A
corazón abierto
El historiador astur José Luis Pérez de Castro definió a sus paisanos como solidarios formadores de bienestar. «Siendo el fin inmediato de la emigración crear riqueza, no pueden determinarse sus resultados sin conocer las cualidades laborales, humanas y mercantiles de sus hombres y el provecho y empleo de sus beneficios». En las dos primeras décadas del siglo pasado fueron líderes en sus actividades y visionarios fundadores de grupos económicos. Muy vinculados entre sí. «Es el más competente emigrante que un país puede desear. Tocante al empleo y distribución de los beneficios, ninguna otra región española cuenta, en general, con las obras benéficas y de progreso económico que pueden presentar los hijos del Principado. Siempre con un carácter filantrópico y solidario, hacia sus provincianos, hacia otros inmigrantes y hacia los uruguayos» –reflexiona.
Portada de Héroes sin Bronce, versión 2003. |
Para el erudito investigador, ambos aspectos comprenden una paradójica contraposición. «Por un lado, que salga a emplear su esfuerzo y facultades fuera de la región y, por otro, que luego exporte su capital desde el país que le facilitó el medio, devolviendo riqueza a su patria natal[...]
Creemos pues que el modo de comprender la eficacia de la comunidad asturiana en el Uruguay, es presentar el ejemplo de quienes desembarcaron faltos de recursos y que lograron conquistar bienestar y crear nuevas fuentes de producción» –sentencia Pérez de Castro.
Un documento fundamental sobre esa presencia es el libro Los españoles del Uruguay, editado –en 1918– por los periodistas Luis Valls y Jaime Moragues, con asesoramiento y prólogo del abogado maragato Matías Alonso Criado. Y una nota introductoria del mayor abogado oriental de su tiempo, Justino Jiménez de Aréchaga. Allí aparecen los precursores vistos por ojos de su época.
–3
de febrero de 1960. La calurosa tarde de miércoles fue de incuestionable gloria
para la cirugía cardiaca e inolvidable para la medicina latinoamericana. En una
pequeña sala del montevideano Centro de Asistencia del Sindicato Médico del
Uruguay, por primera vez era colocado con éxito un marcapaso.
Todo
el personal, técnico y no técnico, era de esta lejana y olvidada tierra. Solo
era europea la compleja máquina introducida en la cavidad torácica del
desahuciado paciente, que luego disfrutó de una insospechada calidad
de vida. La hazaña todavía figura en textos y es objeto de admirada revisión en
cátedras y centros cardiológicos de todo el mundo.
Era
la segunda vez que se realizaba una intervención de similar complejidad. La
anterior había sido muy poco antes –en Estocolmo– pero con doloroso resultado
de muerte. Proeza repetida ocho meses después –en octubre– por un equipo
multinacional y multidisciplinario de Nueva York. Con el mismo éxito.
El
resultado de ambas intervenciones fue similar, pero, muy distinta su difusión.
Una permaneció dentro de un reducido ámbito académico. La otra fue celebrada
–como un hito científico– por los medios de comunicación más poderosos del
planeta.
Tan
silencioso honor correspondió a dos pioneros de la medicina altamente especializada,
quienes –con palmaria «uruguayez»– apenas recibieron el mínimo homenaje de una
placa. Colocada con discreción en el sanatorio de Colonia y Arenal Grande, en
el viejo barrio Cordón. Ambos viven y gozan de plena salud. El cardiólogo
Orestes Fiandra y el cirujano Roberto Rubio Rubio.
«Nos
conocimos estudiando en Suecia. Juntos, colocamos un marcapaso del Laboratorio
Elema, pero, con los años, la técnica cambió. Primero a través de la
toracotomía y ahora a través del abordaje de una vena, que es mucho más
sencillo». Es el humilde recuerdo de Rubio.
El
médico eminente nació el 9 de febrero de 1917, muy cerca del paraíso. En
Castillos, una pintoresca localidad atlántica de siete mil habitantes. Su niñez
y adolescencia, transcurrieron a 53 kilómetros de la homónima capital del
departamento de Rocha –fundada por frustrados colonos de la Patagonia– y a 300
kilómetros de Montevideo. Al lado de su padre José y de su madre
Blanca. Salense emprendedor él, de Valderrodero. Criolla atractiva ella, hija
de un paisano con el mismo apellido.
«Papá
llegó al pueblo en 1900, donde ya vivían dos hermanos: Ángel y Jesús Ramón. No
vino directamente. Salió a los doce, una noche, de su pequeña aldea, para irse
primero a Cuba con un señor que lo llevó para hacerse la América. Allí estuvo
cuatro años, pero lo agarró la Guerra de la Independencia, con la intervención
de los Estados Unidos».
José
Rubio Suárez vino al Uruguay –después de tan ingrata experiencia–, para
trabajar en un comercio familiar que hizo época. «Mi tío Ángel le dejó su parte
del negocio y la casa y se fue a [la cercana] Lascano. Sufrió un incendio
terrible y se fundió, pero no se entregó. Se mudó a Maldonado y allí, frente a
la plaza, se asoció en un importante almacén de ramos generales: Ángel Rubio
& Buquet».
José
se quedó en Castillos, para siempre. Continuó con la firma Rubio Hermanos y
luego fue comprando campos, sumamente baratos, que eran arenales sin pasto. El
joven fue un adelantado de la forestación nacional, propietario de una estancia
que iba hasta el Chuy, fronterizo con Brasil. Plantó sobre médanos, desde la
castillense Vuelta del Palmar hasta la histórica fortaleza portuguesa de Santa
Teresa.
