Una entrevista con la actriz y locutora (1918-2008) intérprete de un personaje radiofónico que
describió más de medio siglo de historias del Río de la Plata.
Jébele Sand (tercera sentada desde la
derecha) al lado de Pablo Neruda,
cuando era su secretaria.
Los Guindos, Santiago de Chile, 1947.
(Archivo Jébele Sand)
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“Tuve
dos parejas y muchos romances. También conviví con Enrique
Rodríguez, pero no fuimos pareja”, afirmaba la feminista precoz,
por influencia de su amiga Silvia Mainero, y por admiración a Blanca
Luz Brum, a quien vio sólo una vez. Fue militante comunista desde su
primera juventud y ferviente frenteamplista. En sus últimos años
admiró a Danilo Astori, tanto, que deseaba vivir para “verlo con
la banda presidencial”. Jébele Sand fue una fina humorista de la
vida cotidiana: secretaria de Pablo Neruda, a quien nunca apreció,
colaboradora del poeta Raúl González Tuñón, su “hermano del
alma”. Fue compañera de glorias del teatro rioplatense: Paulina
Singerman, Blanca Podestá, Miguel Bebán. Trabajó con Alfredo
Zitarrosa, al que quiso como un hijo noble y rebelde. Su personaje
Marieta Caramba, creado por el genial Peloduro, su gran amigo de la
juventud, hizo historia desde la radio Ariel de Luis Batlle Berres
–luego pasó por Carve y El Espectador– hasta una intensa
participación diaria en la memorable CX 30 La Radio, en épocas de
dictadura. “Yo no soy vieja, tengo juventud acumulada”, solía
decir con una sonrisa, quien jamás dejo de seducir, en sus 90 años
de vida.
Realizada
con mi amigo, el periodista y escritor Guillermo Pellegrino, pocos
meses antes de la muerte de la actriz, el 15 de noviembre de 2008.
–¿Cómo recuerdas tu infancia?
–Mi
padre, que se llamaba Benjamín, fue el menor de su familia, vendió
pieles en Bahía Blanca, un oficio que tenía mucho que ver con su
origen ucraniano. Era un judío muy especial, nada religioso, de
pensamiento muy abierto, mucho más que mi madre; y muy malo para los
negocios. En Bahía Blanca había recibido apoyo de gente de su
pueblo, parientes y otras familias amigas pero su situación
económica era casi tan mala como en Ucrania; claro que sin guerra.
Entonces decidió irse para Buenos Aires, donde había más paisanos
y un Instituto del Pueblo que colaboraba con la diáspora. Lo intentó
con las pieles, le fue mal otra vez. Probó suerte en otros trabajos,
pero no se adaptó a una ciudad tan grande y tampoco le fue bien.
Cuando unos amigos le propusieron viajar a Rocha no lo dudó. Yo
tenía dos o tres años, así que fue por 1920. Bastante tiempo
después, cuando ya estábamos en Montevideo, vinieron los padres de
mi mamá; pero a mis abuelos paternos no los conocí.
–¿Tal
vez sentían que eso tenía poco que ver con ustedes? ¿Era un mundo
ajeno?
–No
sé. Simplemente no les preguntábamos. Muchos de sus recuerdos de
Europa quedaron como adormecidos; no era para menos, allá habían
asesinado a muchos de sus hermanos y familiares. Hechos muy
dolorosos, que mi madre después revivió cuando vinieron mis
abuelos, a quienes mandó llamar. Hay una historia que conocí de más
grande, que siempre me conmovió: una hermana de mi mamá que no pudo
venir para América, murió en un campo de concentración polaco. A
otra tía le pasó que el esposo murió en el barco que los llevaba a
Palestina –adonde se iban a radicar– porque lo tiraron al mar.
Fue así que al poco tiempo mi madre le propuso que viniese. Aquí,
años después, se casó con un señor Stern, que era ebanista. Pero
en mi familia no se hacía un culto de las historias judías.
Recuerdo sí, las canciones que cantaba mi madre, y que volví a
escuchar al tiempo, cuando ya radicados en Montevideo se integró a
un grupo de teatro judío. Yo también trabajé allí. Recuerdo
algunas comidas típicas de mi abuela, que tampoco eran judías. Ella
me enseñó a cocinar borscht, una sopa rusa de remolacha; que me
sale riquísima.
–Tus
abuelos llegaron sin hablar una palabra de español. ¡Habrá sido
muy difícil!
–Mi
abuelo, ¡pobrecito!, no tuvo mucho tiempo de aprender; murió pronto.
Mi abuela lo aprendió años después de estar aquí, pero hablaba
mal. Cuando yo era mayorcita, ella leía novelas rusas en español,
no sé, quizá para evocar su tierra, aunque tenía muy malos
recuerdos de los rusos. Con ella leí por primera vez La guerra y la
paz, de León Tolstoi. La leímos juntas porque yo recién empezaba a
tomar contacto con la literatura y ella tenía sus dificultades de
comprensión pero conocía mucho de lo escrito en ese gran libro. Eso
sí, siempre había un Talmud en su mesa de luz. Tenía ejemplares en
varias lenguas: yiddish, ruso, polaco, español. Pero nosotras no lo
leíamos, a veces sí, nos sentábamos a escucharla leer.
–Tu
madre hizo teatro. ¿Tu vocación por las artes viene de ella?
