El maestro en el escritorio de su casa de Jacinto Vera. (Foto Pepe Plá, El País) |
"Cuándo
el maestro no esté, seguramente, la pediatría no será la misma.”
La frase del neonatólogo Jorge Vázquez, resume la admiración que
despierta este montevideano nacido en 1925, pionero de la Genética
Clínica en el país. Mañé Garzón ingresó a la Clínica
Pediátrica de la Facultad de Medicina el 7 de abril de 1957, y
egresó como profesor emérito en 1990. También fue docente y
director del Departamento de Zoología de la Facultad de Humanidades
y Ciencias, con más de 150 trabajos sobre biología sistemática,
filogenética y experimental y genética de las poblaciones. Es
catedrático de Historia de la Medicina en la Universidad de la
República y en el Centro Latinoamericano de Economía Humana
(CLAEH), fundador de la Sociedad Uruguaya de Historia de la Medicina.
Es miembro titular de la Academia Nacional de Medicina y de la
Academia Real de Medicina de Cataluña. Su libro de referencia, Clínica
Viva, editado en 2008, es continuación de su más que agotada
Memorabilia de 1997. “Su título es un homenaje al gran Carlos Vaz
Ferreira, con quien tuve una entrañable relación. Su contenido es
una suma de anécdotas de más de medio siglo de vida profesional,
para hacer algo más que erudición.” Otra obra de referencia es
Médicos uruguayos ejemplares, publicada en 2006, con Antonio L.
Turnes. Fernando Mañé Garzón falleció el 24 de enero de 2019, en su casa del barrio Jacinto Vera de Montevideo, un día antes de cumplir noventa y cuatro años.
Sobre
la base del artículo "La memoria de un pediatra", publicado en El País
Cultural (Montevideo, 22 de febrero de 2008)
http://www.elpais.com.uy/Suple/Cultural/08/02/22/cultural_331229.asp
–¿Por
qué es tan notoria la presencia de su padre, Alberto Mañé Algorta,
en su trabajo y en su obra?
–Creo
que existe un determinismo especial pues, como dice un amigo, eres
médico toda la vida. Mi padre lo fue por un tío muy carismático,
Germán Segura Villademoros, que vivió en el siglo XIX. Mi pasión
por la historia también está marcada por su iniciativa. Los
primeros relatos sobre colegas y hechos memorables los conocí por él
y por sus compañeros: José Iraola, Eduardo Blanco Acevedo, Abel
Zamora, entre tantos. Papá
se recibió en 1909 y fue asistente de la Clínica Terapéutica de
Juan Bautista Morelli, en el Hospital Maciel. Fue uno de los primeros
cirujanos de tórax y participó en la creación de un fecundo campo
quirúrgico en tuberculosis pulmonar, en Uruguay y América de Sur.
En 1912, el presidente José Batlle y Ordóñez lo designó jefe de
cirujanos de Sanidad Militar y posteriormente director del Hospital.
Después fue diputado en las legislaturas de 1919-1923 y 1927-1931,
por la fracción colorada de Julio María Sosa, más conocida como
sosismo, disidente del batllismo junto al vierismo y al riverismo.
Desde allí promovió la candidatura de Gabriel Terra. Su aporte fue
decisivo para que ganara las elecciones y asumiera el 1 de marzo de
1931. Terra, que solía hablar en broma, en su discurso de toma de
mando dijo: “Alberto usted tiene que ser ministro de Guerra y
Marina porque le auscultó el corazón a todos los generales”. El
13 de febrero de 1933 pasó al Ministerio de Relaciones Exteriores.
En esa época no había embajada, pero fue jefe de la representación
diplomática en París y ante la Sociedad de las Naciones en Ginebra.
Viví con la familia hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial.
Allí hice mis estudios secundarios y, quizá, por eso soy medio
afrancesado. Terminé el bachillerato en Montevideo, ingresé a la
Facultad en 1946 y egresé en 1954. En realidad hice dos carreras
paralelas: Ciencias Biológicas y Medicina. Fui profesor e
investigador titular de Invertebrados, a partir de una experiencia
con Clemente Estable. Me apasioné por la investigación con
Francisco A. Sáez y con Ergasto H. Cordero, un biólogo formado en
Alemania, discípulo de Hans Spemann, el gran premio Nóbel.