«Yo
era un niño grande, cuando vi las arenas transformadas en amplios y verdes
bosques. Dejaba el comercio a las diez y media de la mañana y se iba plantar
pinitos en macetas. Cuando llegaban a los treinta centímetros de altura los
transplantaba en la arena[...] Los cinco hermanos debíamos evitar que pasaran
animales, para que no los removiesen. Los arbolitos fueron conteniendo a los
arenales y así fue surgiendo el campo. Yo los vi nacer, pero, en realidad, no
me gustaba ese trabajo. Siempre se lo dije».
Solo
el hijo menor siguió trabajando en la estancia Las Asturias y en otro campo, de
la cercana José Pedro Varela. Los mayores se fueron a Montevideo. Uno a
estudiar abogacía, el otro medicina.
Roberto
Rubio Rubio cuenta con una foja difícil de igualar. Catedrático y decano
universitario, consultante nacional e internacional, dirigente gremial y
activista democrático en tiempos oscuros. Hombre de confianza
personal, del mayor enemigo que tuvo la dictadura. El exiliado
estadista, Wilson Ferreira Aldunate. Lo acompañó en el simbólico retorno y
encarcelamiento del 16 de junio de 1984 y lo asistió en la dolorosa
agonía, que lo derrotó, como no pudo el despotismo militar. «Un domingo de
1985, ya libre, me pidió que fuera a verlo, porque tenía un dolor
intenso en la rodilla derecha. Clínicamente estaba perfecto, pero en la duda,
llamé a un colega traumatólogo, que lo examinó, pero tampoco encontró algo
significativo. En 1987, me pidió que lo acompañara, como médico de cabecera, a
los Estados Unidos. Estuvo tres días internado. De inmediato lo dieron de alta,
con lesiones tumorales en los pulmones y toda su parte ósea, con metástasis.
Luego, hizo retención de orina y lo operaron. A las 48 horas, estaba en su
casa, plenamente consciente de su terminalidad. Era un tipo que preguntaba
todo. No hubo más remedio que decirle, que su perspectiva de vida, no pasaba
del año o año y medio. Los vivió con mucha intensidad, con pasión política,
pero, dolorosamente, el diagnóstico se cumplió».
Rubio
fue el primer uruguayo que trató una lesión grave en una arteria crítica.
Mediante innovador procedimiento de sutura, pudo recuperar el miembro de un
joven apuñalado. «Había sufrido seccionamiento de arteria y vena femoral. Antes
de 1956, se ligaban y, casi siempre, después se amputaba el órgano» –evoca el
notable cirujano.
En
1959 aceptó del desafío de intervenir a una joven veinte años que sufría una
«tetralogía de Fallot» grave. Enfermedad congénita mortal por entonces,
derivada de una arteria pulmonar estrecha. «Durante muchos años, las lesiones
cardíacas se operaban con las técnicas cerradas. Por ejemplo, en la estrechez
mitral [una válvula que se esclerosa], se introducía el dedo por la aurícula
izquierda y con un cuchillo se cortaba y se abría. Pero no se
exponía a la vista. Las operaciones abiertas comenzaron luego de creada la
máquina corazón-pulmón, que sustituía a los órganos vitales[...]
La
sangre es sacada del sistema y llega a un oxigenador, para volver mediante una
bomba a la aorta que restablece la circulación. De modo que, mientras se está
actuando sobre el corazón, la sangre llega a los pulmones, al cerebro y a todo
el organismo, permitiendo así tratar la lesión». Sin dudas, heredó el espíritu
de su padre.
José
Rubio Suárez falleció en 1951, con los honores de una gran personalidad de
Castillos. «El Gallego» que no era tal, fue un pionero. Un asturiano del diez.
A corazón abierto.
Aquilino
Berro nació en Villaviciosa, en 1848. Después de haber sido empleado de
comercio en Sevilla y Cádiz, vino a Montevideo en 1866. «No hay nada más
satisfactorio para un cronista, que tomar la pluma para trazar la biografía de
un visionario. Berro es un hombre creativo, meritorio por su intenso trabajo y
honrado en el pasado y fundamentalmente, un emprendedor de iniciativas de bien
colectivo» –señalan Valls y Moragues.
En
Montevideo fue dependiente de almacén y habilitado, hasta que en 1874 abrió
Cambios Berro, firma dedicada a la compra y venta de moneda, préstamos y
loterías. El famoso local quedaba en Buenos Aires 629 al 633, donde comenzaba
la Ciudad Vieja.
En
el rubro agroindustrial, fue propietario de la granja Villaviciosa, la mayor
productora nacional de dulces y conservas, hasta avanzada la segunda década del
siglo pasado. Aquilino participó en la fundación –y presidió– el Centro
Asturiano de Montevideo. Fue su titular honorario en 1915.
Era
un brillante ajedrecista y como tal, iniciador y primer titular del Círculo de
Ajedrez. Allí compartía su pasión intelectual con el embajador Silvio Fernández
Vallín, el filósofo Carlos Vaz Ferreira, el escritor José Enrique
Rodó y el médico y político José Fernando Arias. «Es un emprendedor con todas
las energías de su raza. Consiguió el galardón que tantos de nosotros buscamos
al emigrar hacia Uruguay. Se casó en el país, formando una respetable familia»
–cuentan Valls y Moragues.
En
1902, la población uruguaya llegaba al millón de habitantes. A comienzos de los
veinte, era de un millón y medio. Los adelantos del transporte y las
comunicaciones, la aparición del tranvía eléctrico y el automóvil, acercaron la
distancia entre el campo y la urbe. La Primera Guerra Mundial creó condiciones
para la irrepetible prosperidad económica, que se consolidó en la Segunda
Guerra y que se prolongó, con altibajos, hasta 1956. Una época en que la
desgracia de otros era el beneficio propio.