–El
amor por el teatro, sin duda, viene de mi madre. A ella también le
gustaba la ópera, la lectura, el cine. En la época de Rocha era
solo lectura y disfrutar de la llegada de compañías teatrales. En
Montevideo también íbamos al cine y al Solís, para ver todas las
óperas que llegaban con grandes intérpretes internacionales. Ella
me llevaba a ver las películas de estreno y también las funciones
de barrio. Tengo muy presente al actor uruguayo Santiago Arrieta, en
La muchachada de a bordo, Los muchachos de antes no usaban gomina,
Una porteña optimista. Lo recuerdo porque fue famoso en Buenos
Aires, algo con lo que yo siempre soñé, y porque lo conocí con
ocho años cuando su compañía iba de gira por Rocha. Me pasaba el
día en los ensayos de sus obras, observaba los entretelones, siempre
acompañando a mi padre que era el escenógrafo porque le prestaba
los muebles. Con el ejemplo de mi madre y lo que me divertía en
aquellas funciones, no podía ser otra cosa que actriz. Solo quise
ser actriz. Cuando vinimos a Montevideo fui a ver al director Manuel
Domínguez Santamaría, fundador del Teatro del Pueblo, que me dio un
papelito en una obra llamada Trópico. Fue él quien me aconsejó que
estudiara teatro, porque tenía condiciones. Le hice caso y me fui a
Buenos Aires. Me fui por el teatro y pero también por quien fue mi
marido y el único amor de mi vida: Tino Jorge.
–Siempre
dijiste que tu amiga Silvia Mainero te enseñó muchas cosas del
amor, del sexo. Hablanos más sobre eso.
–La
conocí cuando era una chiquilina de dieciséis años y ella tenía
diez años más. Silvia fue mi gran amiga, la que me abrió la cabeza
a nuevas ideas, a nuevas sensibilidades. Tuvimos unas aventuras
divinas. Le debo mucho. Ella era feminista, creía sinceramente en la
igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Siempre me decía que
la mujer debe disfrutar del sexo tan libremente como el hombre,
porque el disfrute del sexo es una expresión del amor y de la
libertad. Me contaba detalles de cómo había que hacerlo; me
explicaba cómo se perdía la virginidad. Era de tener amores, y tuvo
una vida interesante: conoció a Gardel, fue novia del poeta Raúl
González Tuñón. ¡Pobrecita!, la metieron en un manicomio cuando
volvió de Buenos Aires. Pero el que estaba loco era el padre, que
dijo que debía estar allí por desnaturalizada y comunista
peligrosa. Para salir tuvo que casarse con un compañero que le
buscaron en el Partido. Después se divorció, claro, fue sólo para
que saliera de la tutela del padre y sobre todo del manicomio. Silvia
fue una intelectual, una pensadora, que escribía como los dioses.
Ella me llevó al famoso Grupo Avanzar del Batllismo, de Julio César
Grauert, donde también conocí a Luis Hierro Gambardella, que era un
tipo estupendo. Grauert se enamoró de mí.
–Pero, mucho mayor...
–Muchísimo,
porque lo conocí cuando yo estaba en primero de liceo. Fue en una
huelga estudiantil; para que no perdiéramos el año íbamos al
Centro Ariel de la avenida 18 de Julio. Nos daban clases estudiantes
de las facultades, especialmente para los huelguistas. Grauert fue mi
profesor ahí, y se me enamoró. Fue el primer hombre que me dio un
beso, pero nunca lo amé. Me gustaba, me metejoneé, pero una cosa es
enamorarse y otra es amar. Un día lo vi desde la ventana, cuando
vivía en Colonia y Beisso, enfrente a una mutualista. Lo vi bajar de
un auto, llevado por Fernández Faingold y otros más; casi
arrastrado. Y me dije: pensar que yo a ese hombre lo vi joven,
poderoso, espléndido. Grauert era una buena persona. Tengo mucho
afecto por las personas cuya primera virtud es ser buena gente, y no
ser inteligente, talentoso, o culto. Para mí, decir tal tipo es una
buena persona es importantísimo. Eso me lo enseñó mi marido. Él
siempre me decía: “cuando tengamos un hijo, lo fundamental es que
sea buena persona.” Y la verdad es que yo creo mucho en eso.
–¿Cómo
era Raúl González Tuñón?
–¡Uf!
Tengo tantos recuerdos. Lo conocí porque era novio de mi íntima
amiga Silvia Mainero, cuando estuvo exiliado aquí. Tiempo después,
cuando me fui a Buenos Aires supe que era íntimo amigo de quien fue
mi marido. Nuestra relación siempre fue de amistad, muy parecida a
una película. Lo seguí frecuentando por varios años. Era
encantador, sensible, bohemio y muy despistado. Además era
macaneador: me acuerdo una vuelta que yo estaba enferma en Buenos
Aires –cuando ya estaba en pareja con quien iba a ser mi marido- y
me dijo: “Te mandé todos los días un ramo de rosas blancas, ¿no
las recibiste?” ¡Nunca me había mandado nada!, era de decirte
ese tipo de cosas. Cuando nos fuimos a Chile él se fue con nosotros,
a buscar baños de sol, porque tenía tuberculosis. Primero vivió en
nuestra casa y después se fue con Blanca Maxface; ahí empezó su
entredicho con Neruda, porque ella había sido amante de Neruda y
después lo fue sobre Raúl. Competían mucho entre ellos. Neruda
escribió España en el corazón y Raúl por ese tiempo hizo La rosa
blindada, ambas obras sobre el drama de la Guerra Civil Para mí era
mejor González Tuñón. Raúl fue una parte muy grande de mi vida.