–¿A
quiénes recuerda de sus docentes médicos?
–En
las materias básicas al histólogo Washington Buño, que fue además
un gran historiador. En las ciencias clínicas a Juan Carlos Plá, a
Pablo Purriel y a Juan Carlos Del Campo. Pero mi gran maestro fue
José María Portillo, a quien quiero entrañablemente, aunque, ¡por
su culpa no soy el decano de los pediatras uruguayos! Mi querido
profesor cumplió 97 años el 7 de febrero, y está muy bien.
Portillo se formó con (José) Bonaba y (Conrado) Pelfort, ambos
discípulos de (Luís) Morquio. La cadena de su escuela podría ser:
Bonaba, Pelfort, Portillo y ¡el burro por último! La otra línea,
digamos más europea era la de Ramón Guerra y Euclides Peluffo,
formados por otro pediatra excepcional: Salvador Burghi.
–Morquio
fue célebre por sus diagnósticos clínicos.
–Era
un italiano grandote con aspecto de montañés. La gente decía que
era bruto, pero de bruto no tenía nada. Era un genio, de gran
talento para la observación, con certera semiología, que descubrió
enfermedades. Dos llevan su nombre: una cardiaca de 1901 y otra de
los huesos de 1929, ambas aún reconocidas. En la primera mitad del
siglo pasado, la medicina uruguaya tuvo tres líderes. Morquio fue
pionero de la pediatría social. Su trabajo, sus enseñanzas y sus
reflexiones inspiraron, en 1927, la creación del Instituto
Interamericano del Niño. El segundo fue Augusto Turenne, ginecólogo
y obstetra, que publicó el primer libro en el mundo sobre
obstetricia social en 1916. Como dice mi querido amigo y colaborador
Ricardo Pou Ferrari, era un individuo fascinante y controvertido,
polemista, historiador, artista y gremialista, fue fundador del
Sindicato Médico del Uruguay. Turenne era un líder de la reflexión
bioética. En su tiempo fue acusado de defender el aborto libre, una
injusticia, porque siempre puso énfasis en el derecho vital del
feto. Pero, si una paciente lo planteaba “no por mera comodidad o
egoísmo”, y si mediaban argumentos eugenésicos, consideraba que
la interrupción médica del embarazo no era un delito. ¡Qué tema
tan actual, tratado hace 75 años! El tercero fue Américo Ricaldoni,
con un perfil más universitario. En 1928 creó el primer Instituto
de Neurología de las Américas, con su querido discípulo Juan
Carlos Plá. Un documentado cáncer del vértice de pulmón se llama
Ricaldoni. Los
tres nacieron en la década de 1870, cuando comenzaba una etapa clave
para la medicina uruguaya. Fueron grandes porque sustentaron su
inmenso saber y su buena praxis en la promoción de los derechos del
paciente y en la buena clínica. Observar, escuchar, examinar,
descubrir signos y síntomas que se relacionan con el espíritu. Así
se minimizan los riesgos de error. Paradójicamente, el buen clínico
es aquel que firma el certificado de defunción de su paciente,
porque lo vio, lo atendió e hizo todo para salvarlo.
–¿Por
qué optó por la pediatría?
–Me
gustó desde que fui interno, aquella institución maravillosa que
cumplíamos entre cuarto y quinto de Facultad. ¡Qué concursos, que
profesores y qué esfuerzo: ocho horas por día! Me cautivó la
asistencia del recién nacido. Gané un concurso como profesor
agregado de Neonatología con Juan José Crottogini, un maestro
entrañable, con profundo sentido social. Hice toda la carrera
docente con Portillo y fui su sustituto como grado 5 del Instituto de
Pediatría. En París fui alumno del clínico Robert Debré, así se
llama el gran hospital de niños de Francia. Fueron años increíbles,
con un paso por Zurich, junto al profesor suizo Guido Fanconi. Volví
en 1956 para dedicarme a lo que me viniera. Fui jefe de Pediatría
del Casmu, y pase por casi todas las instituciones mutuales. Yo le
debo lo que soy a mis pacientes y a mis discípulos. Por ellos
trabajé tanto, que pude llevar una vida de rico. ¡Sin serlo!
–¿Qué
prefería: asistir, investigar o enseñar?