Segundo
Fernández nació en La Caridad, en 1883. Arribó al puerto montevideano siendo
muy joven –a los dieciocho años–, reclamado por los propietarios del hotel
Barcelona. Uno de los principales de la Ciudad Vieja, a principios del siglo
anterior. En 1907, luego de trabajo y constancia fue uno de los socios de la
empresa ubicada frente la histórica plaza Independencia y al Palacio Estévez,
antigua sede del Poder Ejecutivo uruguayo.
Un
aviso del diario El Siglo informaba: «Gran Hotel Barcelona, el más céntrico de
la ciudad; amplios comedores, muchas y bien ventiladas habitaciones, todas con
balcón a la calle, pues ocupa una manzana entera con frentes a la Plaza, las
calles Florida, Colonia y Ciudadela. Por todo esto, el Hotel Barcelona es el
preferido de turistas, empresarios y ejecutivos extranjeros».
Fue
otro pionero del Centro Asturiano, su segundo presidente y creador de la Caja
de Protección, Reempatrio y Trabajo. Un servicio que prestaba amparo a los
inmigrantes recién arribados y pobres.
«Durante
su período, la institución fue un solaz y esparcimiento, de cultura, educación
y conocimiento, con un cuadro dramático juvenil propio, el más importante de la
comunidad española en Uruguay, que recuerda al maravilloso coro infantil
existente en Covadonga» –redondea el artículo del levantino Valls.
Domingo
Fernández también nació en La Caridad, en 1856, pero se trasladó siendo niño a
Oviedo. Desde allí, salió hacia El Musel, en 1871, donde se embarcó con destino
a Buenos Aires, con quince años. En la capital argentina permaneció hasta 1877,
fecha en que vino a Montevideo.
Aquí
estableció una pequeña tabacalera que vendió en 1897, para crear la Gran
Fábrica de Cigarrillos La Paz. Aunque no existen registros, es muy probable
que, por popularidad y trayectoria, su producto emblema –La Paz Extra– fuera el
más vendido en la historia comercial uruguaya.
«Por
su actuación, recta y honrada, por espacio de casi medio siglo, consiguió no
solo reunir una bonita fortuna, sino que también, lo que es mejor tal vez que
la fortuna; el cariño, el respeto y la consideración de sus contemporáneos»
–subraya Moragues.
Su
gran rival industrial fue el gallego Juan Abal, fundador de la Gran Fábrica de
Tabacos La Capital, establecida en la avenida Rondeau 1781. Abal nació en 1852,
en Poyo Grande, Pontevedra –una pequeña villa situada entre la ría homónima y
Cambados. Arribó a Montevideo el 16 de marzo de 1868, donde se empleó como
dependiente de almacén.
En
1882 se casó con Concepción Moraño, con la que tuvo cuatro hijos: Domingo,
Elvira, Sofía y Leonora. «Herederos del buen nombre que su padre les ha legado
y de la fortuna que tan honrada y laboriosamente supo reunir».
El
cariteño falleció el 12 de octubre de 1917. «Todo Montevideo le profesaba
cariño, demostrado en el acto de sepelio del Cementerio del Buceo, donde se
reunió una numerosa y distinguida concurrencia para tributar el póstumo
homenaje al que en vida fue un modelo de caballero. Nosotros también fuimos sus
amigos. En memoria de tan apreciable compatriota, recordamos su entereza de
carácter y su bondad infinita» –finaliza la evocación.
Entre
1903 y 1933, el país proyectó su democracia, inició un proceso de
industrialización –sustitutivo de importaciones– y logró un elevado desarrollo
social y cultural. En la primera presidencia de José Batlle y Ordóñez, fue
creada la sociedad de bienestar sustentada en una fuerte presencia pública; que
se afianzó en su segundo mandato, hasta 1915. La tarea fue continuada por sus
sucesores: Feliciano Viera, Baltasar Brum, José Serrato, –primero electo por
voto secreto, en 1923– y Juan Campisteguy.
Cada
uno cumplió, al pie de la letra, con la plataforma política y económica de «don
Pepe». Gestionados con habilidad –con la oposición vencida en la guerra civil de
1904–, los gobiernos batllistas fueron fortaleciendo esas tendencias y dieron
lugar a un país diferente y moderno. Era la irrepetible «Suiza de América», que
recibía inmigrantes, fomentaba el progreso y la agremiación, con una
legislación social avanzada.
Mariano
Suárez nació en Trelles, concejo de Coaña, en 1855. Arribó a Montevideo en
1871, donde permaneció algunos meses. En 1872 se trasladó a Fray Bentos,
capital del departamento de Río Negro, como empleado del histórico Banco Mauá,
que acompañó hasta su liquidación.
Fue
financista, a través del Mauá, e intermediario de exportaciones del Liebig,
poderoso frigorífico multinacional, que abasteció a las tropas aliadas de la
Primera Guerra Mundial. Durante más de cuatro décadas, hasta los treinta, fue
estanciero y comisionista. «Su actuación en el comercio durante tantos años le
valió en todo tiempo la aprobación y la estima de cuantos tuvieron que tratar
con él, por su rectitud y buen comportamiento» –según descripción de Valls y
Moragues.
Fue
representante de todas las navieras que recorrieron el río Uruguay –entre
Montevideo, Fray Bentos y Salto– en la primera mitad del siglo y propietario de
una conocida empresa que llevaba su nombre. «A pesar de sus muchas ocupaciones
en nada disminuyó el cariño por su Patria a la cual visitó con frecuencia,
aumentando allí sus intereses y ayudando siempre a muchas obras de progreso».