Cuando mi hijo Alejandro era chiquito, vivíamos en el barrio
Belgrano. Raúl se quedaba a dormir, porque vivía en Castelar con
sus hermanas. Una zona bastante alejada de Buenos Aires. Nunca tenía
un peso en el bolsillo. Lo único que llevaba encima era un cepillo
una pasta y un jabón. Como no tenia donde dormir viajaba en los
trenes, de La Plata a Buenos Aires. Un día le dije: “venite a
dormir a casa”. Estuvo un tiempo viviendo con nosotros. Tino lo
protegía, era su amigo del alma. Me acuerdo que vivíamos cerca de
la estación Belgrano de ferrocarriles. Raúl venía a buscar a mi
hijo chiquito para llevarlo a ver los trenes. Yo le decía que a upa
no, porque caminaba. Pero lo llevaba y lo traía a upa, o en sus
hombros; y lo bajaba poco antes de llegar a mi casa. Yo veía por la
ventana, que en la esquina lo bajaba. ¿Y qué iba a hacer, enojarme?
¡Si era encantador!
–Hace
un rato decías que muchos de tu generación se educaron en la calle,
que era otra calle distinta a la de hoy. ¿Cómo fueron los inicios
de tu militancia política?
–¡Ojo!,
que cuando dije calle no quise decir boliche ni nada de eso. Quise
decir: teatro, estudiantes en huelga. De muy joven me afilié a la
Juventud Comunista, donde mi amiga Silvia Mainero trabajaba en las
finanzas. Los comunistas creían que las mujeres teníamos una
alcancía en la barriga, porque siempre nos ponían en finanzas, en
vez de ponernos a trabajar en otras cosas. Eran muy sectarios, pero
creo que eso es algo que en la izquierda no se da hoy en día. Yo en
alguna ocasión la ayudé a Silvia en alguna tarea. Tengo una
anécdota con ella, de cuando fuimos al hotel Cervantes a venderle
rifas a Blanca Luz Brum, la mujer de David Alfaro Siqueiros. Recuerdo
lo bonita que era Blanca, tenía un físico divino y se vestía muy
elegante; además era una mujer brillante. Decían que era una
aventurera, en el mal sentido de la palabra; que fue amor de Natalio
Botana, el famoso director del diario Crítica, que era uruguayo.
Botana tenía en su quinta un mural de Blanca, desnuda, pintado por
Siqueiros. También se decía que tuvo amores con Perón, cosa que yo
no creo. Cuando fuimos a venderle la rifa, ella se estaba probando
una blusa de seda preciosa y yo, que era bastante metida para la
edad, le dije: “Qué raro que una comunista como usted tenga esta
ropa de seda tan cara, tan fina.” Ella, sin perder tiempo, me
contestó: “Es que los comunistas luchamos para que todas las
mujeres puedan acceder a estas blusas de seda, o para que puedan
acceder a perfumes.” Con el tiempo me dije: ¡qué pregunta tonta
la mía! Tenía 16 ó 17 años. Me hice comunista por seguir a mi
hermana mayor. A ella le gustaba Héctor Agosti, aquel dirigente del
Partido Comunista de la Argentina, que introdujo a Gramsci en América
latina. Mi hermana salió con él cuando estuvo exiliado en
Montevideo, pero no la dejaban ir sola. Así que yo la acompañaba.
Ella salía con Agosti y yo con Arismendi, que era un aburrido.
Cuando fui a Buenos Aires conocí a mi marido que también era
comunista. Esa es otra historia preciosa de mi vida, porque me
enamoré antes de conocerlo. Fue por un comunista venezolano, Ricardo
Martínez, que también vino como exiliado y para organizar actos
contra el nazismo. Yo era una chiquilina de 16 años, que siempre
andaba al lado de Silvia; a ella el Partido le pidió que le
consiguiera casa al venezolano, que lo ayudáramos, que lo
acompañáramos. Ricardo vivía diciéndome que tenía un gran amigo
en Buenos Aires, que se parecía mucho a mí, por los ojos grandes.
Así comenzó mi historia con Tino Jorge, que era un comunista de los
de antes, un poco sectario. Me acuerdo de las reuniones de la
Juventud Comunista Argentina: se leía un documento, se hablaba, pero
se resolvía lo que venía desde arriba. En ese momento se decía que
la guerra mundial estaba bien, porque creaba un sentimiento anti
guerrero. ¿Te das cuenta del disparate? Para mí fue una decepción;
seguí siendo comunista pero dejé de militar. Siempre me gustó la
posición de Neruda, a quien no quise, pero que no tenía a Marx en
la biblioteca porque los poetas sacan el comunismo del aire. Me
encanta esa frase. Y conocí a Enrique Rodríguez, que era un hombre
muy sensible; pero poco más que valiera la pena recordar. Después
me acerqué a Asamblea Uruguay, porque admiro a Danilo Astori. A
quien le deseo que sea presidente, y que yo lo vea.
–¿Qué
pudiste ver en tu primer viaje a Buenos Aires?
–Muy
poco: calles, gente... mucha gente, pero me enamoré de Buenos Aires.
Hasta hoy estoy enamorada de ella. Fue la ciudad en la que he sido
más feliz. Viví allí casi veinte años. Después de esa primera
vez, yo estaba loca por volver a Buenos Aires y estudiar teatro.
