martes, 30 de junio de 2015

Roberto Ceruzzi, fundador de Corporación Publicitaria la primera agencia uruguaya que se asoció con una multinacional

Desafiar es el verbo

Más de medio siglo en la publicidad le entrega el privilegio de haber conocido un lejano tiempo de intuición, inspiración individual y de autodidactas. El estudiante de Derecho, sin vocación, luego fue un frustrado emprendedor, que muy joven sintió cómo el mundo se le venía abajo porque no pudo instalar una fábrica de Revlon en Uruguay. Pero la desazón se transformó en oportunidad cuando ingresó a la agencia Consorcio Americano de Publicidad, de los hermanos Páez Vilaró. El ejecutivo ha recorrido un largo camino de desafíos, desde que su Corporación Publicitaria fue la primera empresa nacional que se asoció con una multinacional, nada menos que la poderosa J. Walter Thompson, luego JWT. Con Pepsi retó a la Coca, con Pilsen a la vieja Doble Uruguaya, y con la venta de un edificio entero en dos días, aceptó un insólito desafío Pintos Risso. Su culminación profesional fue la campaña que llevó a Julio María Sanguinetti a su primera presidencia de la República, en plena transición democrática. Con una idea desafiante transformada en slogan memorable: El cambio en paz. “Publicitar es vender, pero es más que vender, es comunicar, es crear. Los publicistas hacemos un aporte a la cultura de masas, con creaciones efímeras que permanecen en la memoria colectiva”, afirma, mientras sigue de cerca su penúltimo desafío: MDI, una empresa que vende software a clientes de todo el mundo desde una oficina del Palacio Salvo.

Sobre la base de la entrevista realizada con Alexis Jano Ros para el libro Publicistas, Historias & Memorias (Ediciones del Aprendiz, Montevideo, Diciembre 2010), actualizada en 2016. Foto Diana Pereira.

-Como tantos colegas de tu época, tu ingreso a la publicidad tuvo bastante de casual.
-Estaba en primer año de Facultad de Abogacía, me habían quedado unas previas; no sabía qué hacer y me encantaban los negocios. A un amigo que tenía una droguería, se le ocurrió poner una fábrica de los famosos cosméticos Revlon para toda América Latina. Me embalé enseguida y le pedí a mi padre, que se llamaba Miguel, que se asociara al emprendimiento o me consiguiera capitales. Mi padre era presidente de Shell, y tenía su oficina en el edificio del Automóvil Club, en la avenida Agraciada. Con aquella claridad tan suya, me respondió: “vos estás loco, nada te van a dar las empresas de acá”. Entonces le propuse que hablara con su amigo Miguel Páez Vilaró, porque de repente nos acompañaba. Miguel era el hermano mayor de Carlos, el pintor y dueño de Casapueblo, que manejaba los negocios de la familia. Era un personaje increíble que daría para escribir un best seller. Un admirable hombre de negocios, y el mejor relacionista público que conocí en mi vida. Al pobre Miguel le insistí tanto, que hizo el contacto, y cuando estuvo todo arreglado me mandó a los Estados Unidos. Nunca me voy a olvidar. Me recibió Charles Revson que era el número uno de Revlon y seis directores más. Yo hablaba un poco de inglés, pero alcancé a entender que me daban el sí, porque confiaban en Miguel. Tenía apenas 19 años y un entusiasmo incontrolable: me parecía una gran oportunidad, porque Revlon no tenía fábricas en América Latina. Llegué a juntar una fortuna, como veinte millones de dólares de ahora. Se prepararon los documentos con un montón de abogados que había en la vuelta y viajé con mi padre a Buenos Aires. Iba todo bárbaro. Nos alojamos en el Hotel Plaza y mientras planificábamos el negocio, vino la llamada fatal: “no firmen”. Fue en 1958, en tiempos de una tremenda reforma impositiva del contador Juan Eduardo Azzini, que en ese momento era ministro de Economía. Cambiaban las condiciones para la instalación de una fábrica multinacional; de la noche a la mañana había que pagar un montón de impuestos. ¡Quedé muerto! El negocio se cayó y yo me fui tres meses a Río, pero cuando volví seguía muy mal.