Suárez
se casó con una uruguaya en 1893. «Siendo su mayor cuidado la educación de sus
hijos y la administración de sus intereses, que son de importancia tanto en
este país como en la República Argentina, donde posee valiosos establecimientos
rurales». Fue vicecónsul español en Fray Bentos y presidente de la Asociación
Española de Socorros Mutuos, desde 1908 hasta su fallecimiento. En junio de
1938.
José
Menéndez Fernández nació en Salas –en 1856– y vino muy joven a Tacuarembó. Fue
impulsor, en 1892, de un estratégico ramal del británico Ferrocarril Midland,
que cruzaba extensos campos del norte oriental –homónimo del adelantado
patagónico. «Era un hombre dotado de anhelos progresistas y visión empresaria.
Fue el primer estanciero que introdujo el baño para los vacunos en su
departamento, en 1903. Se distinguió por su noble desprendimiento y
filantropía» –según descripción de Pérez de Castro.
Retirado
de la vida del campo, falleció el 3 de abril de 1917, en Montevideo. Su nombre
se encuentra en la geografía ferroviaria nacional. El Diario Español informaba,
un día después, que su empresa había donado el terreno necesario para fundar la
estación Menéndez.
Balbino
García y Fernández nació en Arbón, concejo de Villayón, el 1 de setiembre de
1881. Pisó por primera vez Montevideo, en 1896, para trabajar como dependiente
de almacenes hasta 1904. A mediados de ese año estableció su «ultramarino» en
el céntrico cruce de Paysandú y Río Branco. En 1912 fundó una segunda sucursal,
más grande que la anterior, que pasó a llamarse Balbino García y Cía. «Fue
destacado pionero del Centro Asturiano, directivo de la Asociación Española
Primera de Socorros Mutuos, primer suscriptor del Diario Español; persona muy
conocida y apreciada por sus relaciones y sobre todo, un buen paisano».
José
Rodríguez también nació en Arbón, en 1865. Se radicó en 1882, donde se empleó
en la casa de comercio de ropa blanca que luego fue la fábrica de camisas más
grande de su tiempo: El Apolo. En 1918, era uno de los españoles más
acaudalados de Montevideo, desde su pujante y céntrica empresa, de Soriano 915.
La
sucesión de conflictos internacionales abrió un largo período en que las
materias uruguayas alcanzaron altas cotizaciones. Europa no podía mantener su
ritmo productivo, lo que provocó un imparable desarrollo industrial
sustitutivo. En el colmo de la ingenuidad, algunos economistas juzgaron aquella
prosperidad como irreversible. Grave error.
La
extensión de la enseñanza y beneficios sociales para toda la población, fueron
creando una sociedad uruguaya –mesocrática y autosatisfecha– que creyó haber
descubierto el camino de la evolución constante. En el plano cultural, el auge
se plasmó en una brillante generación de artistas y pensadores, concentrados en
su mayoría en Montevideo. La ilusión de una «Atenas platense».
José
Francisco Entrerríos nació en Oviedo –en 1875–, de donde salió rumbo a
Montevideo en julio de 1897. «Desde su arribo, el 24 de octubre de ese año, se
dedicó al trabajo de varios ramos, hasta que se estableció con un café en la
avenida Rondeau 1541» –recuerdan Valls y Moragues.
Entre
1915 y 1923 fue presidente de Orfeón Español y directivo del Centro Asturiano.
«También fundador de Casa de Galicia y socio del Centro Gallego, pero, sobre
todo, es un español muy entusiasta y amante de la Patria. Afable y campechano,
que goza de muchas simpatías en la colectividad».
Francisco
González nació en el pueblo coañés de Torce, en 1876. Llegó a Montevideo siendo
un niño, en 1888. Poco después ingresó a un establecimiento fotográfico, donde
aprendió el arte de la imagen. En 1903, abrió su estudio independiente en la
calle Andes 1340, uno de los más importantes de su época.
«Francisco
es un artista del fotograma, un pintor de la cámara, un talentoso creador de
escenas sensibles y originales». Tan elevado concepto pertenece a su amiga Eva
Canel, que lo conoció cuando era viuda del comediógrafo madrileño Perillán y
Buxó. Fue su retratista hasta 1914, cuando la escritora partió definitivamente
rumbo a La Habana. Durante años, ella venía a la capital uruguaya, solo para
posar ante a su delicado lente.
«Es
un talentoso emprendedor y progresista. Llegó al país siendo casi un niño, casi
sin recursos, pero con un gran caudal de conocimientos, voluntad y honradez.
Montó su estudio, pionero de la actividad montevideana, como pudo. Luchó contra
la rutina, aportando geniales innovaciones artísticas[...] a tal punto que
grandes figuras de las dos orillas venían a retratarse con él» –sostienen Valls
y Moragues.
Su
mayor competidor y amigo personal fue el madrileño Fernando García, nacido en
1881. Impulsor de la fotografía moderna a principios del siglo pasado. «García
introdujo un sistema eléctrico, que por primera vez prescindía de la luz solar.
Su casa de 18 de Julio 978-80, fue la primera en tener tan novedoso
laboratorio».
González
respondió abaratando costos de laboratorio para bajar el precio de sus
servicios. En poco tiempo, también se adaptó a la nueva tecnología, ajustándola
a su estilo artístico. El fotógrafo astur falleció en 1949, en su casa del
centro montevideano.