Recuerdo más el segundo, a los 16 o 17 años. Fue cuando el
venezolano me dijo que fuera a ver a su amigo Faustino Jorge, yo que
soy imaginativa todavía a los 90, me enamoré sin conocerlo.
Recuerdo que tenía una amiga que me dio donde vivir. Para ir a verlo
por primera vez me hice un traje con una modista. Me habían dicho
que Faustino era muy "pituco", un aristócrata comunista, una mezcla de
las que por entonces no abundaba. Estaba casado. Me acuerdo que por
primera vez me compré un sombrero holandés, muy fino, con un
velito. Yo entonces era una "muchachita" tipo Marcha. Nos decían
"sobaco ilustrado", todos con Marcha debajo del brazo, todo
el día. Siempre estuve en ese ámbito intelectual de izquierda. Tino
tenía el escritorio en la calle Tucumán y Florida, y allá fui a
conocerlo con el trajecito. Cuando me miré en el espejo del
ascensor, me vi el sombrero y me lo saqué, porque me sentí
ridícula. Me hicieron pasar a una sala de espera. Me senté, hasta
que me llamó una secretaria que me hizo pasar a la oficina del
famoso Tino Jorge. Cuando lo vi, no supe qué decir. Me miró. Sacó
una fotografía de un cajón y me dijo: “Usted es Jébele”. Se la
había dado Ricardo, que le había hablado de mí. Le dije que quería
conseguir un empleo, porque sin empleo en Buenos Aires no se podía
vivir. Me miró a los ojos, y ahí me enamoré. Me dijo que me iba a
ayudar, y me pidió unos días. Me volví a Montevideo locamente
enamorada. Me escribió y me dijo que era muy difícil conseguir un
empleo no estando en la ciudad. No sé cómo hice para convencer a
mis padres, en especial a mi madre, porque mi padre era muy abierto.
Y me fui a vivir a Buenos Aires con 17 años. Cuando lo fui a ver de
nuevo, me dijo que no me conseguía empleo en otro lado, porque
necesitaba una secretaria. Era nueve años mayor. Un hombre
fascinante, el más culto que conocí en mi vida; y eso que conocí
gente culta en el mundo. Abogado, periodista, editorialista del
periódico del Partido Comunista, era hijo de Enrique Jorge un
abogado que fue decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de
Buenos Aires. Empecé a trabajar con él. Íbamos todas las tardes a
tomar el té, me llevaba a la casa de mi amiga, y comenzó a besarme.
Y una tarde me dijo: ¡Vamos a San Pedro! Una ciudad de la provincia
de Buenos Aires. Y allá nos fuimos de luna de miel. Y de ahí para
adelante. Se separó, dejó a la esposa por mí. Era muy mujeriego,
pero de mi se enamoró. En ese tiempo no había divorcio en la
Argentina. Nos casamos primero por México, y luego cuando hubo
divorcio nos casamos legalmente.
–Pocos
años después viajaste a Chile.
–Nos
fuimos en 1945, porque Tino estaba en la lista de gente a encarcelar
con cualquier pretexto, porque era defensor de presos políticos. Era
muy amigo de Pablo Neruda, que lo invitó a exiliarse allí. Yo fui
secretaria de Neruda, pero tuve que dejarlo porque era un tipo muy
arbitrario, un gran poeta, pero muy agresivo con las mujeres: las
seducía por las buenas o por las malas. Era muy amigo de sus amigos,
pero muy machista, yo no lo quería. Me mandaba el auto a las dos de
la mañana para que le pasara a máquina un escrito político cuando
estaba en el Senado o un poema, que escribía con tinta verde, no sé
si para hacerse ver o por que le gustaba. Era muy vanidoso. Un gran
poeta, pero no se destacó mucho como político, pero claro era
Neruda. La gente lo tocaba por la calle. Toda persona importante iba
a su casa. Allí había toda clase de intelectuales; recuerdo los
sábados de noche. Era comunista, pero no sabía nada de comunismo,
aunque se sentía comunista. Tenía una biblioteca fabulosa. Un día
un exiliado comunista argentino la miró admirado, pero le dijo. “Don
Pablo, acá no veo ningún libro marxista. Y él respondió muy
convencido: “Es que nosotros los poeta extraemos el marxismo del
aire.” Tenía libros de viajes, novelas, cultura, pero poco y nada
de política. Era un tipo muy especial, muy interesante, pero no nos
llevamos bien. Fue muy generoso con nosotros, pero no podía con el
genio, era muy mujeriego. Pero conmigo no tuvo suerte. En la casa
había una mesa larga y angosta, siempre llena de gente que invitaba
a comer. En un almuerzo se me sentó a su lado y me puso la mano
sobre la pierna. Le agarré la mano y se la puse sobre la mesa para
que todo el mundo se diera cuenta de que no quería nada con él. Un
día llegó Rafael Alberti, desde Buenos Aires. Me llama y me
presenta como la única argentina arisca que había conocido. Es
cierto, yo soy argentina, estaba casada con un argentino y estaba
allí exiliada desde Buenos Aires. Pero yo me sentía uruguaya; soy
más uruguaya que otra cosa. Me acuerdo que me quedé callada, pero
lo miré como para mandarlo a la mierda. Alberti se río con mucha
discreción. Alberti era encantador, un caballero. Era muy dulce, así
como es Benedetti. Lo conocía de Buenos Aires, con su esposa María
Teresa León, que era otro amor de persona. Ese es un lindo caso del
hombre que supo darle su lugar a la mujer. Era una pareja de iguales.
