendió una carrera comercial que le permitió fundar
boliches
emblemáticos de Montevideo: Los Ideales en 1963, El Chivito de Oro
en 1965, The Manchester en 1968, La Fiaca en 1973, Las Brasas en
1975. También fue socio en
la fábrica de pastas Los dos leones, en
una automotora, una estación de servicio en Punta del Este y fundó
una empresa de equipamiento gastronómico.
—Siempre
seguí un consejo de mi padre, que decía: si pones un negocio en
sociedad, prueba tus capacidad de trabajo, pero más la de estrategia
y convivencia —evoca el inmigrante que fue presidente del Centro de
Almaceneros Minoristas Baristas y Afines (CAMBADU), del Club Español
y del Club Nacional de Football en dos oportunidades.
—
Sólo
en una sociedad de amplia base democrática un pobre mozo asturiano
puede llegar a sitios de tanto prestigio y responsabilidad —admite
Ceferino Rodríguez, quien, si tenemos en cuenta que el fútbol
uruguayo es insólitamente bipolar, entre 1992 y 1998 fue presidente
de “medio país”. Falleció en noviembre de 2015,
luego de más de medio siglo de trayectoria comercial, institucional y deportiva en su país adoptivo.
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Manuel Bello, Lucila González, hijo y nietos. |
Tinkal,
a la chilena
—El
emblemático bar de Frugoni y la Rambla, fue abierto el 10 de enero
de 1970, por los gallegos Manuel Bello y Lucila González, ambos
venidos de Celanova, Orense, que se conocieron y se casaron en
Montevideo. La pareja había adquirido un almacén casi fundido en
sociedad con su paisano y colega Luis Andrade. “Nuestro
socio le puso Tinkal porque le gustaban los nombres con ‘T’,
también por él preparé mi primer chivito en marzo de 1973, cuando
me dijo: ‘Manolo
tienes que hacer algo distinto a los otros, que llame a la gente’.
Al otro día, cuando llegué al boliche, había un cartel enorme,
pintado, sobre el mostrador: Chivito a la chilena.”
Aquel
primer sándwich que Bello realizó obligado por Andrade era igual al
último que elaboró antes de retirarse, en 2010: pan catalán
abierto, caliente con muzzarella en una parte, lomo, jamón, lechuga,
tomate y mayonesa en la otra mitad del pan. “Nada
más, así es un chivito del Tinkal”, asegura
Lucila González, por años, encargada de la cocina, menos de la
plancha en la que mandaba Manuel.
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Chivito de Tinkal. |
Bello
compartió la receta con sus nietos, Cecilia
y Diego Pérez Bello, emprendedores jóvenes, que continúan su obra
gastronómica. “Mantenemos
y cuidamos su creatividad.
Hay algunos secretos que nunca vamos a revelar, nada complicados,
porque su buen gusto está en la simpleza”, explica
Diego. Su
hermana y socia también invirtió para mantener el negocio en el
ámbito familiar. “Cuando
surgió la idea de comprarle
el bar a los abuelos, no lo dudé. Esta es una empresa, en la que se
trasmiten valores de generación en generación. Hacer y servir
chivitos, para nosotros es un gesto cultural. Lo mejor es que así
también lo entienden los clientes”, recuerda Cecilia.
De Canadá a Frugoni
—Manuel Bello también creó un chivito canadiense distinto, más suave: pan catalán, lomo, muzzarella, jamón, lechuga y tomate. “Lo hicimos bien liviano desde el principio, pensando en clientes que deben cuidar su salud”, explica el emprendedor. La receta es continuada por sus nietos, alineados con un concepto muy actual: nutrición saludable. “También en eso fue un adelantado, cuando todos los canadienses acumulaban montañas de ingredientes y gustos, hizo un chivito sencillo, de bajas calorías”, concluye Diego Pérez Bello.
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Roberto Mallón. |
Arocena,
un sabor religioso
—El
1 de agosto de 1974 los gallegos Roberto Mallón y Jesús Boquete
Moya compraron un pequeño boliche de Carrasco, cuando era un rincón
de muchas copas y pocas minutas. “No
hay oficio que no se aprenda. Cuando nos instalamos con mi socio, no
sabía hacer chivitos, me enseñó un planchero, Marcos Medina, que
trabajaba con los dueños anteriores”,
evoca Mallón, coruñés de Carballo, desde su lugar en el mundo: el
mostrador.
