jueves, 11 de noviembre de 2010

Con Daniel Vidart, antropólogo uruguayo, investigador de la Ecología Humana, cronista del patrimonio natural, histórico y cultural

El sabio de la tribu

(Alejandro Sequeira, 2010)
Nacido en Paysandú, el 7 de octubre de 1920, el antropólogo, investigador, ensayista y docente uruguayo sigue produciendo trabajos como si se tratara de un joven egresado de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Fue secretario del presidente Tomás Berreta, bastante antes de cumplir treinta años, luego vicepresidente del SODRE y técnico de la UNESCO en temas agrarios y de educación ambiental con un paso memorable por Colombia y Venezuela. En esa agencia de Naciones Unidas formó parte del Colegio Internacional de Expertos para el Estudio de la Ecología Humana en la Zona Árida. Es Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Montevideo y Miembro de Número de la Academia Nacional de Letras del Uruguay. “Está bien que exista un Sistema Nacional de Áreas Protegidas que preserve algunos de los ya hollados —pero aún no destruidos— ‘santuarios’ naturales, por el azote del turismo o las heridas del trabajo: islas, quebradas, montes indígenas, rincones serranos, sistemas lacustres y palustres”, afirma convencido, el sabio sanducero, quizá, el último polímata de las ciencias sociales de América Latina.

Sobre la base de la entrevista publicada en el fascículo Biodiversidad, N° 1 de la serie Áreas Protegidas del Uruguay, diario El País, 2010. Actualizado en 2016. Diseño, concepto visual y fotos: Alejandro Sequeira.

¿Qué es patrimonio natural?
Patrimonio viene de “pater”, que en griego y latín significaban “padre”. Originariamente, los invasores aqueos llevaban la patria (patriós) consigo. Ésta era de carácter inmaterial: se trataba de un intangible repertorio cultural. En cambio, el patrimonio, etimológicamente hablando, se refiere a la herencia material, pecuniaria que pasa de los padres a los hijos. La patria intangible de los invasores de la Grecia pre-helénica se trasladó, una vez que los nómadas se sedentarizaron y fundaron ciudades, al dominio económico de aquellos bienes representados por el dinero, los objetos y las posesiones inmobiliarias. Finalmente, la voz se transvasa al dominio social: se denomina patrimonio al conjunto de costumbres, usos, visiones del mundo, repertorios de objetos y construcciones que una generación trasmite, implícitamente, sin previo discurso, a la que la sucederá en el espacio y en el tiempo. Esta herencia sociocultural constituye una sumatoria de bienes materiales y valores espirituales, tangibles e intangibles como ahora se dice. Ergo: no hay patrimonio natural. La Naturaleza y la Historia constituyen los hemisferios que confirman la unidad existente en el planeta Tierra entre lo cósmico y lo humano. No existen, en consecuencia. ni el “Derecho Natural”, ni el humano “Estado de Naturaleza”, ni el tan mentado “Patrimonio de la Naturaleza”. La Naturaleza configura una urdimbre planetaria de geosistemas y ecosistemas, en tanto que las culturas y civilizaciones —o sea las culturas de las ciudades— tejen sobre aquélla una trama de antroposistemas y tecnosistemas con
rasgos propios.

Entonces, ¿no está de acuerdo con la división que se hace entre patrimonio cultural y natural?
No, porque solo existe patrimonio cultural. En la Naturaleza pura solamente existen sitios, lugares, espacios terráqueos, en los que se alternan la tierra y el agua. Los paisajes, inexistentes en la virginidad prehumana de Gea, surgen merced a la obra del hombre del pago, el “Paganus”, el paisano, y del ciudadano, padre y a la vez hijo de la “Urbs” romana o “Asty griega, entidades edilicias donde se convierte en cives o polités, sujeto de derecho. La naturaleza humanizada se convierte de este modo en paisaje, landscape en inglés, y landschaft en alemán.