Ella era muy buena escritora y una intelectual brillante, de palabras
profundas, de mucha clase. Era una dama. Alberti vivió casi hasta
los cien años y después que Teresa cayó con Alzheimer, él se casó
con una jovencita. ¡Algo de hombre tenía que tener! Alberti siempre
me decía que la policía franquista se equivocó al asesinar a
García Lorca, porque al que iban a ejecutar por comunista era a él.
–Sorprende
el mal recuerdo que tienes de Neruda.
–Era
muy especial. Primero se casó con una chilena, Maruca Hagenaar,
luego con la pintora argentina Delia del Carril, a la que le llamaba
Mi Hormiguita. Ella tenía 50 y él 30, pero era tan linda y tan
atractiva, que la edad no se notaba. Al contrario en algunas fotos
ella aparecía tan simpática y él tan amargado. Estuvieron casados
veinte años. Conocí mucho a Delia en ese exilio, aprendí a
quererla y a respetarla, porque era encantadora. Primero fue mi
marido a Chile, después yo, vendiendo la casa de Buenos Aires y las
cosas. Me acuerdo que llegué a la estación de trenes de Santiago y
allá estaba mi marido, Neruda y una legión de amigos. Neruda nunca
andaba solo, siempre con un montón de amigos atrás. Llegue justo el
día del cumpleaños de Delia, y de la estación fui a la casa porque
había una fiesta. Yo era jovencita, mi hijo no era ni nacido y tiene
58 años. En esa fiesta se cayó un jarrón. La que le manejaba la
casa era la hermana, porque Neruda vivía en la luna. Invitaba a
gente a almorzar, se olvidaba y aparecía a las tres de la tarde,
hacia esas cosas. Se cayó el florero, se desparramó el agua y
Neruda me dice con aquella vocecita nasal: “Jébele anda a buscar
un trapo para limpiar el piso." Lo miré fijo y le respondí: “¿por
qué no manda a su mujer o a su hermana?" Así empezó mi relación
con Neruda.
–¿Estuviste
en Isla Negra?
–Allí
me pasé una semana, sola, luego de operarme de un fibroma. Cuando yo
estuve era más pobre, como en la película El Cartero. Conocí a la
almacenera, la madre del cartero, que me hacía la comidas. Me pasé
sola de lunes a viernes. Sólo me visitaba una mujer india que iba a
vender bolsas y ponchos. Sucia, ¡pobrecita! Siempre andaba con unos
perros. Le di ropa, le di comida. No quería entra a la casa, porque
así son en el sur chileno. Dormía en el zaguán, porque tampoco
quise que durmiera a la intemperie. La mandé bañarse al mar, le di
ropa, comía conmigo. Se quedó hasta el viernes, cuando la despedí
porque venía la gente. Y ella me respondió una frase que jamás
olvidé: “Yo siempre tengo un viernes en mi vida.” Estuve cuatro
años en Chile, pero solo uno fui secretaria de Neruda, porque no lo
bancaba; después íbamos siempre a verlo. Neruda vivía en Los
Guindos, un lugar como Carrasco, ¡no, mejor que Carrasco! Allí se
armó un teatro de piedra, yo estrené una traducción del francés,
que hizo mi marido de La prostituta respetuosa (en realidad es La
puta respetuosa) de Sartre. La hice a beneficio del Partido
Comunista, en un escenario sin telón, en un jardín enorme de la
avenida Linch Nº 124. En 1947 lo hice también en el Teatro
Municipal, pero la iglesia protestó y nos echaron, después
alquilamos el Teatro Luz que era comercial. Iba mucha gente, se
llenaba. En Santiago trabajé en radio, en teatro. Hice radioteatros
y adaptaciones de autores modernos, con un elenco del Teatro de la
Universidad de Chile. También hacía un personaje muy divertido, que
no era Marieta Caramba, pero que se parecía. Se llamaba Madame
Serafín, una vieja francesa que adivinada la suerte, los horóscopos.
Hablaba todo así, con la “erre” arrastrada. En 1949 volvimos a
Buenos Aires, aunque todavía estaba Perón, pero había aflojado la
persecución de militantes de izquierda. Ese año nació mi hijo. El
periodista e historiador Rodolfo José Puigross, íntimo amigo de mi
marido, cuando nació nuestro Alejandro, que era natural, lo hizo
aparecer como legal. No sé como hizo. En Buenos Aires, primero no
hice, nada. Mejor dicho, fui madre y ama de casa, con aquella idea
tan injusta de que la mujer que trabaja en su casa no hace nada.
Luego trabajé en la radio Belgrano, que era divina. Trabajé con la
familia Serrador, con Esteban y Pepita Serrador, con Narciso Ibáñez
Serrador, el hijo de ella que después se fue a España, con Narciso
Ibáñez Menta, con Alberto Closas. Cuando vino la televisión se
apagó el radioteatro, pero como es tan mala la tela, el radioteatro
ahora vuelve a revivir. Me acuerdo con mucho cariño, la llegada a
China Zorrilla a Buenos Aires. La quiero mucho, somos muy amigas. Don
José Luis, el padre de China, escuchaba Marieta Caramba. Un día me
mandó una cartita para invitarme a almorzar. Así conocí a la madre
de China, otro amor de persona. En la casa de los Zorrilla, en la
rambla, se juntaba la gente en la puerta y China bajaba a darles
comida. Fue antes de irse a Buenos Aires, cuando trabajaba en la
Comedia Nacional. Hay una frase famosa de la madre de China, cuando
se estaba muriendo: “¡Qué suerte, me estoy muriendo, me voy a
sacar la curiosidad!”