-Con los años te habrás dado cuenta que sólo era cuestión de tener paciencia y buscar otra oportunidad.
-Pero a esa edad no lo ves, te parece que se te acaba el mundo. Mi padre me vio tan bajoneado que me ofreció trabajar con Miguel en la agencia Consorcio Americano de Publicidad, la más grande del país en aquel momento. Con una característica insólita: en 90% de los clientes Miguel tenía una fuerte inversión en acciones y muchas veces integraba el directorio de firmas poderosas: Banco de Crédito, Fábrica Nacional de Cervezas, Ferrosmalt, Siam, Alpargatas. Allá fui una mañana, a la oficina de Treinta y Tres y Cerrito. Tengo un recuerdo lindísimo de Miguel, como persona y porque era un genio de las finanzas. Él comandaba un grupo que me trae recuerdos lindísimos, que también integraban como directores: Jorge y Carlitos Páez, y Rafael Ruano, cuñado de Miguel. En la agencia también trabajaba Fernando Valdez, otro genio de las relaciones públicas; Francisco García Otero, para nosotros El Gordo, el más intuitivo y audaz creativo que yo conocí; y Federico Reilly, que era el gerente general. Todos ellos fueron mis amigos, que me ayudaron y me guiaron en los primeros tiempos de formación.

-¿Tu primer trabajo fue como creativo?
-Nunca fui creativo, aunque supongo que hay algo de creatividad en nuestro trabajo para mantener abierta una agencia más de 40 años. En Consorcio empecé como ejecutivo, en un momento muy particular de la publicidad, con agencias muy desorganizadas, poco profesionales. Las campañas eran increíbles. No había un breefing, no se sabía qué era el target. Era tirar al aire, tirar, tirar y tirar. Los medios a pautar se elegían a gusto del cliente, que solía preguntarle a la señora, a la novia o la amante: ¿vos qué novela ves? Mi visión cambió después de un curso en Estados Unidos. Así convencí a unos muchachos para que crearan la empresa Marketing Asociados, la primera que realizó una medición de mercado en el país, allá por 1964. Aunque aquellos pioneros, Sergio Fernández, Juan José Chá y José Luis Soto trabajaron muchísimo, la mercadotecnia recién comenzó a consolidarse varios años después. Si bien el negocio tenía sus limitaciones profesionales, aun así dejaba muy buenos ingresos. Pero un día Miguel decidió irse a vivir a Buenos Aires, y como la agencia era muy unipersonal, la cosa fue de mal en peor. Una tarde me reuní con dos compañeros que no eran de la familia Páez: El Gordo García Otero y Federico Reilly, que manejaba la cuenta de Alpargatas. Lo primero que les dije fue muy clarito: “muchachos, hay que hacer otras cosas, porque nos venimos a pique”. Entre idas y vueltas, los tres nos asociamos para fundar orporación Publicitaria, a principios de 1976. Consorcio Americano de Publicidad siguió un tiempo más, pero ya estaba señalado su destino. Nuestras dos primeras cuentas fueron: Shell y Air France, que nos daba mucho canje por pasajes. Al mes vino Philips y al mes y medio llegó Pepsi Cola.

-¿Cómo se asociaron con J. Walter Thompson?
-Los americanos ya estaban aquí, instalados en Rincón y Treinta y Tres, desde hacía unos cuántos años; pero en 1979 decidieron retirarse porque su principal cliente era Ford, que en ese momento abandonó la operación en Uruguay, lo que era bastante lógico, porque no se podía mantener una infraestructura con tantos extranjeros. Entonces se contactaron conmigo, buscando un socio nacional. Nos investigaron de arriba para abajo, hubo la tal auditoría, y nos pusimos de acuerdo. A ellos les correspondía el 20% de las acciones y a nosotros el 80. La cosa venía sensacional, hasta que nos pasó algo similar a lo de Revlon, no se pudo firmar por problemas estatuarios en Estados Unidos. Así nos quedamos con todo: el nombre y ciento por ciento de las acciones. Fue la primera experiencia de asociación de una agencia internacional. Así nació Corporación Walter Thompson, en Ejido 1219 esquina Soriano, que se llamó así hasta que ellos cambiaron por JWT.

-Justo en el momento que comenzaba a cambiar la publicidad uruguaya.
-Es verdad, pero no creo en aquello de un momento histórico. Me parece que el camino se inició con la televisión, que comenzó a exigir más que en la época de las agencias de avisos. Hubo una mayor exigencia de tecnificación, que luego dio lugar al marketing, a las mediciones de audiencia, a las investigaciones de mercado, a los testeos de productos. Antes eso no existía. Así nos fuimos profesionalizando. ¿Por qué cerró Consorcio que era una empresa enorme? Porque sus responsables siguieron arraigados a conceptos perimidos. Muchos dicen que la publicidad española fue decisiva en nuestra evolución. Algunos hablan de la influencia del destape español, pero destape hubo en todos lados. Es verdad que España tuvo su boom, pero la publicidad fue creciendo pareja, en todo el mundo. Sigo creyendo que la tecnología fue fundamental: al principio fue la tele, luego vinieron las computadoras y ahora es internet, que te hace todo más fácil. También fue decisiva la creación de las carreras universitarias. Los muchachos salen con otra base teórica de la facultad.