(Alejandro Sequeira, 2010)
"Tanto filosófica como antropológicamente se ha distinguido muy claramente entre Naturaleza, lo dado, y Cultura, lo creado por el hombre."

¿Qué es biodiversidad?
Es un término que señala la interrelación existente entre los integrantes de un nicho ecológico, donde el bioma y la biota deben estar en equilibrio. Muchas especies vegetales y muchas animales —pensemos en el bosque tropical— entretejen sus roles en la llamada “cadena ecológica”, que es más correcto denominar alimenticia o trófica, iniciada a nivel de los seres autótrofos o productores, como son las plantas. La fauna de consumidores primarios o herbívoros (esta voz limita drásticamente el repertorio de alimentos que ofrece la flora: pensemos solamente en la jirafa, que devora hojas, o el mono frugívoro) es a su vez devorada por los carnívoros, consumidores secundarios. Entre éstos, a su vez, los carnívoros más diestros o poderosos se alimentan con los más débiles o vulnerables (el águila atrapa y come a la serpiente). Y al perecer los fagótrofos, que así se les llama a los integrantes del Reino Animal, los hongos y los microorganismos reductores del suelo viven de festín en festín, sin desplazamiento ni merodeo. Su mesa está siempre servida. A los restos animales hay que agregarle los de los vegetales: hojas, ramas, cortezas, troncos. Para que este proceso sea intenso es imprescindible la biodiversidad, la coexistencia de muchas especies en equilibrio con el medio y entre sí. Entonces, a partir de la substancia orgánica elaborada por los microorganismos y los hongos (microbiota y micobiota) reinicia el ciclo vital pues los vegetales aprovechan el abono generado por los microorganismos y los elementos minerales del suelo. Hay una leyenda muy extendida acerca de la sociedad entre indígenas y naturaleza. Yo he visto a los indios de la floresta trópico-ecuatorial sudamericana embarbascar las aguas para adormecer a los peces, y cuando el barbasco abunda miles de peces atontados, y no consumidos, perecen en los raudales y rabiones, o son comidos por las aves de presa. Y en esa misma selva sus habitantes originarios hacen grandes quemas de árboles para plantar allí mandioca. Cuando el suelo ya no rinde, levantan las malocas, incendian otra área boscosa,y así, estos plantadores itinerantes van dejando grandes calveros, donde solo podrá nacer una vegetación secundaria. Sin embargo eso no siempre ocurre porque las lluvias lavan los suelos lateríticos, pobres en nutrientes, y estos quedan expuestos al sol, que quema y degrada. Entonces, esos peladeros rojizos, que apenas pueden sustentar a unos raquíticos arbustos se transforman en los acusadores testimonios de una imaginada y glorificada sociedad armoniosa entre el indio y la naturaleza. Esto, por cierto no significa que haya mesura en la caza y recolección. Pero ambas actividades siempre dañan, siempre empobrecen el capital biológico y muchas veces atentan contra la biodiversidad.

Detalle del cuadro M62, del
artista uruguayo José Gamarra,
realizado en 1962 en técnica míxta
sobre tela, 51/65 centímetros.
(Galería de las Misiones)
Aunque el concepto de biodiversidad es muy moderno, también es imaginable que las comunidades originales que vivieron en nuestro territorio, ya cuidaban y depredaban el ambiente. ¿Quedan señas de identidad de ese trabajo?
En el Uruguay nada resta entre las poblaciones paisanas de nuestro interior de las técnicas indígenas de caza o pesca: solo sobrevive la tradición de que el monte, al que también recurre la gente de tierra adentro, era la farmacia del indio. La gente de los pagos ha heredado ese conocimiento de las plantas benéficas, que se utilizan, y de las dañinas, que se desdeñan. Existen pocos indicios de la economía indígena. Los rompecabezas de las costas del Este, utilizados para la matanza de lobos marinos, y las puntas de flecha y boleadoras que servían para la caza de herbívoros y ñandúes, fundamentalmente, no pueden constituir indicios de una cuidadosa administración del ambiente, sino todo lo contrario. Las pesas líticas de red que han sobrevivido, apenas nos ofrecen un indicio acerca de las artes de pesca, en las que se recurría a los anzuelos, arpones, flechas, redes y, sin duda, nasas. También podemos inferir, por comparación con las prácticas comprobadas por la etnografía, que se utilizaba “el ojeo” para la caza, llamado “chaco” en quechua, y no más. Ya no existen existen tribus en el interior del país y las tradiciones orales son insuficientes como para intentar una verosímil reconstrucción de las prácticas conservacionistas.

