domingo, 27 de enero de 2008

Álvaro Fernández Suárez, entrañable cronista astur-galaico del exilio republicano en Montevideo


La Marcha del desterrado



Foto del pasaporte uruguayo de
Álvaro Fernández Suárez.

(Archivo Luis
Casteleiro Oliveros)
Sobre la base de la Quinta Historia del libro Héroes sin bronce (Editorial Trea, Gijón, 2005) y de un artículo publicado en el semanario Brecha (Montevideo, 2012).


20 de noviembre de 1940. Esa tarde de verdadero miércoles el escritor deambulaba por 18 de Julio, vulnerable, desamparado, sin rumbo. Había arribado pocas semanas antes a Montevideo, invitado por antiguos compañeros de lucha que procuraban, vanamente, curar heridas de guerra, tan profundas como recientes. El paso indolente señalaba agobio y desánimo. La mirada desatenta, apenas disimulaba un recóndito tormento. Su mayor preocupación no era la subsistencia material. Tampoco parecía convincente su pretendido papel de «hoja suelta por el mundo». Vivía perseguido por martirizantes fantasías que auguraban una muerte solitaria en tierra remota. Sufría, más que por la distancia, por el olvido.
«Os aseguro que es muy poco divertido encontrarse en un país extraño –confesaba con fina ironía–, sin amigos y sin cuenta corriente. De todos modos, aun en las peores situaciones me tengo por feliz comparándome con aquellos compatriotas alojados en los campos de concentración y en las cárceles de Franco. Ni siquiera me cambio por quienes gozan los favores del Caudillo. ¡Qué les aproveche!» La última frase repicaba en tono agudo, como sonoro despecho. Como doloroso recuerdo que laceraba su maltratada sensibilidad.
Cruzando la inevitable plaza Cagancha, se encontró con Andrés Fernández, un compañero uruguayo de causa, idealista y aventurero; escapado por pura buena suerte de la Madrid nacional.
Voy a lo del doctor Quijano. ¿Quiere que se lo presente? –fue la cálida invitación.
Muy bien –respondió el resignado español. –Nunca debe uno perder la ocasión de enriquecer su archivo de tipos raros. El comentario sorprendió a Fernández, tanto por la forma como por el destinatario: un influyente intelectual, militante en primera línea a favor de la diáspora antifranquista.
El extranjero se apuró a aclararle que no era despectivo. Recordaría –sin perder el humor– la sorpresa que le había causado un discurso de aquel llamativo personaje. «Fue en cierto mitin celebrado con motivo de una solemnidad ibérica de fecha reciente. Estaba yo en el gallinero o paraíso del teatro, cuando vi aparecer en el escenario a un hombre con cara de malhumor. Me dio gracia su figura gordezuela, de niño a quien le daba asco el mundo entero. Tenía una mano metida en el bolsillo del pantalón y con la otra accionaba bruscamente cual si le tirara piedras al público. Me gustó ese insólito ademán oratorio, tan distinto de lo habitual. Generalmente, quienes hablan en público, o trinan como aves canoras, estirando el cuello en la rama de un árbol, lloran o ríen, como actrices dramáticas. Me atrajo su mensaje. Dijo que había por ahí, dentro de trajes americanos, abundante cosecha de demócratas. Quijano, demócrata, si los hay, estaba disgustado con tan copiosos frutos. Al parecer, el gesto de asco le venía de que, si la cosecha de última hora era rica, en cambio, estaba podrida. Yo venía de Europa, donde no hay muchos próceres democráticos, ni siquiera podridos, y me daba por muy contento de hallarlos en América, aunque fuese en tan mal estado de conservación. Pero, así era él, según explicaron mis eventuales compañeros».
Pasaporte uruguayo de
Álvaro Fernández Suárez,
emitido el 16 de junio de 1948.
(Archivo Luis
Casteleiro Oliveros)
A las cinco de la tarde, Carlos Quijano estaba solo en su estudio de la Ciudad Vieja. Los recibió con una ancha sonrisa. «Era un hombre franco, pero, afectivamente, de carácter extraño. Aun le agradezco ese modo efusivo, inmediato, esa comunicación fulminante de simpatía y comprensión personal y afinidad ideológica». El abogado y periodista trató al aprensivo visitante, como si lo conociera de toda la vida.
Me parece que encontré un amigo –pensó con alborozo el desterrado, tras las primeras palabras. Fue un diálogo sobre «tonterías de moda». Criticaron a la Unión Soviética por su pacto con los nazis y condenaron la invasión a Finlandia. Se pusieron de acuerdo, a través de gestos que los acercaban con naturalidad. Enseguida surgió la peripecia del semanario Marcha, hijo pródigo de Quijano.
¿Podría usted ayudarnos? Nos provoca muchos disgustos –admitió. –Pero, verá que es una gran pasión compartida.
Creo que sí –fue la tímida respuesta de quien apenas se conformaba con recuperar sus juveniles ilusiones de tinta y papel. –¿Qué quiere que haga?
Escriba de cualquier cosa, lo que le guste –propuso el anfitrión con fuerte tono de carácter.
No, prefiero algo que pueda interesar al público. Algo que no sea conceptual con exceso. Nada de comentarios o disquisiciones especulativas. Una cosa viva, relatos, lances y episodios vividos. –¿Qué le parece Cosas vistas y oídas?
Fue de forma tan simple que ambos crearon una exitosa columna, de irreprochable regularidad. Ávidamente aguardada por decenas de miles de lectores del más memorable santo y seña de la izquierda latinoamericana.
«Por la generosidad de los orientales y por la excelente receptividad para los asuntos hispanos y europeos», dijo alguna vez, humildemente, el cronista que no firmaba con su nombre. Que prefirió encarnar un personaje de ficción al que atribuía los hechos y las aventuras relatadas. El 6 de diciembre de 1940 publicó su primer artículo: Los Alpes a vista de pájaro.
«Marcha es de todos los uruguayos. Es un verdadero prodigio de calidad intelectual y moral, algo raro y singularísimo. Comprendo que todo hombre de sana voluntad se aferre a sus reflexiones, porque en ninguna otra parte se halla tan sincero propósito de verdad y tanta honradez de pensamiento». Años después, de vuelta en Madrid, no había perdido su orgulloso cariño por aquellas páginas impregnadas de nostalgia. Era el único colaborador con quien Quijano jamás se enojaba. Uno de los pocos que podía robarle una sonrisa, aunque estuviera abrumado por un cierre imposible, tan típico de la publicación. El legendario editor le llamaba, afectuosamente: Juan.