–Fui
bastante parejo. De maestros como Portillo, Peluffo o Hermógenes
Álvarez, aprendí que la primera labor es asistir bien. Fui médico
del Asistencia Pública Externa, en aquellas ambulancias blancas que
tenían una sirena grande en el techo. Los más veteranos saben de
qué hablo. La base quedaba en Fernández Crespo y Paysandú, y desde
allí hacíamos llamados a domicilio. Era algo muy lindo, porque nos
ponía frente situaciones límite, y había que salvarle la vida a un
niño cada noche. Era medicina de urgencia pura; por eso firmé
tantos certificados de defunción, muchos a las tres de la mañana.
Pero preferí el BPS, al que considero de los mejores servicios del
país. Comencé en el Sanatorio Pacheco de Agraciada y Asencio,
también estuve en el Canzani. Pasé por todas las policlínicas
montevideanas e iba al interior de consulta. Soy un defensor
incondicional de Asignaciones Familiares, porque tiene buenos
recursos para la prevención y los médicos están muy bien
empleados. Ahora quieren juntarlo con el Ministerio de Salud Pública.
El otro día le pedí a un director ¡que no se juntara con ese socio
pobre!
–¿Sigue
produciendo literatura científica?
–Me
apasiona la investigación de enfermedades genéticas. En el último
número de la Revista de Pediatría, aparece mi trabajo sobre un caso
muy raro de un recién nacido que no respiraba a causa de una
hipoventilación congénita central, más conocido como Maldición de
Ondina. Un padecimiento incurable porque el individuo carece de
automatismo respiratorio, pues se encuentra inhibida la región
cerebral que controla esa función. No es capaz de respirar por sí
mismo, especialmente mientras duerme. Se le compara con una leyenda
de la ninfa de agua que se enamora de un mortal que luego le es
infiel y que ella condena a no dormir. El niño vivió ocho meses,
porque estaba muy bien atendido por Gastón Lieutier. Pero dependía
de un respirador, y así aparecieron las enfermedades oportunistas.
–¿La
Facultad de Medicina perdió su calidad?
–No
forma malos médicos, aunque sufre el gran problema de la
masificación. Antes no éramos más de 120 estudiantes, ahora son
1.200. Antes, la mitad abandonaba y quedábamos 50 o 60, una cantidad
muy equilibrada. Los profesores eran más jóvenes y le dedicaban más
tiempo a la enseñanza. Y en el medio hubo casi doce años de
dictadura que todavía se sufren. La intervención fue un intento de
coartar del pensamiento médico nacional, que cercenó generaciones y
cortó la cadena del conocimiento.
–¿El
examen de ingreso es una solución?
–El
profesor Julio García Otero era decano de la Facultad en la década
de 1950, cuando recién comenzaba a vislumbrarse el problema. Solía
dar un ejemplo muy ingenioso: “Si usted tiene 100 cabezas y 50
gorros no tiene que cortar 50 cabezas, sino comprar más gorros”.
Impedir que los muchachos estudien es un disparate. La intervención
fue el mejor ejemplo de que el examen de ingreso no sirve. El
problema real es que son insuficientes los docentes y sus sueldos muy
bajos. El sistema universitario está resentido por la falta de
recursos.
–¿Qué
le atrajo de la historia, una disciplina, en apariencia tan lejana de
la medicina?
–Me
pasé la vida tomando apuntes de personas, hechos e instituciones,
atesorando bibliografía de difícil conservación. Siempre se lo
digo a mis alumnos: la mejor forma de hacer ciencia es conociendo su
historia, porque la memoria es una actividad mental imprescindible y
un derecho humano. Mi primer trabajo fue sobre Pedro Visca. Un hombre
muy ajustado a su tiempo, formado como interno en los mayores
hospitales de París. De allí trajo un concepto de medicina clínica
y una preocupación social. Fue organizador del Primer Congreso
Sanitario Internacional Panamericano en 1873. Formó a Morquio,
Ricaldoni, Turenne, al notable Morelli, a Paulina Luisi, la primera
mujer que se tituló en la Facultad. A mitad de camino de ambas
generaciones se sumó Francisco Soca, aunque lateralmente. Soca
fue un gran talento, pero su compromiso político le hizo tener menos
gravitación. Empezó siendo pediatra y después médico general. Un
hombre de gran prestigio, que aprovechó como senador colorado,
bastante rival de Batlle. Hizo una gran fortuna como clínico. Su
hija Susana, la escritora, aún es famosa en París, aunque tiene
mucha obra en español. Borges escribió un finísimo soneto sobre
ella. Y qué decir del trágico final de su vida: “Dioses que moran
más allá del ruego / la entregaron a ese tigre ¡el fuego!”