—"Se dice que el indio es un socio de la naturaleza y que el hombre blanco es un despiadado patrón de la misma. ¿Puedo dudarlo?"

¿Toda intervención del hombre contamina? ¿Cuál es el límite tolerable?
No es del todo así. En particular en esta época, en la cual las técnicas de producción e industrialización pueden ser terriblemente destructivas o juiciosamente conservativas, reconstructivas o creativas. Generalmente destruye y contamina, si no se racionaliza la demanda a la naturaleza y no “demanda ecológica”, lo que entraña un disparate pues la ecología en tanto que ciencia nada puede afectarla y el ecosistema en cuanto que entramado ambiental sí padece el saqueo, despojo y contaminación que impone el género humano. El hombre es un ser destructivo de su medio: para subsistir depreda, y ello ha sucedido desde la prehistoria. Los tan ponderados ancestros, donde había bosques los incendios nos legaron praderas: las sabanas del Orinoco tienen ese origen. Todo el bosque herciniano europeo cayó pajo el hacha de los agricultores danubianos en su marcha hacia el Atlántico. Y ni que hablar de los espantosos castigos que la minería, el monocultivo, la plantación itinerante, la deforestación comercial y la minería les han impuesto a las florestas de la zona tórrida. Otras veces, y ojalá que estas prácticas se extiendan, gracias al desarrollo de una enseñanza efectiva, a partir del jardín de infantes —sin caer en el terrorismo ambientalista— el hombre ayuda a la recuperación o mejoramiento de la naturaleza: planta bosques, domestica ríos —Egipto no es un “don del Nilo” sino del hombre neolítico—, gana tierras al mar y en ellas se siembra tulipanes, como en Holanda, etcétera. Pero todavía dista mucho la culminación de este sueño: los países ricos contaminan sus ríos, campos y poblaciones en tanto que los países pobres, expoliados por las economías centrales, que roban sus recursos naturales, condenan a los miserables al saqueo de los ecosistemas para durar en vez de vivir. Los límites tolerables tienen que ver con la capacidad de adaptación de la especie humana.

Uruguay trata de cultivar una imagen de “país natural”, pero ¿cuánto se hace para llevar a la práctica esa idea?
No existe el Uruguay Natural. Un excelente estudio realizado por el geógrafo Germán Wettstein demostró que desde el período indígena, pasando por el colonial, el del despertar republicano, el de las cruentas guerras civiles, el de los inmigrantes laboriosos del siglo XIX y el de la tecnificación rural y urbana contemporáneas, la naturaleza fue, constantemente, avasallada por el hombre. La ganadería y la agricultura cambiaron la flora y la fauna del Uruguay interior, y si a ello le sumamos las vías de transportes, los cultivos, las industrias de todo tipo, y los contaminantes sólidos, líquidos y atmosféricos provenientes de los sitios poblados y construidos, nada queda del territorio natural, que solamente fue virgen antes de la aparición del período paleoindio.

¿Se han preguntado alguna vez los montevideanos y demás gentes del sur por qué ya no se ven luciérnagas ni grandes mariposas con alas amarillas y negras? Pues la respuesta es simple: los agroquímicos han acabado con ellas.”