-¿Los avisos que ganan más premios son los que menos venden?
-A veces sí, a veces no. A mí nunca me gustó correr detrás de un premio, porque no siempre es sinónimo de éxito profesional, ni es bueno para el cliente; pero subir la escalerita te da satisfacciones. Nuestra agencia fue la primera que ganó una medalla de oro en Nueva York, con una campaña para Philips. Un aviso que gana premios y no vende es aquel que tiene una gran creatividad pero se olvida del producto. Siempre digo que son avisos que podrían tener a sus creadores como marca, porque en realidad se están vendiendo ellos. Una cosa es meter creatividad para llamar la atención, para vender, y otra es trabajar pensando sólo en sí mismos, en su ego. En general los creativos son muy egocéntricos, como buenos artistas; para vender el producto estamos los ejecutivos. Es una muy buena discusión. Nunca estuve para ponerme en primera fila, ni me gustó meterme en el área creativa; pero siempre cuidé que hubiera un equilibrio.

-Una marca como Pepsi, tan apetecible, en realidad trae consigo un problema: un producto global que no es líder, y que seguramente no lo será en el futuro.
-Para mí siempre fue una ventaja, porque en este negocio el que tiene mayor preocupación es el que va adelante. Para nosotros fue un desafío, porque si bien es muy difícil cambiar el liderazgo de Coca Cola, también sabemos que cualquier numerito que sube Pepsi siempre luce mucho, está muy bien visto por el cliente. Trabajar para Pepsi significa desafiar a un líder muy poderoso, y en algún momento hubo que hacer algo distinto: nosotros fuimos pioneros de las promociones.La primera mató: “El desafío Pepsi” y se llamó así porque había que cambiar la costumbre que tenía la gente de pedir a la competencia como genérico, desde que los niños le dicen a la mamá: “comprame Coca”. A mí me pasa. Hicimos un esfuerzo muy grande. Contratamos a la Disney para que sus personajes salieran en las tapitas. Hicimos una lotería: los chiquilines juntaban las tapitas y se ganaban premios. Fue una satisfacción, porque en algún momento todos los chiquilines de Montevideo jugaban a la lotería con los muñequitos de Disney; y le pedían a la mamá: “comprame Pepsi”. Así creció la participación de Pepsi en el mercado. La evolución tuvo un techo y luego bajó, pero nadie nos quita la satisfacción de que otras marcas siguieron nuestro ejemplo: Norteña, Conaprole, y hasta la Coca.

-También participaste en el lanzamiento de la cerveza Pilsen.
-¡Qué marca! El champán de las cervezas. Aquel slogan inolvidable fue nuestro. Me acuerdo que fui a Buenos Aires a buscar a Chunchuna Villafañe, una modelo bellísima, muy inteligente, que aceptaba ofrecimientos profesionales sólo si le gustaba la marca o la creatividad. Fueron unos avisos increíbles, que pegaron muy fuerte en los consumidores. Hasta ese momento la marca de Fábrica Nacionales de Cerveza era Doble Uruguaya. Pilsen estaba escondida, porque no la utilizaron durante años. Después de ese lanzamiento, en gráfica y televisión, se impuso enseguida. Hubo otra campaña, para mí inolvidable, para Pintos Risso, cuando lanzó sus Torres Náuticas del Buceo. Un tarde Sergio Pintos, el nieto de Walter, nos puso a prueba. Fue muy clarito: “si me venden un edificio en un fin de semana les entrego toda la cuenta”. Pero no era cualquier edificio, era la Torre del Puerto A, la primera, y por lógica, la más difícil. Nosotros aceptamos el desafío. Me acuerdo que hubo una campaña de expectativa muy interesante. Contratamos a los noticieros y programas del fin de semana. Los locutores decían que se habían vendido 22 de 100 apartamentos. Pero lo mejor fue algo que hicimos sin decirle a Pintos. Contratamos 30 parejas de actores, de unos 40 años, los entrenamos toda la semana y los metimos en las colas de interesados, todo el sábado y todo el domingo. Ellos hablaban con la gente como si se tratara de compradores. Que la vista, que el confort, que la seguridad. El resultado fue que los apartamentos se terminaron a la cuatro de la tarde y nos quedamos con la cuenta total.