–¿Cómo
pasaste en la Argentina de peronista? ¿Marieta habló de Perón?
–Mucho
más de Eva que de Perón. Ella es la que se merece quedar en la
historia. Tengo un libro precioso de una querida amiga Alicia Dujovne
de Ortiz, corresponsal de La Nación en París: Eva Perón, la
biografía. Me lo leí todo, con una lupa electrónica. No hay
palabras para contar lo que era Evita. ¡Era preciosa! Todos se
enamoraban de ella, claro, menos Perón. Estoy de acuerdo con el
libro cuando dice que Evita quiso más a Perón, que Perón a Evita.
Pero más valía tenerla de amiga que de enemiga. Cuando yo trabajaba
en el teatro independiente, cuando volví de Chile, acompañé a una
delegación de actores que se entrevistó con ella. Atendía en el
Concejo Deliberante; me acuerdo que la esperamos doce o quince horas,
pero no porque se hiciera rogar. Trabajaba todo el día. Antes de esa
reunión pude ver, a través de una cortina, que al lado del
escritorio había una camita, un bañito. Allí se quedaba para abrir
la oficina a las siete de la mañana. Tenía leucemia, pero se mató
trabajando. El reloj de Retiro se paró durante años a las 8.25, a
la hora que murió Eva, un 26 de julio de 1952. Hay una parte muy
divertida de mi vida, que es mi etapa en Bolivia. Me fui para allá
en un tiempo que no encontraba trabajo en Montevideo. Fui fundadora
del radioteatro boliviano en radio Illimani. Había buenos actores,
pero todos estaban muy en pañales. Casi me quedo en Bolivia, cuando
estaba de presidente Hernán Siles Suazo, que era un hombre bueno.
Pero vino el golpe de Estado y con los militares en el poder se
terminó todo proyecto de cultura.
–Peloduro
fue el creador de Marieta Caramba. ¿Cómo surgió ese personaje tan
tuyo?
–Cuando
volví de Buenos Aires, tras haber pasado varios años con Tino, fui
a buscar trabajo a las radios. Entonces lo que hice fue ir a ver a
Peloduro y le dije: ¿Pelo, por qué no me hacés un personaje para
ver si lo puedo vender? Todavía no era común que se hiciesen
unipersonales, creo que aquí fui de las primeras en radio, porque
también lo hice en teatro. A Peloduro lo conocía de jovencita.
Cuando iba al IAVA pasaba por una casa con un balcón semiabierto,
debería ser verano. Adentro había cuatro o cinco "muchachones" estudiando. Yo pasaba y me saludaban: ¡Adiós! Y yo respondía: ¡Adiós! Años después, en un baile a beneficio del bando republicano de la
Guerra Civil Española, se me acerca un muchacho y me recuerda como
la chica que miraban por el balcón. “¡Tú eras la muchacha que me
decía Adiós!”, me dijo. Peloduro era blanco independiente, muy
amigo de Quijano, que era un buen mozo de aquellos, una inteligencia
excepcional, pero también un tipo muy especial. Era muy amigo mío.
Cuando venía de Buenos Aires iba a visitarlo a la casa, cuando
estaba casado con Alba Turcatti. Fuimos tan amigos, que cuando murió
una mano la tenía su esposa, Marta Burgos, y la otra yo.
–¿Quién
es Marieta Caramba?
–Una
mujer de pueblo concientizada por el marido que le decía Calandraca,
y por los hijos que le hicieron conocer un nuevo mundo con ideas de
izquierda. Lamento haber sido tan desordena, porque ni siquiera
guardé los libretos de Peloduro, que eran divinos.
–Pero,
están grabados...
–No
sé. Los puede tener El Espectador o radio Ariel, la de Luis Batlle,
aunque no creo que quede algo. Me acuerdo que estaba haciendo las
primeras Marietas en Ariel, y Luis Batlle tenía el escritorio
arriba, en la misma calle Olimar donde todavía está la radio. Salía
al mediodía. La muy audaz se metía con Luis Batlle, con Haedo,
siempre con libretos de Peloduro. Luis Batlle que era muy amigo de
Peloduro, cuando lo criticaba mucho bajaba y me decía:
“¡Marieeeeta!” y se reía. Lo hice sesenta años. Fue de los
primeros unipersonales de ese tipo que hubo en la radio. Pasaba del
radioteatro al unipersonal. Era yo sola que hablaba por teléfono con
amigas imaginarias. Una señora que al principio fue joven y que
después fue creciendo. Cuando murió Peloduro, en 1965, seguí
haciendo yo los libretos, hasta hace 15 años. Al final no libretaba,
leía los diarios e improvisaba. Yo hice otras cosas: La melodía de
los recuerdos, que llevaba a actores. Lo hice en Carve y en El
Espectador con Zitarrosa. También tuve un espacio que se llamó: Yo
viajo en ómnibus ¿y usted? Hice de todo, pero la gente se acuerda
de Marieta Caramba. Creo que fue por la 30, porque durante la
dictadura era la radio más escuchada del país y porque fue el
personaje que hice por más tiempo. Me acuerdo que en un programa
hablando con una amiga inventada, que tenía un hijo preso político.