¿Son necesarias las Áreas Protegidas? ¿Por qué? ¿Para qué?
Es bueno preservar algunos de los ya hollados —pero aún no destruidos— “santuarios” por el azote del turismo o las heridas del trabajo: islas, quebradas, montes indígenas, rincones serranos, sistemas lacustres y palustres. Se trata de emular la instalación los Parques Nacionales, existentes en otros países. Esta denominación, aplicada a las estepas herbáceas de Serengeti en África o al Parque de Yellowstone en los Estados Unidos, consagra una buena práctica, siempre que se controlen los desmanes del turismo. Aunque es un tema menor, podría discutirse el empleo de la voz “nacionales” al referirse a tales zonas protegidas. La nación, un valor intangible, de carácter afectivo, encarnado en el “nosotros” y sazonado por la tradición y la historia, es algo muy distinto al territorio o al país en cuanto extensión geográfica, en cuya espacialidad se expresan los elementos de la naturaleza y se inscriben los precipitados paisajísticos de la cultura.

El río Queguay Grande a la altura del
Rincón de Pérez, que tantas

veces navegó Daniel Vidart.
(Guichón Info)
¿Qué sitios naturales del país son los que más disfruta?
Soy sanducero. Desde niño me atrajeron las islas, los crepúsculos ensangrentados, la cascadita del “río de los peines” o “del agua peinada (una de la interpretaciones del término guaraní Queguay), el Hervidero, ese delicado pulidos de ágatas, la meseta desde donde Artigas —de quien soy chozno es decir, directo descendiente— contemplaba ideales federalistas antes que paisajes terrestres. Mas tarde, cuando recorrí todo el Uruguay, muchas veces a caballo, encontré rincones maravillosos en las quebradas serranas, en las grandes praderas bajo la luna, en los amaneceres junto a los arroyos. Visité grutas, subí cerros y me tendí en las arenas de Punta del Diablo para mirar las nubes salobres que fingía la espuma al reventar la ola en la roca y, de paso, escuchar con deleite el rezongo del océano. ¡Hombre, ya escribí mucho sobre el paisaje uruguayo! Al que degusté en en sus aromas y colores, en su indescriptible encanto, en sus matices delicados, en sus vespertinas melancolías. La poesía empieza a hervir a borbotones: ¡alto ya! Quiero decir, para finalizar, que amo mucho el cuerpo de mi patria, a veces senil, a veces increíblemente joven. Semeja a una mujer de suaves curvas tendida de horizonte a horizonte.

—“La ganadería y la agricultura cambiaron la flora y la fauna del Uruguay interior, y si a ello le sumamos las vías de transportes, los cultivos, las industrias de todo tipo, y los contaminantes sólidos, líquidos y atmosféricos provenientes de los sitios poblados y construidos, nada queda del territorio natural, que solamente fue virgen antes de la aparición del período paleoindio.”

Daniel Vidart Bartzábal
—Nacido el 7 de octubre de 1920, en Paysandú, capital del departamento homónimo del litoral norte de Uruguay, es antropólogo, narrador oral y escrito, investigador, ensayista, docente.
—Fue director del Departamento de Antropología de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad de la República, profesor de Antropología en el postgrado de Ingeniería Ambiental en la Universidad Nacional de Colombia, que le otorgó el título de Profesor Emérito, también fue docente de Antropología en la Universidad Nacional y Director del Centro de Estudios Agrarios de la Universidad Católica de Santiago de Chile y de Sociología General y Nacional en el Instituto de Profesores Artigas, Montevideo.
—Entre 1952 y 1958 fue vicepresidente del Sistema Nacional de Radiodifusión del Estado (SODRE).
—En 1962 fue director del Centro de Estudios Antropológicos Paul Rivet, y trabajó para UNESCO en temas agrarios y de educación ambiental en Colombia y Venezuela.
—En la misma agencia de Naciones Unidas formó parte del Colegio Internacional de Expertos para el estudio de la Ecología Humana en la zona árida. Ha publicado sobre temas antropológicos, sociológicos y de historia social en el Uruguay, España y Colombia. 
En 2012 se casó con Alicia Castilla, una activista argentina en favor del autocultivo y consumo libre de marihuana, que estuvo presa por cultivar plantas de la especie. Desde entonces sigue con mucho interés el debate que provocó la ley que regula el mercado de la marihuana en Uruguay y sus relaciones con los poderes económicos y políticos.
"La marihuana no me pega, pero estudio su prohibición y la de otras sustancias desde mediados de la década de 1960. Tampoco fumo tabaco, prefiero una copa de vino y una dieta basada en vegetales y pescado, con las ventajas de vivir en el balneario Fortín de Santa Rosa, a pocos metros del mar", afirma.
En 2014 donó su biblioteca personal para la creación de una biblioteca pública que iba a denominarse Daniel Vidart, en el Fortín de Santa Rosa, departamento de Canelones, el proyecto no se desarrolló por problemas de burocracia municipal.