-¿Cuánto aportó Corporación al negocio en este medio siglo?
-La publicidad cambió mucho. Somos una agencia iniciada con los antiguos criterios ¡pero vaya que supimos actualizarnos! El secreto es poner gente joven, pensar primero en las necesidades del cliente e incrementar los canales de comunicación. Antes había más picardía, ahora hay más conocimiento y mayores exigencias. La publicidad actual es mucho más competitiva. Es mucho mejor que la de antes. Se nota en los resultados y en los premios también. Hubo un cambio reciente, no hace más veinte años, por la masificación de medios, por la globalización. La agencia comprendió a tiempo que la moderna publicidad de medios debe combinarse con los puntos de venta, con el marketing directo, que no existían antes. Nos encanta Internet, pero como canal publicitario todavía no está desarrollada como uno se imaginaba diez años atrás, a pesar de Google. Uno de nuestros rubros fuertes es la publicidad exterior, que acompañamos la tendencia de hacerla cada vez mejor, quizá porque es cada vez más abundante y para destacarse hay que ser muy creativos.

-¿Cuáles son las ventajas y desventajas de estar asociado con una multinacional y formar parte de ella?
-Para nosotros todo fue positivo, porque ganamos en calidad de trabajo y jamás perdimos identidad. Ni la Thompson primero, ni JWT ahora, jamás se meten en nuestro trabajo, quizá porque atendemos bien a sus clientes. Cuando hay confianza y resultados, jamás intervienen. Participamos en certámenes internos, a los que fuimos a aprender y terminamos ganando 25 mil dólares que se repartieron entre los creativos. Se presentan los trabajos del año, que reciben puntaje por cada área de actividad. Fuimos como una filial pequeña y terminamos novenos en el mundo en 2008 y octavos en 2009. Entre nuestras colegas de América Latina fuimos primeros en 2008, y segundos en 2009, apenas nos ganó Brasil.

-¿Cómo fue tu experiencia en publicidad política?
-La propaganda política nada le agrega a la publicidad comercial; al contrario, sólo le trae problemas; y que conste que lo dice alguien que tiene a una campaña electoral como una de sus experiencias memorables. Pero ni siquiera le crea un know how de experiencia, porque un candidato no se vende como un producto más. Pero hay algo peor, si el político se cree que sabe, pero no sabe nada y es muy metido, ese político no ayuda nada. También están los que se saben vender y ayudan. Lo ideal es que sea un buen comunicador y que permita el trabajo de los publicistas. Va mucho en la parte personal. Cuando Sanguinetti me ofreció su campaña en 1983, después de las internas, me fui a Estados Unidos tres meses para estudiar y trabajar con los principales expertos en marketing político; creo que fui el primero en el país. Nada hubo improvisado. Fue un desafío de un año completo, las veinticuatro horas del día. Sanguinetti era un muy buen producto, muy vendible con un posicionamiento inmejorable: diputado, ministro y gran periodista de Acción. Era un excelente candidato para ese momento de transición democrática. ¡Si habrá sido bueno que ganó! Es culto, astuto y tiene una gran virtud: sabe escuchar, aunque después haga lo que le da la gana. “El cambio en paz” fue una idea de Sanguinetti y su equipo, que Corporación transformó en un slogan que todavía se recuerda. La elección de 1984 fue la culminación de mi carrera como asesor publicitario, pero la política te destartala la agencia y encima recibís rezongos internacionales. El político es muy absorbente. Te distrae esfuerzos, los clientes te miran de reojo, y se quejan. Nunca más agarré una campaña electoral. En definitiva: gané y me fui.