La animaba diciéndole que pronto iban a comer ravioles todos juntos.
Entonces llama un comisario de la dictadura, de aquellos que
censuraban a las radios y a la parte artística, y le dice a Germán
Araujo: “Dígale a esa señora que se deje de decir esas cosas, que
le vamos a cortar el moño.”
–¿Usabas
moño?
–No,
nunca, pero imaginate la metáfora.
Miguel
Bebán, Paulina Singerman
"Nunca
estudié teatro. Me fui a Buenos Aires para formarme, pero comencé a
trabajar enseguida en el teatro independiente. Estuve en el Centro de
Arte Moderno, en la calle Florida al final, cerca de la Plaza San
Martín. También hice teatro comercial con Miguel Bebán, el padre
de Rodolfo: el tipo más buen mozo que vi en mi vida. Me acuerdo que
fui a verlo con Paula Sofovich, una amiga de mi marido, porque
necesitaba una actriz para Judith, la obra del alemán Friedrich
Hebbelen. Cuando vi venir caminando, le dije a Paula: "con este
pedazo de tipo me voy a acostar." Lo decidí yo. Miguel Bebán era
muy buen actor, pero también muy vanidoso. Tuve un pequeño romance
con él, pequeño en su duración, pero muy apasionado. Son esos
gustos que me di en la vida, tener a un hombre que deseaban todas las
argentinas. Hicimos Judith en el teatro Politeama de la calle
Corrientes. Al principio, como nos entendíamos me dio el papel de
Judith, que era precioso. Pero apareció Inda Ledesma, que era una
excelente actriz, y muy buena persona, que estaba casada con un
empresario muy rico que financió la obra. Me sacaron el Judith y se
lo dieron a ella, pero yo no me enojé. Me dieron el papel de Mirtha,
la doncella de Judith y lo disfruté mucho. Además tuve unas
críticas preciosas. También trabajé con Paulina Singerman; fue mi
debut en el teatro comercial de Buenos Aires, que era la meca. Por
entonces me llevaba el mundo por delante. Me hice muy amiga de gran
actriz, Juana Sujo, que en realidad se llamaba Sujovolski, que fundó
la Comedia Nacional de Caracas, y allá murió. Con Paulina hice un
papelitos muy chicos. Trabajé en dos obras. Una basada en una
película de Verónica Lake, aquella actriz rubia, que tenía un pelo
lacio que le caía sobre un ojo. Era una adaptación de una película
muy exitosa: Me casé con un ángel. Trata de un ángel que baja del
cielo, que hace una fiesta, y en la fiesta se enamora. Para el
estreno me hice un vestido negro, ancho, con manga larga, con una
franca blanca, de vampiresa. Quedaba distinta a todas, que estaban de
vestidos blancos de lentejuelas. Era la más linda del grupo. Paulina
me vio, se enojó y me obligó a cambiar el vestido. Paulina era muy
buena fuera del escenario, muy simpática, pero actuando era muy
dominante."
Cine
"Hice
un papelito muy chiquito en una película basada en Juvenilia, de
Miguel Cané. No sé con quién aparezco en un balcón. Fue realizada
en 1945, por un director que tuvo su cuarto de hora, Augusto César
Vatteone. Era una película de las que se llamaban estudiantinas,
protagonizada por Delia Garcés y Enrique Álvarez Diosdado. Lo más
interesante hoy es recordar a algunos actores de reparto, que fueron
muy buenos compañeros: Marcos Zucker, un muy joven Juan Carlos
Altavista, Gogó Andreu."
Blanca
Podestá
"Con
ella tuve mi primer papel, con ella, me sentí realmente actriz por
primera vez. Fue en una obra protestante que después la iglesia
católica prohibió, en la que aparece Jesús con su familia: José,
María y sus hermanos. Yo hacía de una de las hermanas de Jesús.
Blanca Podestá es una leyenda del teatro argentino y
latinoamericano, algo que tiene muy bien ganado; pero vivía
equivocándose. Con ella hice Madame Curie, sobre un libro de la
hija, Eva Curie. Blanca, por supuesto, era la protagonista. En una
escena venía caminando con un ramo de flores, luego que estalló la
guerra, y las alumnas le decían: ‘Señora, señora, ha llegado la
guerra.’ Y ella debía responder: ‘Sí, ha llegado una inundación
de sangre y dolor al mundo’. Pero Blanca, que era una divina
persona, de mucho carácter, no podía decir la palabra inundación.
Entonces decía: ‘Sí, ha llegado una dación de sangre y dolor al
mundo’. Las alumnas teníamos que hacer muecas para no reírnos,
porque Blanca se equivocaba en casi todas las palabras. Es que los
Podestá venían del circo. Ella hablaba mal: no podía decir
estatua, decía 'estuatua'. Pero nadie le quita que fue pionera y una
excelente actriz, muy dotada naturalmente. Y muy buena persona. La
conocí siendo yo una chiquilina."