Florencio
L. Villamil fue el asturiano más rico de las primeras décadas del siglo pasado.
Nacido en Figueras, en 1849, arribó a Montevideo en 1870, para establecerse en
la calle Rincón, con un importante almacén de vinos. «El más reputado de la
capital y el más grande del país, con distribución nacional e internacional».
«Alcanzó
una considerable fortuna, avaluada en su sucesión –cerrada en 1911– en 75 mil
pesos oro en efectivo; 60 mil argentinos en títulos; 11.328,40 en lingotes de
oro, más la renta; un valor de una casa con frentes en 25 de Agosto 64-66 y la
Rampla –vendida en 20.200 pesos– y un campo en Salto de 886 hectáreas, vendido
en 38.845 pesos» –según datos aportados por su coterráneo Pérez de Castro.
Repartió
parte de lo ganado, en Montevideo, Buenos Aires y su Figueras natal. Fundó una
escuela de artes y oficios e instituciones culturales que ha vencido el paso
del tiempo. El inolvidable Villamil falleció en Málaga, el 19 de junio de 1909,
de pleumonia doble.
Fue
la época dorada del batllismo promotor de bienestar, que recibía el apoyo y la
contribución de sectores blancos y socialistas. El aparato gubernamental era
encargado del reparto de las ganancias, mientras aprobaba una legislación
social avanzada que aún es ejemplo de estudio en los principales ámbitos
académicos del mundo. De esa época es la emblemática ley laboral de «ocho
horas», el sistema de «previsión social», la Ley Madre y la Ley de la Silla
[ambas en favor de las mujeres] y disposiciones de salarios mínimos. Todo
pensado para asegurar bienestar, seguridad y tranquilidad a la población.
De
esa misma época son las oleadas inmigratorias provenientes de Europa. El
Uruguay de las «vacas gordas» intensificaba y diversificaba la venida de
trabajadores y empresarios emprendedores. La aportación principal continuó
siendo de españoles e italianos, pero también comenzaron a llegar grandes
cantidades de centro-europeos y eslavos, que se ubicaron en zonas periféricas
de Montevideo.
En
el interior del país, se distinguieron: Domingo López de Pan, castropolense de
Tol, radicado en 1864 en Tala, departamento de Canelones; Juan García
Fernández, nacido en Chano de Luarca, radicado en Durazno en 1881; el sierense
Leopoldo García Llana, llegado en 1903 a Lascano, departamento de Rocha; José
Sánchez, nacido en 1859, en la naviega Armental, arribado a la coloniense
Carmelo, en 1880. Allí fundó un establecimiento comercial de frutos del país,
en la avenida Artigas 4468.
Miguel
Cueto Ruidíaz, nació en el colungués Libardón, en 1866. Se instaló en 1885, en
Artigas, capital del departamento homónimo, con un importante comercio de ramos
generales. Fue vicecónsul español interino en el norte uruguayo, tesorero de la
Comisión de Apoyo del Hospital Asilo Español de Montevideo y vicepresidente de
la Asociación Española de Socorros Mutuos.
También
se destacaron: Jesús Fernández, socio gerente de José Gómez y Cia, la mayor
tienda, almacén y ferretería de Rocha; Francisco Balbín, de Caravia; Domingo
Uría, de Vegadeo; José Siñeriz, de Vivedro y Santos García, de Castropol,
establecidos en el departamento de Rivera. Manuel G. García, nacido en Lalos en
1887, se radicó en Libertad, departamento de San José, en 1901.
En
Nueva Helvecia se destacó Álvaro Ordeira, nacido en Casazorrina, en 1872.
Arribó a Uruguay en 1888, estableciéndose en Colonia Suiza, donde fue
propietario de una fábrica de quesos, un almacén al por mayor y menor y un
depósito de acopio de cereales y frutos del país. Al paraje conocido como Cerro
de las Cuentas llegaron los hermanos Manuel y José Yánez, creadores –hacia
1898– de la acreditadísima casa Yánez y Cía.
1
de octubre de 1914. Un jueves histórico para los asturianos radicados en
Uruguay. Esa tarde asumía como nuevo representante del Reino de España, el
ovetense Silvio Fernández Vallín. Un diplomático de carrera, formado en la
rigurosa –y ultra conservadora– disciplina impuesta por su amigo Alfonso XIII.
Un político astuto e intuitivo, que nunca ocultaba sentimientos. Ni
intenciones. Que tenía especial debilidad por sus paisanos.
No
era republicano y, menos aún, liberal. Aún así, la muy laica Montevideo
batllista, y su gente, fueron para él una experiencia irrepetible e
inolvidable. Venía de un breve paso por el Ministerio de Estado de Madrid, por
lo que es lógico pensar –dada su influencia– que solicitó el destino uruguayo.
Aquí tenía grandes amigos, conseguidos en largas e íntimas tertulias, fuera de
todo protocolo. Sentía especial afecto por sus admirados Carlos Vaz Ferreira,
José Enrique Rodó y Juan Zorrilla de San Martín.
Fernández
Vallín nació el de agosto de 1865. Se licenció en Derecho, el 3 de
noviembre de 1887, tuvo un breve paso como docente universitario en Valladolid
y poco después ingresó –como agregado diplomático– al Ministerio de Relaciones
Exteriores. Inició su carrera el 29 de octubre de 1890, como secretario de
tercera clase en Viena. El 1 de febrero de 1893 retornó a Madrid. Allí quedó
hasta el 28 de mayo de 1895, cuando fue nombrado en la segunda delegación
española en la Comisión Mixta Internacional de los Pirineos. El 2 de noviembre
volvió a la capital, para luego reiterar funciones, el 1 de junio de 1896 y el
11 de enero de 1897.