Desde
aquel primero, hasta el que preparó hoy, siempre utiliza los mismos
ingredientes: jamón, muzzarella, morrón, panceta, lechuga, tomate,
mayonesa, huevo duro, con un pan tortuga. “Si
nos piden lo hacemos al plato, con papa fritas, arvejas, rusa, pero
sólo chivitos de lomo, de ninguna otra carne, ni de vaca, ni de
pollo, ni de cerdo, ni de pescado. Si no es con lomo, no lo hago, no
me interesa”,
exhorta.
El
Arocena es el bar más antiguo del barrio, abierto en 1923, dos años
después que el Hotel Casino Carrasco. “Hice
de todo en la vida, fui seminarista, estudiante de cura y monaguillo
en la Catedral de Santiago de Compostela, pero lo que más me gusta
es cocinar y servir lo que hago. Nuestros chivitos tienen ese gusto
distinto, porque los hacemos con las manos y el alma. En 40 años
siempre hice la misma receta, nunca la cambié, ni la voy a cambiar
tampoco.”
Para
los jóvenes el Arocena es una costumbre de fin de semana a la noche,
pasan antes del baile, comen un chivito, y vuelven al amanecer, para
comerse otro cuando se van a dormir. “Aquí
adentro somos todos iguales, el más rico y el más pobre, el
estanciero y el cuidacoches. A nadie se le niega la entrada, y sólo
se lo echa si se porta mal, algo que pasó muy pocas veces. Somos una
familia y yo soy el padre de todos, los cuido y pongo las reglas para
que todos pasemos bien”,
cuenta Mallón.
Al vuelo
—“Nos sorprende la gente que viene al Arocena, viajeros de los países más cercano y más lejanos. Salimos en revistas de turismo de Argentina, Brasil, Chile, España, Estados Unidos. Hace poco vino una pareja de argentinos que leyó un artículo del bar en la revista del avión. Se bajaron en Carrasco, pasaron a comer un chivito y siguieron vuelo.”
—“Los famosos argentinos pasan a cada rato. Tinelli, si anda cerca, seguro que viene, porque una vez le dijeron que aquí se hacen los mejores chivitos del Uruguay, y por lo visto no lo defraudamos, porque vuelve.”
Roberto Mallón
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Fred Delay, Elsa Vázquez y su hija Jacqueline. |
Francesitos, s'il vous plait!
Hasta
1980, los esposos Fred Delay y Elsa Vázquez no se dedicaron a la
gastronomía, aunque eran degustadores refinados, muy cercanos a la
cultura francesa. Aquel año su hijo mayor, Gerard, perdió su
trabajo de
ejecutivo en los desaparecidos periódicos La
Mañana y El
Diario, y la vida
familiar cambió por primera vez. Fred tenía una casa de reparación
de artículos electrónicos, Radio Belga (por
su padre nacido en Bruselas),
y Elsa era una reconocida anticuaria en su comercio Ultra Viejo,
ambos ubicados uno al lado del otro, en la esquina de Constituyente y
Martínez Trueba, donde ahora hay un estacionamiento.
“Para
ayudar al hijo compramos un carrito en un remate de Gomensoro,
pequeño, de no más de tres metros de largo, donde apenas entraban
dos personas. Lo colocamos en el jardín de nuestra casa, mirando a
la calle, y abrimos un negocio de venta de chivitos y chorizos al
vino blanco, pensando en algo eventual, casi como un hobbie”,
recuerda Delay, fundador de la Cervecería Los Francesitos, en la
primera cuadra de la avenida San Marino, a metros de la rambla
República de México, casi donde finaliza la playa Verde y comienza
Carrasco.
Muy
al principio se comía de pie, pronto crearon
un espacio de mesas y sillas dentro del jardín, pero la convocatoria
del carrito fue tan masiva, que en 1982, dos años después de
inaugurado, los Delay debieron reformar la planta baja de su casa
para transformarla en un restaurante. “Desde
un principio apoyamos a Gerard, siempre estuvimos juntos, nuestra
madre, nuestro padre, los abuelos, nuestra tía Mabel, conocida como
Semillita,
y yo me sumé cuando iba a cumplir 18 años”,
evoca Jacqueline, actual responsable del emprendimiento.