-¿AUDAP cumple con su papel gremial?
-Es muy importante que las principales agencias estén unidas, para establecer normas de ética de la profesión, para mejorar el trabajo publicitario y para marcar una presencia colectiva frente a temas de interés común. Pero una cosa es el ideal y otra la práctica. Por ejemplo, si el gremio decide no bajar los honorarios, además de informarlo también hay que trabajar mucho para que se cumpla; hasta hablar con la Cámara de Anunciantes. Hay que estar siempre alerta para que los concursos y las licitaciones sean por trayectoria, estrategia y creatividad, pero no porque una agencia baja el precio. Lo digo por la profesión, por la autoestima de los profesionales y por el bien de la publicidad uruguaya. Hay agencias o pseudo agencias que funcionan porque alguien tiene un amigo industrial o comerciante; pone una oficina, a veces una secretaria y se dicen publicistas. Eso existió siempre, pero hoy se ha multiplicado. Y no es que esté en contra de las agencias pequeñas, porque así han nacido las grandes; pero estoy en desacuerdo con las empresas golondrina, que pasan incumpliendo las normas mínimas y que le hacen mal a la profesión. La situación es compleja, pero sería peor si no existiera AUDAP.

-¿La creatividad es un don artístico o un oficio que se aprende?
-Hay una combinación de ambos: para crear es necesario un don, pero que debe ser mejorado con la formación profesional. Me gustan los estudiantes, porque vienen con unas ganas bárbaras y un montón de teoría, pero los agarra un creativo con experiencia y los da vuelta; porque un año de agencia equivale a cinco en la universidad. De sólo imaginar lo que sería el primer día de un estudiante al lado del Gordo García Otero, me digo: ¡pobre botija! pero seguro que iba a aprender muchos secretos de la comunicación.

-¿La publicidad es un bien cultural?
-Es una actividad muy importante para la sociedad moderna, porque informa sobre producción, comercio, servicios. Publicitar es vender, pero es más que vender: es comunicar, es crear. Los publicistas hacemos un aporte a la memoria colectiva. Un buen ejemplo es el aviso de Alejandro Vascolet, creado por los colegas de Ímpetu. Me resulta fascinante. La idea, el jingle, el personaje. Es una excelente síntesis de historia y permanencia, y un buen ejemplo de cómo la publicidad es un bien de la cultura de masas. 

-“El universitario y el autodidacta no son incompatibles en publicidad, porque las
mejores ideas nacen del intercambio creativo y de la diversidad de experiencias.” 


-“El antiguo 17.75%, que ya no existe más, creaba un marco de honorarios. Era mucho más sano que andar pidiendo comisiones por afuera como ocurre tantas veces ahora.” 

 Miguel 
-“Jorge y Carlitos Páez Vilaró, sus hermanos, son excelentes, pero él era un fuera de serie. Hay una anécdota increíble. Una tarde de 1960 recibe una llamada desde Estados Unidos. Era su amigo John Kennedy, en plena campaña electoral. Ambos estaban muy vinculados a la Iglesia Católica, pero parece que Kennedy se había pasado en las críticas a los curas y causó malestar en la grey de ese país. El asunto fue que tenía mucho temor, porque podía perder los votos católicos. Kennedy le pidió a Miguel que intercediera ante el cardenal Spellman, la máxima figura eclesiástica de Estados Unidos, que también era su amigo. Miguel viajó de inmediato, se reunió con Spellman, arregló el tema y Kennedy fue presidente.”

Carlitos

 -“Fuimos muy amigos, porque nuestros padres fueron amigos. Me acuerdo que en mi primer o segundo día en la agencia estaban preparando la campaña de lanzamiento del pantalón Far West, de la fábrica Alpargatas. Viene Carlitos y me muestra: ‘mirá lo que les preparé, están enloquecidos’. Había que conseguir 187 reflectores de dos metros de diámetro, siete aviones, dos balsas gigantes y las azoteas de edificios de Pocitos. La idea era que el Club del Clan argentino desembarcara de noche en la playa, mientras los reflectores iluminaban el agua y los aviones surcaban el cielo. Era un despelote. Calladito, voy a buscar los reflectores, y resultó que había sólo cuatro y uno estaba roto; tampoco era posible que los aviones volaran de noche y la balsa no podía llegar a la playa porque estaba prohibido. Entonces me tuve que bancar al cliente y convencerlo para hacer otro lanzamiento. Carlitos Páez Vilaró es un bohemio divino, terrible artista, pero ¡en publicidad tenía cada ideas!”

El Gordo
 
-“Pesaba 200 y pico de kilos, todos de intuición y genialidad. Era pura inteligencia e imaginación, y un personaje: con aquella voz gruesa y una elefantiasis que lo obligaba a andar con muletas. Por su propia enfermedad, iba de vez en cuando a la agencia; pero era el único creativo de Consorcio, y si se ponía a hablar, convencía a cualquiera. Así era aquella publicidad. Así era Francisco García Otero, para nosotros el Gordo”.

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