El
24 de mayo integró la delegación diplomática en Washington. El 24 de diciembre
pasó en comisión como secretario de tercera en Petrogrado, hasta el 28 de abril
de 1899. El 16 de agosto del mismo año volvió a ocupar el cargo de segunda
clase en La Haya y el Tribunal Permanente de Arbitraje, desde el 15 de octubre
hasta el 1 de diciembre.
El
27 de enero de 1902 fue nombrado secretario de primera en México y siete meses
más tarde en Buenos Aires. Fue llamado a Madrid el 18 de mayo de 1905, para
actuar como vocal del Tribunal de exámenes de aptitud para el ingreso a la
carrera diplomática. El 12 de abril de 1909 asumía como ministro residente en
Santiago de Chile y el 16 de octubre de 1911 era trasladado a Caracas.
El
29 de diciembre de 1913 aceptó la embajada en Montevideo, que asumió a fines
del año siguiente. Fue una figura clave en el desarrollo personal y colectivo
de sus coterráneos, en la segunda mitad de la década del 10. A ellos prestó
especial atención y con ellos promovió actividades económicas, sociales y
culturales. Fue impulsor de una exportación propuesta por el trellano Mariano
Suárez –su camarada asturiano en Uruguay– que permitió el envío de ganado, a
los desabastecidos mercados europeos. El gran negocio exterior de su tiempo.
Mantuvo
estrecha relación con el Centro Asturiano, que el 3 de noviembre de 1916 le
designó socio de honor en asamblea general, con «voto unánime de aplauso». El
15 de marzo del año siguiente fue nombrado presidente honorario. Desde ese
momento su retrato forma parte de la galería de la institución.
El
17 de diciembre de 1918 debió trasladarse a Estocolmo, pero no llegó a tomar
posesión, por ser derivado a Bucarest, el 10 de mayo de 1919. Fue elevado a
ministro plenipotenciario de segunda clase en El Cairo, el 13 de noviembre de
1919 y de primera en Varsovia, el 26 de julio de 1926.
Formaba
parte del más cercano círculo político de Alfonso XIII, defensor convencido del
régimen monárquico. Sus enemigos de la Segunda República lo obligaron a la
excedencia voluntaria, el 17 de abril de 1931. Y a la jubilación, el 23 de
setiembre de 1932.
Morir de pena
El abogado Plácido Álvarez-Buylla y Lozana nació el 5 de abril de 1887. No conoció a su célebre abuelo –médico y escritor de Pola de Lena–, fallecido en Gijón, en el mismo año y mes. También fue notable la generación paterna, del catedrático Adolfo, el militar Plácido y el médico Arturo Álvarez-Buylla y González. Una familia vinculada a la música culta, que en 1907 participó en la fundación de la Sociedad Filarmónica de Oviedo, con actividad solo interrumpida en 1934 –cuando se quemó el Teatro Campoamor– y en la Guerra Civil.
El abogado Plácido Álvarez-Buylla y Lozana nació el 5 de abril de 1887. No conoció a su célebre abuelo –médico y escritor de Pola de Lena–, fallecido en Gijón, en el mismo año y mes. También fue notable la generación paterna, del catedrático Adolfo, el militar Plácido y el médico Arturo Álvarez-Buylla y González. Una familia vinculada a la música culta, que en 1907 participó en la fundación de la Sociedad Filarmónica de Oviedo, con actividad solo interrumpida en 1934 –cuando se quemó el Teatro Campoamor– y en la Guerra Civil.
El
joven liberal sirvió en distintos empleos periodísticos y legales y en
representaciones consulares, antes de viajar a Montevideo –el 28 de
junio de 1935– como ministro plenipotenciario de segunda clase. Aquí permaneció
hasta el 19 de febrero de 1936, cuando la Segunda República lo nombró ministro
de Industria y Comercio. Su predilección clásica lo llevaba a no faltar a las
funciones de gala del teatro Solis y a participar en cada filarmónica u
operística, organizada por españoles. Antes de partir a su nuevo destino,
dedicó una fotografía a sus queridos coterráneos: «Para el Centro Asturiano, de
un paisano que nunca olvidará a sus paisanos uruguayos».
Su
carrera diplomática había comenzado en 1916. Cumplió su deber con
profesionalismo, durante la monarquía de Alfonso XIII y la dictadura de Miguel
Primo, aunque era un militante de primera línea contra la Guerra del Rif. El 16
de mayo de 1931, asumió como encargado de negocios en París. El 8 de Junio, fue
designado cónsul general en Tánger y el 15 de diciembre de 1932, en Lisboa. También
lo fue en Ginebra, en 1933 y director general de la embajada en Marruecos y
Colonias. Tras su paso por la cartera de Industrias en 1936 –de febrero a
setiembre– fue cónsul general en Gibraltar, donde ascendió a ministro
plenipotenciario de primera.
El
18 de febrero de 1938, fue nombrado cónsul general en la estratégica
representación de París. Allí falleció el 10 de agosto. No fueron ajenos al
desenlace, dos visiones lacerantes. El insoportable acoso franquista contra su
sueño igualitario y la inevitable Segunda Guerra Mundial, que intuía su
preclara inteligencia. Pero, hubo más. Don Plácido murió sin conocer el célebre
Auditorio de Oviedo, inaugurado el 17 de abril de 1944. Dirigido por un
melómano de sexta generación. Jaime Álvarez-Buylla.