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Un francesito, ¡pronto! |
Fred
recuerda que el primer chivito fue evolucionando con los mismos
ingredientes. “Debimos
aprender a realizarlos en dos años, porque la gastronomía no era lo
nuestro. No utilizamos muzzarella, sino un queso fundente francés,
tipo dambo, que mantiene su sabor y textura luego de que se enfría.
Nuestros fiambres tienen un tratamiento especial y al igual que la
lechuga y el tomate son rebanados con delicadeza. Nuestro pan es un
poco más pequeño que otros, pero nos aseguramos que sea levemente
crocante por fuera y muy tierno por dentro.”
A pesar de que se
autodefine como cervecería, a diferencia que en otros restaurantes,
la bebida más solicitada en Los Francesitos es el vino: rosado,
tannat y menos el blanco. Tampoco el
tamaño es un problema para la familia Delay. “Nuestros
clientes vienen a saborear y disfrutar calidad, algunos dicen que
hacemos chivitos gourmet, nosotros preferimos el perfil bajo, pero
nos gusta el elogio”,
afirma Jacqueline. Tampoco el tiempo de elaboración. “Nos
tomamos nuestros cinco s seis minutos. Nadie viene apurado, porque
así los acostumbramos. El chivito es una comida rápida, pero dentro
de un margen lógico, lo transformamos en una experiencia serena.”
—¿Qué
es caro y qué es barato? —pregunta
la empresaria franco—uruguaya.
—Caro
es lo que se paga poco y no se puede comer, lo que no se disfruta.
Caro es que le sirvan un plato del que deja la mitad, porque está
pagando el doble —se
responde a sí misma.
El
Francesito es el plato más emblemático de la cervecería de Punta Gorda contiene:
queso dambo fundido al horno sobre las dos partes de un pan tortuga,
panceta, bife de lomo, jamón tomate, morrón, lechuga, y la mayonesa
va antes de cerrarlo. “También
podemos ponerle aceitunas, salsa golf o lo que pida el cliente, pero
nada exagerado, porque nunca se debe tapar el gusto original”,
explica Elsa Vázquez en la cocina del restaurante.
La
receta del chivito canadiense
fue traída desde Toronto
por un hermano de Fred Delay. Crema de choclo en ambas partes del
pan, lomito de cerdo, el bife, huevo duro, morrón y mayonesa. “Es
un sabor agridulce que tratamos de preparar
como una delicatesse.”
Por
lo menos una vez a la semana, a eso de las ocho de la noche, pasa por
el restaurante un cliente muy especial: Diego, con sus dos hijos
pequeños. “Es una
historia preciosa: sus padres lo traían al carrito porque se negaba
a comer carne en la casa, no tendría más de seis años. Yo era
jovencita, y para que probara el churrasquito, se lo cortaba con
cuchillo y le hacia el avioncito con un tenedor ¡y lo comía todo!
Ahora viene con sus niños que tienen casi la misma edad que él
cuando jugábamos”,
recuerda Jacqueline Delay.
—No
me acuerdo lo del avioncito, Jaque
tiene más memoria que yo, pero sí puedo decir que Los Francesitos
es lo más parecido a mi casa
—cuenta Diego, mientras le corta un chivito a sus hijos.
Tuniroq,
al plato, común
—“Hacemos
una variedad creada por nuestra abuela francesa: mouse de atún y
roquefort, queso dambo, morrón, y esencias secretas de la casa. ¡El
Tuniroq es otra delicatesse! También ofrecemos una variedad parecida
al chivito al plato: 120 gramos de lomo relleno con una feta de jamón
y queso dambo, envueltos en panceta, se cocina a fuego muy lento y se
sirve con papas fritas, noisette y ensalada mixta. El que llamamos
común necesita un tratamiento del pan que se tuesta con esencias hasta que queda de color miel, el lomo, tomate, lechuga y mayonesa
antes de cerrarlo. Es exquisito, porque se siente el sabor de la
carne como en ningún otro.”
Jacqueline Delay
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Luuis Brum, majestad del chivito. |
El Rey
—Luis
Brum nació en Rivera, en 1945,
pero hace 46 años que trabaja en Punta Gorda, en una tarea que todo
el barrio aprecia y requiere: los chivitos al gusto. Su pequeño
restaurante, con una capacidad que no supera los quince plazas en dos
barras, que se multiplica en primavera y verano con mesas en la
vereda, es un punto que todos los vecinos conocen, en General Paz
casi Caramurú, al lado del antiguo Cine Punta Gorda. “Comencé
aquí mismo, en 1966, cuando era el Bar Robert, famoso en la zona.