–¿Cuándo
comenzó la medicina en la Banda Oriental?
–El
primer médico llegó en 1730: el español Francisco Mario o Marius.
No era hombre de academia, más bien seglar. En su etapa colonial
Montevideo fue el Apostadero Naval del Atlántico Sur, que formaba a
los sanitarios militares. Luego vino el irlandés Ogorman, a quien le
sacaron la O y quedó Gorman. La sede del promotedicato estaba en
Buenos Aires pero el mayor trabajo lo tenían acá. Fuera de allí no
había asistencia médica, solo curanderos. Hasta la revolución
artiguista y la independencia, los pobres paisanos solo eran vistos
por curanderos. Luego hubo cierta asistencia civil con profesionales
de buena formación: Francisco Giró, García Salazar, Gutiérrez
Moreno...
–¿Cómo
era la salud de esa época?
–Hasta
finales del siglo XIX hubo solo siete remedios. Primero el opio, el
mejor de todos, porque calma el dolor. Segundo el hierro, que se
aplicaba en forma de limadura, muchas veces mal. Era muy efectivo en
las anemias. Cuando una mujer tenía pérdidas genitales, se reponía
con hierro. Tercera la quinina, contra la malaria y el paludismo. Una
sustancia natural, que se sigue usando, sacada de la corteza de un
árbol. Cuarta la digital, descubierta por un inglés: Whitering.
Cuando el paciente tenía edemas por problemas cardiacos, le
indicaban un té de esa flor purpúrea traída de Europa. La quinta
fue la vacuna antivariólica, el primer preventivo. Fue descubierta
en 1799 por Edward Jenner, viendo que los ordeñadores se inmunizaban
cuando se lastimaban con la viruela de la vaca. De allí sale el
término vacuna. Entre
1800 y 1900 aparecieron solo tres medicinas más. La más famosa, la
vacuna de Pasteur contra la rabia, luego fue descubierto el uso de
una glándula tiroidea que también se sacaba de la vaca. Su extracto
era indicado a los pacientes con hipotiroidismo, que como un milagro
se curaban. Después vino el suero antidiftérico, para tratar
aquellas terribles epidemias. Más
adelante se conoció la aspirina, que solamente aplacaba el dolor y
la fiebre. Pero, tomaba la pastillita y tenía la sensación de que
se curaba. Entre 1900 a 1950 tampoco hubo muchos hallazgos. En 1922
fue la insulina, que permitió salvar la vida a tantos diabéticos.
En 1945 la penicilina, el invento de los inventos, que permitió
curar infecciones, sobre todo la sífilis. Enseguida apareció la
estreptomicina, muy eficaz en la tuberculosis y, en 1951, la
isoniacida que culmina el tratamiento. Desde entonces, la
medicalización moderna, que es avasallante, está condicionada por
el avance de la química y lo que es lamentable, por el afán de
lucro. Es un tema complicado. El negocio de las drogas médicas es
similar a las ilegales o al tráfico de armas.
–¿Por
qué el médico ejerce tanto poder social?
–Hay
que aclarar algunos mitos. Hay un libro de un querido amigo, que
aprecio mucho: José Pedro Barrán. Un gran historiador, muy erudito,
que nos critica especialmente, tanto, que Crottogini, que era tan
medido, estaba indignado. Barrán fue muy mal asesorado sobre la
profesión. Yo se lo dije. El período que analiza, las décadas de
1900 a 1930, fue de imposición médica, es cierto, pero tengo la
impresión que erró en la interpretación. Los médicos propusimos
unidades coercitivas, es verdad, pero avaladas por leyes
democráticas.
–Ahora
también se imponen, vea el caso de los fumadores.
–Yo
estoy de acuerdo con la campaña contra el tabaquismo y el decreto de
prohibición de fumar. Para algunos será una imposición del poder
médico, pero el presidente Tabaré Vázquez tiene razón. Si no se
entiende que el cigarrillo provoca cáncer y mata, al que fuma y al
que no fuma, entonces, hay que ejercer cierta presión para que baje
el consumo. Una forma de hacer prevención de la salud es imponer una
necesidad preventiva.