Zitarrosa
"Lo
conocí desde chico, cuando era locutor de El Espectador. Para
Alfredo yo era el reposo del guerrero: me contaba sus amores, sus
dolores, sus sueños. Nunca hubo atracción entre nosotros, siempre
fuimos amigos. Era bastante menor que yo. ¡Ay, los cuentos de
Zitarrosa! Cuando la radio estaba en 18 de Julio, me acuerdo lo que
decía Héctor Amengual, el famoso informativista del Reporter Esso: 'este muchacho siempre llega tarde'. Alfredo tenía un ángel
especial y aquella voz divina; se le perdonaba todo. Nunca lo vi
reírse, nunca. Tuvo una infancia muy triste, conoció a la madre en
un tren, se la quiso cargar y supo que era la madre. Siempre andaba
desprolijo, en tiempos en que la radio se hacía de saco y corbata;
no como ahora que van de cualquier manera. Un día Amengual le dijo
que no podía andar así. Entonces, al otro día se fue de camisa,
corbata y calzoncillo. No era un chiste, ni se reía. Yo me asusté,
porque pensé que lo echaban, pero no, era tan auténtico y tenía
tanta personalidad, que le perdonaban cosas que a otros no le
hubiesen perdonado. Pasaba a buscar a mi hijo para llevarlo al
fútbol. Era muy amigo, muy generoso, pero también era depresivo y
tenía un carácter imbancable. No cantaba en la radio, pero iba a mi
casa a cantar. Siempre decía que no cantaba bien. Pero era una
maravilla. No sabía música, no escribía música, pero, era puro
talento. Tenía un grupo divino de guitarristas. Después se fue a la
Argentina, a España a México. En todos lados fue admirado."
Enrique
"Tuve
dos parejas y muchos romances (según el investigador argentino
Franco Lindner, uno de ellos fue el escritor John William Cooke,
influyente intelectual de la izquierda peronista). También conviví
con Enrique Rodríguez, pero no fuimos pareja. Compartimos un
apartamento, cada uno en su cuarto, con una empleada que nos atendía.
Lo conocí mucho. Todos creían que era mi marido, pero no lo era.
Enrique fue un hombre bueno, buenísimo. Creo que estaba enamorado de
mí, pero yo no de él. Era mucho mayor, y yo ya era grande. Lo
conocí en CX 30, pero él decía que me había conocido en la
juventud comunista, cuando yo tenía quince años, pero no lo
recordaba."
La
soledad
"Yo
tengo una gran decepción con la amistad, porque siempre creí que
era más que el amor, porque el amor trae el desamor. Pero, desde que
tengo que vivir en estas casas, porque no puedo vivir sola y tampoco
puedo tener cuatro empelados, fui abandonada por las amigas que se
pasaban en mi casa, tomando café, whisky, refresco. Una amiga iba a
tomar mate a las 7, porque estaba sola, pero ahora nadie viene a
verme a la casa de salud."
Jébele Sand murió en una residencia
de ancianos del Buceo norte.
Neruda
y Tuñón
"Neruda
era Neruda, pero González Tuñón fue lo máximo. Ellos competían
mucho. Por las mujeres, por la literatura. Para mí La rosa blindada,
de Raúl, es mucho mejor que España en el corazón, de Neruda. Los
dos tienen la misma temática, España, pero uno es más profundo y
poderoso que el otro."
Blues
de las Adolescentes
"A
la hora en que yacen entornadas las ventanas de los chalets
a
la hora blanca
a
la hora dorada
a
la dulce hora en que parten los veleros hacia las islas,
las
adolescentes salen del agua clara
las
adolescentes se tiran en la arena
las
adolescentes tienen la voz húmeda
las
adolescentes escuchan el cálido blues de los mediodías
las
adolescentes maduran sus senos
mientras
las flores llenan todo de un rural aroma
mientras
las cigarras, ah, las cigarras cantan en lo alto de las palmeras
Jébele
tiene quince años y ha ido a la playa
ha
ido a una reunión de estudiantes
ha
subido conmigo a un ómnibus
ha
estado ojeando libros y estampas
ha
brotado de pronto del día su hermoso cuerpo de islas y de trópicos.
Hace
tiempo, no mucho, que yo no sé nada de ella.
Pero
no puedo ver aire y plantas y agua y sol
ni
oír blues o graciosos vientos que mueven las veletas sin acordarme
de Jébele.
Su
nombre bíblico me habla de frescos hules sobre las pequeñas mesas
de
grava perfumada en las plazas abiertas cerca de los ríos,
a
la hora en que vienen del fondo de los mediodías
las
voces misteriosas de la tierra.
y
ya es imposible no desear la adolescencia,
su
gloria liviana y áspera,
su
ácido olor a fruta mojada.
Jébele
tiene quince años y ha venido a la playa.
Yo
veo cómo la acarician los elementos
y
estoy lleno de tierra y agua y fuego
y
pienso en algún mapa que he visto, en donde ni mencionan
el
nombre de las islas perdidas.
A
la hora en que esas islas salen a la superficie
Jébele
las recorre como una joven pantera,
está
alerta y respira con todo su cuerpo
y
ha ido a una reunión de estudiantes
y
ha viajado en ómnibus conmigo
mientras
desde el fondo de los mediodías
subía
un rumor lejano de ocultos archipiélagos."
Poema
de Raúl González Tuñón, del
libro Todos bailan, Editorial Libros de Tierra Firme (Buenos
Aires, 1987).
4 comentarios:
Qué buena nota!
Genial!, divertidísima y super informativa , gracias!.
Una nota muy informativa. Me gustará seguir leyendo estas crónicas migrantes. Ojalá que se continúen con recuerdos similares
Era hermoso escuchar a Marieta,lastima no se haya digitalizado ,me encantaria volver a oirla gracias
Excelente entrevista! Qué vida tan rica! Qué pena la soledad de su final.
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