Médico,
catedrático y hombre de gobierno batllista, nacido el 24 de enero de 1885. De
insospechada estirpe asturiana, fue hijo de Vicente Arias –nativo de Figueras–
y de Carmen López, de Villadún. Graduado en 1914, compartió su vocación con las
clases de Cosmografía y Astronomía en Enseñanza Secundaria y Preparatoria y en
institutos normales. Fue consejero de su facultad, miembro del ex Consejo de
Asistencia Pública Nacional, diputado, senador y ministro de Industrias.
Fue
informante del primer proyecto de organización de la enseñanza industrial –el
12 de julio de 1916– y redactor de la primera ley sobre formación técnica –en
febrero de 1925. A su iniciativa se creó la Universidad del Trabajo, por ley
del 9 de setiembre de 1942. En 1960 fue nombrado socio de honor del Centro
Asturiano de Montevideo. Murió diez años después.
Héctor
Miranda
Abogado,
historiador y político –nacido en 1887 y fallecido en 1915–, descendiente de
noble familia de Luarca. Fue promotor y presidente del primer Congreso de
Estudiantes Americanos –Montevideo, 1908–, secretario de la Facultad de
Derecho, profesor de Derecho Penal y diputado por Treinta y Tres. Autor de un
trabajo historiográfico de referencia: Las Instrucciones del Año XIII. El más
completo estudio sobre el memorable documento artiguista.
Criollos
contra paisanos
El
16 de junio de 1927, se disputó el primer –¿y único?– partido de fútbol entre
uruguayos y asturianos. Lo extraño, es que no fue en Montevideo, ni en Oviedo,
ni en Gijón. Esa vez, el Club Nacional de Football jugó contra una desconocida
alineación de Juventud Asturiana, en un repleto estadio de La Habana. Más
insólito fue el resultado. Los modestos inmigrantes derrotaron al múltiple
titulado oriental, base de la selección campeona olímpica, en 1924. El
resultado fue 3 a 2. Con tanto enojo de los uruguayos –desacostumbrados al
fracaso– que el partido finalizó doce minutos antes de los noventa
reglamentarios. Nacional jugó otros dos partidos en la capital cubana. Triunfó
4 a 1 contra la selección Iberia-Fortuna y 8 a 1 contra la selección
Hispana-Juventud Asturiana. Los bravos paisanos tuvieron el honor de ser los
únicos vencedores del entonces «team más famoso del mundo». En su casi invicta
gira por Centro y Norte América.
Durante
un mes y cinco días de 1855 –entre el 11 de setiembre y el 16 de octubre– el
norteño departamento de Salto fue una «República», concebida con desafiante
soberanía y pronta para resistir el embate del gobierno central de Montevideo.
Los sublevados apoyaban la revolución conservadora que intentó derrocar a
Venancio Flores –enigmático e influyente personaje de la historia oriental de
muy probable linaje astur. El caudillo de la defensa salteña era otro hijo de
paisanos: el teniente coronel Eugenio Manuel Abella.
Poco
tardó el poder central en dominar el intento golpista y restaurar el orden
interno. Salto depuso las armas y aceptó a las autoridades nacionales, pero sus
poderosos empresarios sacaron provecho del controvertido episodio. Los
siguientes años fueron de prosperidad para la región minera, frigorífica y
citrícola, que comerció con la Argentina y Brasil, como si se tratara de un
estado independiente.
Eran
otros tiempos. La autonomía estaba favorecida por la distancia, la falta de
rutas y comunicaciones. Cuenta el periodista e historiador Enrique Cesio Blanc,
que todo el departamento era un solo camino «criollo». Mal trazado por bueyes,
mulas y caballos, que cortaban distancia, por donde se le ocurría al baquiano.
El tránsito de carretas marcaba el suelo fértil, pero muy húmedo. Ni el más
experto podía mejorar el agotador record de quince horas para arribar a la
vecina Paysandú al sur, a San Eugenio –actual departamento de Artigas– al
norte, o a Tacuarembó al este.
Entre
el puerto litoraleño y Montevideo, hay 518 kilómetros. Los mismos de siempre,
pero, por entonces infinitos. La distancia fue hábilmente aprovechada por
Mariano Cabal –entrerriano, también de origen paisano–, creador de la Compañía
Salteña de Navegación. Dos célebres cruceros fluviales –Salto y Montevideo–
bajaban por el Uruguay y el Plata, con escalas en las argentinas Concordia y
Concepción del Uruguay y en las orientales Fray Bentos, Nueva Palmira y Colonia
del Sacramento.
En
el último tercio del decimonoveno siglo, Salto recibió un inédito flujo de
masones hispanos, comerciantes progresistas y filántropos dedicados a la
educación popular. Ellos convivieron con la oligarquía agroindustrial –católica
y conservadora– de la antigua «República».
Aquel
clima de desarrollo económico y fervor autonomista, recibió a un exiliado
liberal astur. En su patria había sufrido insistente persecución carlista,
acusado de pertenecer a la Logia del Gran Oriente, de sus paisanos Jovellanos y
Campomanes y del Conde de Aranda.
José
María Fernández Vior nació el 20 de julio de 1838, en Figueras de Castropol.
Pasó por Montevideo, poco después de cumplir veinte años, pero, su actividad
secreta lo llevó a Colonia y Fray Bentos. En 1867 se radicó en Paysandú, donde
trabó amistad con el gran maestro Lorenzo Llantada, que le propuso trasladarse
a Salto. Arribó el 22 de agosto de 1868, con la tarea de fortalecer y
reorganizar la logia que todavía sostiene la Escuela Filantrópica Infantil
Hiram (Habiff).