"Álvaro Fernández  Suárez.
Bibliografía de un escritor
eficazmente olvidado,

Premio Padre Patac 2008.
(KRK Ediciones, Oviedo)
Gallego de Asturias
Álvaro Fernández Suárez nació el 21 de diciembre de 1906, en Couxela de Lugo, concejo de Ribadeo, a corta distancia de la ría del Eo. Su nombre figura en la obra Repertorio biográfico del exilio gallego, como «un ribadense que desde muy pequeño fue llevado al pueblo asturiano de Vegadeo, la cuna de sus padres». Allí vivió hasta los 18 años, cuando se trasladó a Madrid para estudiar Derecho y Economía en la Universidad Central. Se doctoró con un comentado ensayo: España, su forma de gobierno en relación con su geografía y su psicología. Una defensa filosófica del sistema republicano edición de autor de 1930– con prólogo de Jaime Torrubiano Ripoll.
Colaboró con La Calle de Barcelona, y La Voz de Madrid creada por el repliegue de los orteguianos por la crisis del paradigmático diario El Sol. Sus artículos estaban dedicados a la política regional, mientras daba a luz dos éxitos de la literatura de anticipación: Futuro del mundo occidental (Madrid, Aguilar, 1933) y Sentido místico de la energía (Madrid, Aguilar, 1935). «En el primero anunció las consecuencias hoy evidentes del desarrollo industrial: la automoción y la internacionalización de grandes empresas y el paro (desempleo) endémico. También predijo con notable exactitud, el período en que habría de estallar la Segunda Guerra Mundial, así como su desarrollo y resultados. En el segundo, señaló las transformaciones producidas en el espíritu humano, por colosales acumulaciones de energía física, en especial en forma de explosivos. Reflexionando sobre la desintegración del átomo como un hecho capaz de modificar la ética mundial». La opinión del filólogo Ignacio Soldevilla Durante quedó impresa en el ensayo: Álvaro Fernández Suárez y su obra novelística.
En 1931 ingresó a la Brigada Obrera de Estado Mayor de la Segunda República. Allí conoció a su mejor amigo: el poeta andaluz Francisco Ayala. El inseparable dúo trabajó en el Servicio Histórico del Ministerio de la Guerra, con otro irreverente creador, Agustín de Foxá, a quien llamaba Conde de Foxac, burlándose de su simpatía derechista. Fue ayudante en la cátedra de Derecho Político del positivista Adolfo Posada, que lo llamaba «mi joven paisano». Allí se reencontró con Ayala, frecuentó a Rafael Alberti y a María Teresa León, conoció a Pablo Neruda y se hizo amigo del editor Manuel Aguilar, de Max Aub, José Bergamín y León Felipe.