Daniel Vidart y su colega y amigo Renzo Pi Hugarte fueron declarados Ciudadanos Ilustres de Montevideo en 2007.

Honores y distinciones
Premio Morosoli 1996. 
Premio Bartolomé Hidalgo 1996. 
Premio Morosoli de Oro 2000.
En 2009 fue nominado miembro de número de la Academia Nacional de Letras del Uruguay.
—Doctor Honoris Causa de la Universidad de la República en 2013.

En 2015 el Correo Uruguayo emitió un sello en homenaje a su trayectoria de más de siete décadas en las ciencias sociales del país  y América Latina.

Obra
Daniel Vidart es autor de libros que reflexionan sobre los grandes temas de la historia, la sociedad y la cultura:
Tomás Berreta. La Industrial, Montevideo, 1946.
Esquema de una Sociología Rural Uruguaya, Ministerio de Ganadería y Agricultura, Montevideo, 1948.
Sociología Rural, Salvat, Barcelona, dos volúmenes, 1960.
Los pueblos prehistóricos del territorio uruguayo, Centro Paul Rivet, Montevideo, 1965.
Caballos y jinetes. Pequeña historia de los pueblos ecuestres, Arca, Montevideo, 1967.
El paisaje uruguayo. El medio biofísico y la respuesta cultural de su habitante, Alfa, Montevideo, 1967.
El tango y su mundo, Tauro, Montevideo, 1967.
Ideología y realidad de América, Universidad de la República, Montevideo, 1968.
El legado de los inmigrantes, con Renzo Pi Hugarte, Colección Nuestra Tierra, Montevideo, 19691970.
Un vuelo chamánico, Editorial Fin de Siglo, Montevideo, 1999.
En Ediciones de la Banda Oriental ha publicado:
Teoría del tango, 1964.
Los muertos y sus sombras. Cinco siglos de América, 1993.
El juego y la condición humana, 1995.
El mundo de los charrúas, 1996.
Los cerritos de los indios del este uruguayo, 1996.
La trama de la identidad nacional, tres tomos: Indios, negros, gauchos, 1997. El diálogo ciudad–campo, 1998. El espíritu criollo, 2000.
El Uruguay visto por los viajeros, cuatro tomos, 1999-2002.
El espíritu del Carnaval, 2000.
El rico patrimonio de los orientales, 2003.
Caballos y jinetes. Pequeña historia de los pueblos ecuestres, Segunda Edición, 2006.
El tango y su mundo, 2007.
Cuerpo vestido, cuerpo desvestido, Antropología de la ropa interior femenina, en coautoría con Anabella Loy, 2008.
Los fugitivos de la historia, 2009.
Tiempo de Navidad. Una antropología de la fiesta, en coautoría con Anabella Loy, Montevideo, 2009.
Uruguayos, 2012.
Tiempo de carnaval, 2013.
Marihuana, la flor del cañamo. Ediciones B, 2014

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