Como su propietario Robert Saracco, era dueño de la fábrica de
alfajores Península, no podía atender el boliche y me ofreció una
mitad de la sociedad, y la otra mitad a su cuñado, Ignacio Cejas. Le
entregué una moto Vespa de 1962, y le fui pagando mensualidades sin
recibir papeles. Cuando llegó la última cuota le avisé y Robert
me respondió: ¿dónde hay que firmar? Así se hacían los negocios
antes, de palabra, porque la palabra valía más que un papel”,
recuerda Brum.
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Martín Brum, heredero del rey. |
La
sociedad con Cejas duró hasta 1986, cuando adquirió la totalidad
del bar que pasó a llamarse El Rey del Chivito. “El
primero que hice era bien sencillo: pan catalán, lomo, muzzarela,
jamón, tomate, lechuga y mayonesa. Cuando la exigencia de los
clientes fue
complicando el trabajo, opté por ofrecer un sándwich básico y una
carta de gustos y mayonesas que se suman a la fórmula primaria:
panceta, huevo, cebolla, picantes, ajo y perejil, salsa golf,
palmitos, aceitunas, ciboulette, salsa tártara común, light y
kétchup.” De
esta forma, el cliente elige con qué elabora su chivito.
El
modelo de negocio es
muy exitoso, e incluye a su esposa, Martha, y a su hijo Martín,
quien alguna vez soñó con ser futbolista de la primera división de
Danubio y que ahora elabora cada sándwich con la misma habilidad, en
menos de un minuto y medio. “Vengo
desde niño y hace diez años que trabajo con mis padres. Con ellos
aprendí que el secreto de un buen chivito es ponerle ganas. No es
cuestión de llenarlo de ingredientes y condimentos, sino de sentir
el sabor de la carne y la panceta”,
asegura Martín Brum, que ahora tiene como objetivo el crecimiento de
la empresa familiar.
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Marcelo y Marcos Peralta. |
Un uruguayo, un
chivito
—Cuando
Marcos Peralta comenzó a sacar cuentas de cuántos había preparado
en su vida, paró en tres millones, pero sabe con toda certeza, que
son muchos más. “Un
amigo siempre me dice que tendría que estar en el Libro
Guiness, como la
persona que hizo más sándwiches en el mundo, me causó gracia, pero
también me dejó pensando.”
Los
promedios de venta del memorable Carrito de Coimbra, cuando era
empleado de su primer propietario, Nelson Rodríguez, todavía
sorprenden. El 15 de noviembre de 1987, cuando la Armada Nacional
conmemoró sus 170 años, en la Plaza Virgilio de Punta Gorda, él
sólo realizó 1.100 chivitos. “Lo
recuerdo y me da escalofríos, cómo podía trabajar tanto, sin
parar, y sin perder la alegría”,
evoca quien es reconocido por su liderazgo empresarial y su capacidad
de emprender en un negocio que ha crecido, entre otros motivos, por
su decisiva influencia.
Marcos
Peralta nació en Durazno, en 1955,
en su ciudad se dedicó a la esquila, hasta que bajó a Montevideo
para estudiar clasificación en el Secretariado Uruguayo de la Lana.
Le gustaba la tarea, pero unos amigos que trabajaban en el Chivito
de Oro le consiguieron un puesto de pelador de papas. “Tenía
veinte años. Por día pelaba dos bolsa de 50 kilos, marcaba el
bastón y la noisette. Entraba a las seis de la mañana, y cuando
terminaba me mandaban a pelar huesos de entrecot para aprovechar la
carne, al final ayudaba a limpiar, pero ni cerca pasaba de la
plancha.”
Disconforme
regresó a Durazno, pero aceptó una nueva propuesta de Ceferino
Rodríguez, que en sociedad con Ruben García también tenían
el Bar
Manchester, donde volvió a pelar papas. Cuando el joven le demostró
ingenio e interés fue acercándose la cocina, su objetivo laboral.
En 1974, allí realizó su primer chivito, que recuerda como si fuera
hoy. “En un
pancatalán de la Confitería Carrera, el librito de jamón y
muzzarella, lomo, panceta, aceitunas, palmitos, tomate y lechuga, el
famoso canadiense del Manchester.”