Fue
fundador y presidente del Consejo de Vigilancia y Administración de un emblema
del racionalismo masónico en América Latina. «Hemos plantado una semilla de
igualdad[...] Defendemos el derecho universal a la enseñanza humanista, laica y
gratuita, sin distinción de razas, credos o ideologías[...] A ningún salteño se
le cerrarán las puertas, pero tendrán prioridad los pobres de total
solemnidad» –afirmaba Fernández Vior en su discurso inaugural de
1879. Una promesa cumplida cuatro años después, cuando el instituto envió sus
primeros alumnos a la Universidad, hasta entonces solo reservada a las clases
predominantes.
A
mediados de los ochenta, hubo un acercamiento de las mayores hermandades
salteñas. Autorizada el 18 de diciembre de 1885, la logia Hiram-Unión mantiene
el N° 65. Su distintivo es un triángulo equilátero en bronce –de 60 por 45
milímetros–, dentro del que hay una rama de acacia que corona su nombre. Por
fuera, unidos a los ángulos hay un sol y una estrella de cinco puntas.
Ese
mismo año, el maestro Atanasio Albisu inauguró los cursos nocturnos. Luego
tomados como ejemplo por el Ministerio de Instrucción, en 1904, para diseñar un
sistema estatal. Asistían padres y hermanos mayores de los alumnos matutinos,
para recibir instrucción básica y preparación calificada en un oficio. Desde
1922, la Escuela Filantrópica se dedica a tres áreas de formación: artística
(literaria, plástica y musical), profesional y administrativa (contabilidad,
dactilografía e inglés). Siempre con su original declaración de principios.
El
periodista Eduardo Taboada –en Salto de ayer y de hoy– cuenta el insólito
entierro del masón Benito Galeano. Un almacenero español que falleció el 24 de
junio de 1879, renegando del sacramento de la extrema unción. Su viuda
–creyente de culto dominical– solicitó que el cuerpo pasara por la Iglesia de
la Merced, antes de la inhumación. Un gesto inusual, aceptado por la hermandad.
Por buena vecindad.
En
cambio, no fue tan tolerante el párroco Pedro García de Salazar, que trancó las
puertas del templo y se atrincheró en el frente, rifle en mano y pistola en
cinto. Cuando el cortejo fúnebre llegó –con la bandera masónica cubriendo el
cajón– el cura vizcaíno comenzó a vivar al carlismo, mientras apuntaba contra
los «infieles». No disparó, pero el clima era de tal violencia, que fue
necesario llamar a los cónsules de España y Portugal, como mediadores. Calmados
los ánimos, García de Salazar fue retirado por Fernández Vior y el jefe
político salteño, Alejo Castilla. Entre ambos, lo embarcaron en una lancha que
lo depositó en el argentino pueblo de Concordia. Luego abrieron el templo con
permiso municipal –Castilla era juez y camarada– e ingresaron para cumplir con
lo prometido a la desconsolada esposa de Galeano.
El
figuerense alcanzó el grado 33º y fue miembro activo del Supremo Consejo del
Gran Oriente en Uruguay, en el que se desempeñó como porta-espadas. No era de
mucha altura, pero sí muy robusto y recio, de nariz apuntada y medio calvo. Fue
famoso, tanto por su firmeza de carácter como por su fuerza física. Fundó la
Barraca Central de Salto, distribuidora mayorista de frutas, cueros y lanas,
enfardadora de exportación –vía Montevideo– y participó en la firma José María
Guerra y Cia. La mayor transportadora de maquinaria y e insumos para las
Compañía Nacional de Minas, que explotaba la fiebre del oro en
Cuñapirú.
Los
negocios le permitieron trabar amistad con el taramundino Clemente Barrial
Posada, pionero de la prospección nacional. «Al principio, la única forma de
acercarse a Tacuarembó era remontando el río Uruguay hasta el Salto y de allí
por tierra a las minas. Pero, había un grave problema. Los enseres solo podían
ser llevados en carretas, a través de ásperos y solitarios caminos, que en
realidad no existían como tales[...] Correspondió a nuestra empresa, el honor
de intervenir directamente en el suministro de carretas que trasladaban la
maquinaria inglesa». La anécdota es contada por el historiador José María
Fernández Saldaña, dedicado biógrafo de Barrial Posada, también de su padre y
de su abuelo, el jefe político local Atanasildo Saldaña, progenitor de su madre
Dolores.
«Nacido
el 19 de enero de 1879, perteneció a una generación salteña que prestigió las
letras y la ciencia del país: Horacio Quiroga, José y Asdrúbal Delgado, Horacio
Maldonado, César Miranda, con quienes integró el Consistorio del Gay Saber, una
hermética peña literaria [de ex-alumnos del Hiram] que impulsó el movimiento
innovador de los 900» –anota Alfredo Castellanos.
Fernández
Saldaña colaboró en La Alborada, que dirigía el rochense Constancio C. Vigil y
en Rojo y Blanco, orientada por Samuel Blixen. Desde 1905 fue juez de paz en
Minas, diputado, diplomático y, durante siete años, subdirector del Archivo
General de la Nación y del Museo Histórico Nacional. «La tarea a la que
consagró sus mayores desvelos fue la reconstrucción del pasado, la salvación de
retratos directos, fotografías, litografías y grabados cuya valiosa colección
se encuentra en la Biblioteca Nacional» –enfatiza Castellanos. Publicó cientos
de artículos en el diario conservador colorado La Mañana y fue compañero del
figuerense José Luis Pérez de Castro, en el suplemento dominical de El Día.
Murió en Montevideo, el 16 de diciembre de 1961. Con su padre, compartió un
mismo ideal de fraternidad, progreso y conocimiento. Ambos fueron masones y
colorados. Como la sangre.
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