"Los Mundos enemigos",
Madrid, 1956.
(Archivo Aguilar)
Siendo presidente de la Juventud del Partido Federal, viajó a Ginebra para integrar un comité de expertos de la Sociedad de Naciones que estableció sanciones a la Italia fascista. Como agregado comercial de la embajada en Roma, protagonizó, involuntariamente, un insólito episodio en los años previos a la Guerra Civil. Fue secuestrado y amenazado de muerte por falangistas. El grupo liderado por el pintor César González Ruano, exigía la entrega de la oficina asaltada y la expulsión de los rojos de España.
Tras la traumática experiencia se trasladó a París, de donde fue llamado en los días iniciales del sitio madrileño. Voló en el mismo avión con André Malraux, hasta Alicante, y trasbordaron rumbo a Barajas, el 5 de noviembre de 1936. Sobrevivió al conflicto fratricida sirviendo al gobierno republicano: de Madrid a Valencia y de Valencia a Barcelona. La derrota definitiva lo transformó en perseguido político, con captura recomendada por la dictadura franquista. Como buen católico, adjudicó a un milagro su dramática fuga de la urbe catalana.
Refugiado en el sur francés, compartió los baños de Arcachón con el depuesto presidente constitucional Manuel Azaña Díaz. «Podría contar muchas cosas de este gran hombre, en quien concurrían cualidades admirables con defectos calamitosos.» En julio de 1940 –muy poco antes de partir a Uruguay– se desprendió del último libro de su biblioteca, con la siguiente dedicatoria: «Al hombre más conocido y más desconocido de España.» Una demostración de sincero afecto, que no hubiese tenido mayor historia sin la presencia del escritor Cipriano Rivas Cherif. El cuñado de Azaña se prendó tanto de la idea, que la utilizó en su Retrato de un desconocido.