–¿Es
posible una descripción histórica de ese poder?
–Atravesó
tres períodos bien marcados. El primero, hasta fines del siglo
XVIII, cuando era dependiente. El médico hacía lo que le ordenaba
el rey, el clero, el municipio y la gente rica. Si se adaptaba muy
bien, si se apartaba le iba muy mal. Después, en casi todo el siglo
XIX, llegó la medicina anatomoclínica, con la cirugía como eje. La
profesión se liberó y ejerció su propia identidad. Hizo del
hospital su reducto, con la famosa frase “paseme el bisturí”
como símbolo de su poder. También fue importante la creación de
las academias, la literatura y las revistas científicas. El médico
mandaba en el hospital, decía y escribía lo que quería. Y nadie
podía refutarlo. En
el siglo pasado ese poder pasó a ser compartido con la sociedad. Yo
médico tomaba decisiones sobre usted, pero también tenía
responsabilidades. Y usted me reclamaba. Entonces comenzó a
funcionar un convenio implícito, no firmado, hasta que se pasó a un
período de disputa con la sociedad. Así llegó la judicialización
de la medicina. Es un fenómeno que se puede ver cada día: las
tarjetitas de abogados que recorren las salas de espera de los CTI.
Todo lo que dice el médico está en tela de juicio.
–Usted
lo plantea como un enfrentamiento ¿inevitable?
–Creo
que es evitable, pero, cada vez se desvirtúa más la relación
médico–paciente. Escribí un artículo que resume el problema, lo
titulé: El síndrome Le-pedí Lo-pasé. Es el caso del colega que
tiene a todo perfectamente anotado en las historias sin más datos
que los exámenes indicados. Es el mismo que no da un paso sin
consentimiento firmado. Ambas son herramientas de medicina defensiva.
¿Qué indica el buen ejercicio? Que el médico debiera aconsejar,
dentro de un esquema de confianza recíproca y de compromiso con el
paciente. Pero esa confianza está mal herida y se transforma en
desconfianza recíproca. ¿Qué hace ahora? Asesora. Le informa lo
que tiene, en base a exámenes paraclínicos, pero no se compromete
con su salud. Entonces, con toda una batería de papeles le dice:
usted tiene diez por ciento de probabilidades de curarse. Es muy
duro, pero lo libera de toda responsabilidad. ¿Lo hace por qué no
le interesa comprometerse? Me imagino que no, pero la circunstancia
se lo exige.
–¿Por
qué la Sociedad de Historia de la Medicina nació antes que la
cátedra de Facultad?
–En
ese desfasaje influyó la dictadura. La Sociedad existe desde 1971.
Éramos poquitos. Washington Buño, Ruben Gorlero Bacigalupi, Héctor
Brazeiro, Fernando Herrera Ramos, Augusto Soiza, espero no olvidarme
de ninguno. Nuestra idea fue crear un ambiente de estudio e
investigación más que de extensión cultural. Allí promovemos
trabajos científicos y publicamos las sesiones. Ya llevamos 25
tomos. La
cátedra comenzó un poquito antes del cese de la intervención,
porque me llevaba bien con Eduardo Anavitarte el último interventor.
Pero se puso en funcionamiento con el retorno del decano legítimo,
Pablo Carlevaro, en marzo de 1985. Tenía como ayudante, lo tengo
todavía, a Juan Ignacio Gil y ahora a Sandra Burgues. Empezamos con
un curso desde la medicina primitiva a la actual: conceptos,
personas, instituciones. Hoy tenemos dos ciclos, cada uno de 16
clases, el primero de historia universal y el segundo de historia
nacional.
–¿Cómo
escribe sus libros?
–Todos
a mano, porque no toco la computadora. Voy haciendo una edición,
como si se tratara de un puzzle, recortando y pegando, cambiando el
orden de las frases. Mis originales son un rejunte de pequeñas
hojitas pegadas y muchas correcciones y vueltas a corregir. Luego lo
pasa mi secretaria a la computadora, sacamos una impresión, que es a
su vez corregida. Cada capítulo tiene, por lo menos, cinco o seis
correcciones en papel, antes de ir a la imprenta. Ni siquiera utilizo
la máquina de escribir. Siempre hay que compararse con alguien
importante, por lo menos como motivación personal. Balzac escribía
una novela en hojas grandes con márgenes muy amplios. Lo pude ver en
Francia en una exposición de sus manuscritos. Sus originales
quedaban como una especie de telaraña, con el textito inicial en el
medio de la hoja y alrededor todas las correcciones y agregados. Eso
después iba a la imprenta, volvía a Balzac y lo volvía a corregir.