En
el bar de 18 de Julio y Convención se quedó hasta 1978, para
aprender todo lo que sabe de la plancha. “Me
acuerdo del chileno, un chivito dulce, con crema de choclo que se
colocaba en una mitad del pan que se ahuecaba, y en la otra iba la
muzzarella, ambos se gratinaban, después se agregaba lo mismo de un
canadiense. O el común, que era muy vendido por su precio: carne,
queso, panceta, lechuga y tomate.”
Hasta
1981 recorrió varios restaurantes y sufrió una mala experiencia
como emigrante en Alicante, España. “Me
fui cuando se jugó el Mundialito y regresé a los tres meses,
pelado, y para peor, en un partido de fútbol con el equipo del
Manchester, me quebré, sin trabajo y con dos hijos. ¡Peor,
imposible!”
Su suerte cambió cuando un amigo le ofreció suplirlo en el carrito
que Nelson Rodríguez tenía a un costado de la estación de servicio
de Coimbra y General Paz. “Era
del estilo El Galleguito, con todos los condimentos que deseaba el
cliente. Al
principio, la relación era de 30 chorizos y 20 chivitos, pero,
cuando me retiré en 1990, se vendían 600 chivitos y 20 chorizos por
día y los fines de semana no se
bajaba de 800. Tengo que ser justo, no puedo adjudicarme ese
fenómeno, nunca puse un cartel diciendo ‘coma
chivitos’, pero
algo impulsaba a los clientes. Quizá, me esmeraba más en uno que en
otro, pero el servicio era el mismo, hacía chivitos como si fueran
chorizos, se le podía poner todo lo que había a un precio único.”
Cuando
aceptó una oferta de Jorge Lorenzo, propietario de los paradores de
Pocitos, en 21 de Setiembre, avenida Brasil y Buxareo, se fue a
trabajar menos y ganar más, pero allí le faltaba algo. “En
el carrito era figura, hablaba con todo el mundo, que me encanta,
conversaba con el embajador de Estados Unidos, con un actor de la
tele, un político o con Fernando Morena, un amigo. En el parador
Aquí Nomás trabajaba tranquilo, pero sin pasión.”
Cuando
Carlos Yoffe planeó la apertura del restaurante Display, en Arocena
y Otero, le ofreció una prima de 5.000 dólares, más un sueldo de
3.800 pesos de la época, un porcentaje por chivito vendido y la
propina. “Me
compró como a un futbolista, fue el pase de año, pero la relación
no anduvo, me fui a los tres meses, en buenos términos pero sin
cobrar toda la prima.”
Durante
casi un año buscó un carrito para instalarse en la “Curva del
Ensueño”, Coimbra y Mar Ártico, donde un conocido, Dante, hijo de
Antonio Mancione, recordado empresario de repuestos, le ofreció un
espacio. “Encontré
una especie de contendor rectangular con ruedas, en el taller de
Carlos Scarpa, en La Comercial. Abrí La Chivetería en el retiro del
rancho de Mancione, y el colega Luis Brum, del Rey del Chivito me
vendió la caja registradora. A mi antiguo patrón no le gustó nada,
se preocupó tanto por la competencia que cerró en 1992. También yo
me tuve que ir, porque Mancione me dio el desalojo para vender.
Intenté comprarle el rancho, pero costaba 240.000 dólares, me iba
bien, pero no pude.”
Marcos
Peralta encontró un nuevo espacio para sus chivitos en la avenida
Italia y Adrián Troitiño, a dos cuadras de Veracierto. “Algunos
me decían que estaba loco, que me iba muy lejos de la costa, donde
me fue bien, pero estoy acostumbrado a los malos augurios. Cuando
comencé en la curva de Coimbra también me dijeron que era un mal
lugar, que iba a fundirme, pero fue todo lo contrario.”
El
18 de julio de 1996 comenzó a trabajar su hijo, y actual socio,
Marcelo, que tenía 13 años. “Pensé
que iba de jefe, pero me mandó a limpiar el carro con esponja de
aluminio. ¡Así me educó y se lo agradezco!”
En aquella etapa
adquirió su nombre actual: Chivetería Marcos. En 2001 regresó a la
estación de Coimbra, pero como titular de un negocio mucho más
popular que el servicio de combustible. “Tenía
buena relación con el propietario, pero un día me dijo yo era un
problema, porque se le llenaba de autos que sólo iban a comprar
chivitos.”