Primera edición de
"Se abre una puerta",
Sur, Buenos Aires, 1953.
(Mercado Libre)
Exilio, respuesta y vanguardia
Fue un personaje del medio siglo montevideano, tanto como otros intelectuales del exilio español: el célebre Bergamín, José Carmona Blanco, Francisco Contreras Pazo, Benito Milla, Margarita Xirgu. «En la década de 1940 Montevideo era una irrepetible maravilla y nuestra juventud era tan tonta que creía que eso era realidad. Yo vivía en una casa que alquilábamos a medias con Bergamín. Los españoles fueron nuestros guías, los admirábamos. Con ellos tomamos noción de solidaridad intelectual. Eran los exiliados, palabra culta y entrañable, con un cierto acento extranjero». Así los retrataba –y se retrataba– Maneco Flores Mora.
Fernández Suárez escribió regularmente en Marcha, desde diciembre de 1940 hasta fines de 1954. En dos espacios distintos, con seudónimos diferentes. Cosas vistas y oídas ocupaba una página entera, firmada por Juan de Lara. Presente en todos los números –salvo en dos o tres por año– durante más de trece temporadas. Se encargaba también de las centrales dedicadas a política internacional. «Tenían un interés estratégico, tanto que su reconocida firma AFS mantuvo una regularidad casi perfecta, aun después de su retorno a Madrid», afirma la italiana Rosa María Grillo en El exilio literario español, artículo publicado en la separata cultural Insomnia, el 30 de abril de 1999. «Leyendo en secuencia cronológica más de quinientas hojas de su producción periodística, se nota un progresivo proceso de asimilación al ambiente uruguayo. A los primeros escritos memorialísticos –sobre la Guerra Civil y el éxodo– nostálgicos y sentimentales, sigue una serie de anécdotas y cuentos alrededor de un personaje de ficción (Parejo) domador de pulgas en un circo y luego militar en el ejército republicano.»
En 1941 comenzaba a fingir una mirada a su nuevo presente, con anécdotas y aspectos triviales de su vida. De vez en cuando hablaba de España, casi siempre partiendo de hechos contemporáneos: la muerte del hijo de La Pasionaria, en Moscú, o la ejecución de algún intelectual en las cárceles franquistas. También disfrutaba interpretando episodios de la cultura clásica e hispanoamericana; tan imaginativamente recreados, como de dudosa veracidad. «En general revela un agudo sentido de observación, no desprovisto de ironía. Es un escritor notable, dotado de una prosa ágil y expresiva, pero con algunas caída de tema y tono, por lo agobiante de la entrega semanal», señala la investigadora de la Universidad de Salerno.
Reedición de "Se abre una
puerta..."
, Oviedo, 2009.
(KRK Ediciones)
La producción del abogado no se agotó en Marcha. Trabajó también en el diario El Pueblo y en la revista Escrituras. Firmaba J. Lain sus columnas para Lealtad, emblemático periódico del Centro Republicano Español, declaradamente anticomunista. «Esas gentes no tienen la razón, nunca. Ni siquiera cuando dicen la verdad. Cuando dicen una verdad es, justamente, el momento en que más alejados están de ella. Lo afirma Nietzsche, a su modo pintoresco, al relatar el encuentro de Zaratustra, en la ciudad llamada Vaca Multicolor, con un loco que gritaba las propias verdades del profeta. ¡Loco, loco! Ahora te aborrezco más que nunca, porque repites mis propias palabras, pero sin entenderlas, ni sentirlas. ¡Y por eso las desacreditas!». La alusión fue escrita cuando la Unión Soviética rompía su pacto con la Alemania nazi.
Su novela Hermano perro (México, Zaplana, 1943), fue reseñada por Benjamín Jarnés en La Nación de Buenos Aires y otros diarios hispanoamericanos. «Es un ejemplo de libro independiente, originalísimo y profundo, en el que el humor siempre es sabiduría. Es la guerra contada por el perro Voluntario. Al parecer nace de una anécdota real, sobre una mascota particularmente inteligente y bien entrenada en el Ejército Popular. Se le atribuyen diversas hazañas de salvamento, imposible de documentar en búsquedas de hemeroteca. Es el personaje central que le quita protagonismo a su amo: el mismo soldado Perejo de sus artículos periodísticos. La escritura es extrañada, esperpéntica podríamos decir, con verdaderos hallazgos de humor y algunas geniales intuiciones psicológicas. Deja entrever una posible aplicación de la narrativa deshumanizada a la experiencia de la Guerra Civil, una vez recobrado el distanciamiento crítico y emotivo. Es una gran novela y después de haberla leído sabemos que no podremos volver a ver un perro con desprecio, ni a tratarlo con crueldad.»
De esa misma época datan: Cosas vistas y oídas (Montevideo, Biblioteca de Cultura Uruguaya, 1943) –resumen de sus primeras colaboraciones en Marcha– y El retablo del maese Pedro. Farsa endiablada de hombres y muñecos en dos anteactos y dos actos (Montevideo, Letras, 1945). «Un divertido y erudito homenaje a Manuel de Falla, en el que actúan personajes clásicos: Don Quijote, Sancho, Melisenda, Carlomagno. actores-muñecos que subrayan la total ficcionalidad y el efecto extrañante del hecho teatral», reseña Grillo.
Pasó a Buenos Aires en 1949. Allí colaboró con La Nación, con la borgiana revista Sur, con Realidad, dirigida por Francisco Ayala, y con el magazine Atlántida, fundado por Constancio C. Vigil. Por intercesión de León Felipe, escribió en Cuadernos Americanos de México, mientras publicaba: Se abre una puerta (Buenos Aires, Sur, 1953) y Los mitos del Quijote (Madrid, Aguilar, 1953).