Con ese proceso, tan extraño y complejo, llegaba a más de 300
páginas.
–¿Usted
es un científico profesional y un historiador aficionado?
–Me
considero un historiador con una experiencia considerable en
investigación biológica y médica. ¡No soy un recién llegado!
Cuando era joven publicaba artículos en Ciencia e Investigación,
una revista argentina dirigida por Bernardo H. Houssay, el recordado
premio Nóbel. Siento una profunda admiración por la academia: Juan
Oddone, Blanca Paris, Carlos Zubillaga o Barrán. Pero mis maestros
fueron Ergasto Cordero, Juan Pivel Devoto y Arturo Ardao. A ellos les
debo mi formación. Pivel fue un amigo entrañable, que me estimulaba
y enseñaba con el ejemplo. Era muy temperamental, y yo calladito lo
escuchaba y aceptaba los consejos o le daba mi punto de vista si
discordaba. Teníamos muchos intereses en común, pero, en
definitiva, yo era un bicho raro que venía de otro ámbito. Juan era
un bibliófilo, siempre generoso, que me traía folletos y
manuscritos muy valiosos. Me regaló los documentos de (Teodoro)
Vilardebó, el primer médico uruguayo. Siempre estaba preocupado por
mis proyectos. Nos reuníamos desde la década de 1940, pero la época
más valiosa fue durante la dictadura, cuando iba los sábados a su
casa de Ellauri. Llegaba a las seis de la tarde y volvía a las dos
de la mañana. No le ponía grabador, pero tomaba nota. Yo guardo
esos apuntes como un tesoro. Porque, además, era una forma muy digna
de resistir. Detrás de la historia siempre venían tertulias en las
que imaginábamos al país democrático. Tengo adelantado un ensayo
sobre nuestra relación.
–¿Y
con Ardao?
–Arturo
era un hombre de ideas modernas, amigo de (Carlos) Quijano. Me siento
su discípulo, y espero que nadie se enoje. Recibí su influencia
desde la enseñanza secundaria. Era tanta mi atención en sus clases
de Filosofía, que me puso los únicos sobresalientes. Y fuimos tan
amigos que lo asistí cuando murió. Ardao fue un individuo seductor.
Me halagaba que un intelectual fuera de serie dijera que yo era un
verdadero historiador de la ciencia, con mi vocación y mi
dedicación. ¡Y le creí!
–¿Cómo
se lleva con Barrán?
–Lo
admiro con sinceridad, pero, la mayoría de sus libros son de muy
difícil cita, porque no tienen índice onomástico. Hay que
releerlos enteros para poder citarlos. Uno de los últimos, me lo
mandó dedicado: “¡Vea que tiene índice onomástico así no me
rezonga!”.
Sin
palabras
“Juan
Bautista Morelli fue el mayor especialista uruguayo en tuberculosis,
cuando ese mal mataba a la gente. Fue quien introdujo la técnica del
neumotórax artificial, descubierto por el italiano Carlo Fornalini.
El único tratamiento efectivo antes de los antibióticos. Morelli
era muy blanco, y estaba enemistado con Batlle, quien lo mandó a la
Isla de Flores por la guerra de 1904. En el segundo mandato de Don
Pepe, enfermó su adorada hija Ana Amalia. El presidente lo intentó
todo para evitar al rival, pero no hubo caso, la chica tenía unas
cavernas muy feas y se agravaba. Una tarde fue a buscarlo a su casa
de Canelones y Julio Herrera y Obes, donde hoy está Educación
Física. El eminente profesor le respondió como se hacía en aquella
época: El médico y el hombre están a sus órdenes. Viajaron juntos
a la quinta de Piedras Blancas, en el coche de caballos de Batlle.
Sin hablarse. Finalmente, a pesar del esfuerzo de Morelli y de mi
padre, que la atendía, Ana Amalia murió en 1913.”