Finalmente, en 2009 adquirió la estación, donde sigue abierto el
restaurante.
Marcos
Peralta llegó a tener una cadena de seis chiveterías, de las cuales
permanecen abiertas dos, Punta Gorda y Maldonado, mientras prepara
una tercera que inaugurará en el puerto de Punta del Este. “Si
paso raya, me fue bien, pero en este tiempo aprendí que si sacás
mucho la cabeza, si sos muy visible, te caen los competidores leales
y los desleales más. Ahora puedo decir que estoy tranquilo”,
concluye quien sin dudas es una leyenda del chivito.
¡Gracias!
—“Hace poco regresaba desde Panamá con mi esposa, cuando escuché a un grupo de pasajeros que hablaban entre en voz alta. Uno de ellos, que conocía Uruguay, le decía a los otros, dejamos las cosas en el hotel y nos vamos a comer un asado al Mercado del Puerto o un chivito a lo de Marcos. Me quedé callado, pero tenía ganas de darle un abrazo y decirle gracias.”—“Al Bar Arocena voy cada vez que puedo, es un lugar bárbaro, donde se comen muy buenos chivitos, no me molesta reconocerlo aunque sea un competidor.”—“No voy a mentir, no siempre uso lomo, la mayoría de nuestros chivitos son de entrecot muy bien tratado, que es menos tierno pero más sabroso.”
Marcos Peralta
Chivitos en Manhattan
—“En Estados Unidos aprendí mucho de marketing. Allá el cliente pagaba doce dólares un chivito que aquí costaba siete, con el precio no había problemas, pero muchos decían que era demasiado grande. Lo redujimos a la mitad y lo cobramos diez dólares, ¡y todos contentos! Los estadounidenses no están acostumbrados a nuestro platos abundantes hasta la exageración, para los uruguayos es fundamental que se desborde.”
—“Nunca
sabré cuánto perdí cuando en 2007 no quise quedarme en Estados Unidos.
En aquella oportunidad el empresario uruguayo Marcelo Deambrosi me
ofreció asociarme en una chivetería que planeaba abrir en Nueva York. Me
envió el pasaje, me dio un apartamento, me pagaba muy bien, pero estuve
un tiempito y quise volver. Hasta realizó un estudio de mercado que
anunciaba excelentes resultados. Hice chivitos en Stanford, en
Conneticut, en Manhattan, pero el paisito me tiró más.”
Marcos Peralta
The New York Times
—"El
chivito tiene apariencia de un sándwich de carne vacuna, a la
plancha o la parrilla, pero en realidad es un ejemplo de ingeniería
gastronómica en el que con habilidad eximia un cocinero administra
su cobertura como si se tratara de un dispositivo: muzzarella, jamón,
tocino, huevo, lechuga, tomate, champiñones, cebolla, chiles,
pimientos, aceitunas, encurtidos y varias mezclas de muy diversas
mayonesa. En la tarea de ensamblar un gigante, nadie como Marcos, que
me atendió en su restaurante de Punta del Este. Ni una gota de jugo
se escurrió por mi brazo cuando me animé a enfrentar aquella
delicia elevada por la frugalidad.”
Matt
Gross, autor de la columna Viajero Frugal
en New York Times, 7
de enero de 2007.
—“Decadente,
voluptuoso y enteramente indisciplinado. Primero, porque en casi
cualquier sándwich del mundo, la lechuga y el tomate son de la peor
calidad que se pueda conseguir. Segundo, porque cuando quiero un
sándwich pido un sándwich, y cuando quiero una ensalada pido una
ensalada. Lo que no quiero es una ensalada dentro de mi sándwiche.
Es una máscara, una evasión, algo decepcionante. Me gusta, pero me
hace sentir culpable.
Si
yo hiciera chivitos usaría dos o tres filetitos, una pequeña feta
de jamón muy crujiente, otra capa de filete, luego le pondría otra
capa de panceta picada de forma pareja y después le pondría el
queso y la salsa. No me malinterpreten, me gusta el chivito, sólo
estoy haciendo mi análisis.”
Josh
Ozersky, escritor estadounidense, experto en gastronomía de la
carne, columnista del New York Times,
de paso por Uruguay en 2011.