Álvaro y un compañero
de viaje por Grecia, 1959.
(Archivo Luis
Casteleiro Oliveros)
Memorias del olvido
En 1954, luego de tantas penurias, había conseguido prestigio social y una digna situación económica. Vivía de publicar elogiados trabajos periodísticos y literarios y de un buen puesto en la Universidad de la República que le consiguiera su amigo Quijano. Pero ya no soportaba la angustia de una «distancia interminable». En diciembre decidió probar suerte y solicitó su retorno a la embajada española en la Argentina. Sería admitido, inesperadamente, por omisión o ignorancia de lo mucho escrito contra el bando nacionalista. Al regreso, compañeros del Cuerpo de Técnicos Comerciales del Estado propusieron su restitución al mismo cargo perdido por el exilio. «Lo obtuve –le contaba a Soldevilla Durante, en carta de 1982– con explícita constancia de mi ideología y de mi conducta republicana durante la guerra». Juan Fernández Figueroa le ofreció la subdirección de la revista madrileña Índice, y en 1955 editó su ensayo El tiempo y el hay, inspirador de una famosa pieza teatral de Alfonso Sastre. En esa etapa de reservada autocrítica también publicó: Los mundos enemigos (Madrid, Aguilar, 1956); España, árbol vivo (Madrid, Aguilar, 1960); El camino y la vida (Madrid, Aguilar, 1965) y La ciénaga inútil (Madrid, Aguilar, 1968).
Luis Casteleiro Oliveros,
filólogo de la Universidad
de Oviedo, autor de una
biografía de su tío abuelo
Álvaro Fernández Suárez.
(El Comercio, Gijón, 2008)
Tras la muerte de Franco, dejó, por lo menos, dos obras inéditas, que ni siquiera interesaron a su amigo y editor, Manuel Aguilar: Seis alas para Serafín (novela) y El fruto amargo (teatro). Como corolario, produjo un valioso ensayo de filosófico: El pesimismo español (Barcelona, Planeta, 1983), de culto entre académicos que reflexionan sobre la transición posfranquista.
«Si abrimos los diccionarios de literatura (desde el redactado por Federico Carlos Sainz de Robles para Editorial Aguilar en la década de 1950, hasta el muy reciente dirigido por Ricardo Gullón para Alianza Editorial) no existe el nombre de Álvaro Fernández Suárez. Otro tanto se puede ver en el repaso de los manuales de historia de la literatura, incluyendo el muy documentado de Valbuena y Prat, en la versión revisada y puesta al día por Pilar Palomo, o el de Ediciones Ariel. Tampoco se menciona en el Diccionario de Autores (el quién es quién de las letras españolas) realizado en 1988, bajo la dirección de Andrés Sorel. Es, pues, sin duda, un escritor olvidado.» Así cerraba Ignacio Soldevilla Durante, en 1995, su ponencia en el Primer Congreso Internacional del Exilio Literario Español, en la Universidad de Bellaterra.
Álvaro Fernández Suárez falleció en la oscuridad que tanto temía. «Silenciado por las mismas sectas industriales que criticó con inusitada visión y desgarradora valentía» (sic Soldevilla Durante). Fue en Madrid, en 1990. Solo lo acompañaron familiares muy cercanos, antiguos camaradas y amigos. Los sobrevivientes aseguran que se fue de la misma forma cómo vivió más de la mitad de sus 84 años. Invocando a su memorable Marcha. Evocando a su imborrable Montevideo.

Ecos

"España. Su forma de
gobierno en relación a
la Geografía y su Política"
,
con Prólogo de Jaime
Torrubiano Ripoll,
editado en Madrid, 1930.
(Archivo A. Bretons)
El sábado 1 de marzo de 1924, dos jóvenes emprendieron una memorable aventura periodística desde una pequeña oficina de la calle del Fondrigo. Fueron indiscutidos portavoces de la pequeña burguesía y el artesanado, que revolucionó a la entonces próspera y bulliciosa comarca ganadera del occidente asturiano. El líder de la original publicación fue Eustaquio Lago Galán, de 27 años, acompañado por un despierto adolescente de apenas 17. Aquellos valientes idealistas eran el azote de la vieja oligarquía local y regional. Sus filosos artículos –escritos con decoro y calidad literaria– provocaban reacciones y amenazas. Lejos de ceder ante presiones del poder, los cronistas redactaron en 1925 una desafiante declaración de principios:
Yo tiro sin compasión,
yo no admito subvención,
ni me caso ni me vendo,
de retóricas no entiendo,
y al ladrón llamo ladrón.
El quincenario se mantuvo hasta 1938, cuando, el final de la Guerra Civil comenzaba a apagar voces opositoras. Con despiadada saña. Lago Galán todavía es recordado como ejemplo de dignidad y desprendimiento. Alvarino –su precoz escudero– inició allí un largo recorrido intelectual. En la entrañable escuela periodística de Ecos Vegadenses.

Portada del ejemplar N° 1
del semanario Marcha,
23 de junio de 1939.
(Archivo Brecha)
Parece mentira
«Hice mi primer artículo en Marcha con muchísimo cuidado, con muchísima pasión por lograr un estilo fino, trabajado, expresivo, plástico. No carecía de cierta experiencia literaria, pues había colaborado en grandes diarios españoles y tenía publicados tres libros. La guerra cortó mi carrera cuando mi firma era poco conocida aún. Me decidí volver a empezar en Montevideo, con todo el entusiasmo ingenuo de un novicio Sentía un gozo fresco de adolescente al reanudar mi contacto con los lectores y agradecía la ocasión de volver a comunicarme con el público, cosa necesaria como el aire para un escritor.
Y apareció mi artículo. Apareció –¡ay dolor!– lleno de erratas. Algunas atroces. Por ejemplo, decía yo que el Ródano tenía en sus aguas relumbres de alinde y entre el linotipista y el corrector escribieron que el Ródano era relumbroso y otras cosas de este jaez. Me puse furioso. Casi estaba decidido a no seguir escribiendo; pero al fin perseveré e hice bien.
Logo de Marcha.
(Archivo Brecha)
Ahora, mis trabajos siguen saliendo indefectiblemente con erratas, algunas tremendas. Pero ya estoy acostumbrado y espero que mis lectores también. Es uno de los defectos de mi querido semanario. Todos sus defectos son de esta suerte, desgarrones en sus vestiduras, desaliño en la apariencia. Pero su corazón es magnífico, sano y fuerte. Mi torpe aliño indumentario, que decía nuestro gran poeta Antonio Machado. Con todo Marcha sigue adelante. Triunfa de sus erratas, de su modestia de medios, y triunfa sobre todo, de su terrible defecto de ser inteligente y de decir la verdad. ¡Parece mentira!» 
Fragmento de Cosas vistas y oídas,
Biblioteca de la Cultura Uruguaya, 1943.

No basta tener editor
"El pesimismo español",
editado por Planeta,
finalista del Premio
Espejo de España, 1983.
Fue vendido el año
pasado en 250 pesos.
(Mercado Libre)
«No es que me haya escondido del mundo, en el sentido físico ni tampoco místico. Sencillamente, me he inhibido. Sin embargo, llevo publicados como un millar de artículos firmados. Viví de colaboraciones durante quince años o alguno más, durante mi exilio en Montevideo y Buenos Aires, y en los primeros años subsiguientes a mi regreso a Madrid. Por otra parte, encontré editores bastante insensatos para infligirles mis obras a sus clientes. Pero los clientes y los posibles lectores en general anduvieron listos, y aunque las magras ediciones se agotaron lentamente, muy lentamente, los editores y yo reincidimos. A veces me alegro de que no se me haya hecho gran caso –bueno, algunos de mis títulos tuvieron una crítica espléndida, pero yo la desaproveché. Digo que a veces me alegro de no ser famoso pues, al menos, tengo la conciencia tranquila, pues mi prosa apenas si ha hecho daño a la gente. ¿Quién puede decir otro tanto?» 
Carta a Soldevilla Durante, de 1988.

Juan de Lara
Don Álvaro disfrutaba recreando anécdotas coloniales, casi siempre protagonizadas por guerreros americanos que solían derrotar al invasor europeo. Eran episodios desconocidos o quiméricos, de incomprobada certeza. Renovados en cada tertulia, con el valor agregado de una inmensurable fantasía. Su relato más recordado habría ocurrido el 29 de abril de 1521. Fue un viernes cuando los temibles mexicas capturaron una docena de soldados españoles; poco antes de la batalla de Xochimilco.
"Cosas Vistas y Oídas",
escrito por Juan de Lara,
editado por Biblioteca de la
Cultura Uruguaya, 1943.
Fue vendido el año
pasado en 400 pesos.
(Mercado Libre)
Los prisioneros fueron llevados al Gran Templo de Tenochtitlán, como ofrenda viviente para el patrono de la guerra: Huitzilopochtli. Les arrancaron el corazón, mientras recios sacerdotes imploraban por un triunfo contra el enemigo, que los humillaba y enfermaba con deshumanizada maldad. Regaron el altar con sangre de las víctimas. Luego les cortaron la cabeza, brazos y piernas, que esparcieron en los alrededores de la zona sagrada. Uno de los desgraciados, fue el cordobés Juan de Lara. «En un principio, el seudónimo no fue concebido exactamente como tal. Sería más bien el nombre de un personaje que debía protagonizar las aventuras relatadas. Pero yo me expliqué mal y el primer artículo apareció rubricado por Juan de Lara. Hube de aceptar el hecho, por esa inclinación supersticiosa que me prohíbe cambiar una firma.»

2 comentarios:

  1. Saludos desde Salamanca.Encontré su Blog indagando en Internet, sobre la obra de Francisco Contrerss Pazos.Soy familia de la mujer de Francisco.Le conocí a él cuando yo era un niño, en un viaje que hizo tras la muerte del Dictador. Me gustaría tener información sobre su obra y la posibilidad de conseguirla. aquí en España no encuentro nada desafortunadamente.Le agradecería me ayudase

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