Elemental
Mañé
Garzón fue llamado una mañana por su colega Ángel Boksembaum, para
ver a un niño de cuatro años, que la noche anterior había padecido
un sueño incontenible. En su historia constaba la consulta a un
neurólogo infantil, que le diagnosticó narcolepsia y le indicó un
tratamiento con anfetaminas. Cuando Mañé llegó, el niño estaba
sentado en la cama, recuperado y muy bien de salud. “Pero lo
interesante a observar era su madre. Una mujer de unos treinta años,
muy bien compuesta e insinuante, que calzaba un vestido negro muy
ajustado”. Mañé dio su primera opinión clínica cuando quedó a
solas con Boksembaum: “Creo que hay que pensar en que está
recibiendo una droga hipnótica, por lo que sugiero el envío de una
muestra de orina al Centro de Toxicología”. A la tarde, recibió
un informe que señalaba abundante presencia de benzodiazepina.
Enterada la familia, hubo una reacción enfurecida del padre. ¿Contra
quién? Contra una joven que cuidaba al niño, a la que iba a
denunciar a la policía. Sin embargo, la hipótesis de Mañé era
otra, confirmada en un segundo interrogatorio clínico. El padre era
viajante de comercio. En sus giras al interior, la madre, hermosa
femme fatal, recibía al amante. “Como el niño era muy vivaz y
hablaba todo, le administraba dosis variadas de droga, según el
programa que iba a tener con su novio. Pero, luego, como no podía
despertarlo, se angustiaba y corría a internarlo”.
Mentira
verdadera
El
psiquiatra Mario Berta suele contar el caso de una paciente cuya
discapacidad intelectual le provocaba una fuerte angustia a su madre.
Una tarde ambas fueron a la consulta de Mañé, que les entregó un
diagnóstico que terminaba así: “Niña totalmente normal”. Años
después la mujer le confesó a Berta que esa frase le provocaba
bienestar. “A la chica no podía mejorarla porque era una
discapacidad irreversible, pero, intenté mejorar la calidad de vida
de la madre. Le mentí, pero la señora guarda en su mesa de luz la
receta firmada”, recuerda con afecto el pediatra.
Nada
por aquí
“Una
anécdota pinta al genial Luís Morquio. Una madre, muy aprensiva,
insistía con que su niño estaba enfermo. Hasta que el maestro se
cansó y le respondió con aquél vozarrón: ¡Ahora, hágale nada!
Una indicación muy sana del pediatra a la mamá que se pone
pegajosa. Cuando venía una señora y me preguntaba: ¿El nene no
está muy desabrigado? Siempre le respondía como Morquio. ¿Usted
tiene frío? Si usted no tiene frío, el nene tampoco. ¡Sáquele la
ropa!”
No
se crea
“Cuando
mi padre volvió de Europa, en 1912, trató a la hija de su antiguo
profesor Bernardo Etchepare –fundador de la psiquiatría en
Uruguay– que había hecho una tifoidea. Etchepare confiaba en él,
pero llamó al sabio Américo Ricaldoni como consultante. La tifoidea
tiene etapas. Una primera de fiebre muy alta. Cuando empezaban a
mejorar los síntomas, se decía que mataba. Y era verdad. La chica
estaba en la etapa de mejoría aparente. Mi padre, de treinta y pocos
años, todavía sin experiencia clínica, se apuró a opinar que la
muchacha estaba en franca recuperación. Ricaldoni le contestó con
su gesto vivaz, aunque serio: No se crea joven, una tifoidea es
siempre grave. La joven finalmente se salvó. Era Cecilia Etchepare,
madre de la esposa de Mario Heber, asesinada en dictadura con el vino
envenenado. Yo atendí a sus hijos.”
Mañé
y Garzón
“No
puedo comprobar mi parentesco con Teresa Mañé, esposa de Federico
Montseny y madre de Federica, la ministra anarquista de Salud de la
Segunda República Española. Un cuento de Pio Baroja se refiere a
Pau Mañé, un impulsivo carlista. En Cataluña todos los Mañé
tienen relación. Teresa ya era Mañé, que es una españolización
de Manye, porque la eñe no existe en catalán. Siempre me sentí un
libertario, una ideología que comparto con mi amigo Carlevaro,
aunque nunca tuve militancia. Siempre sentí una especial admiración
por Carlos Fosalba, Virgilio Bottero y José Bebe Gomensoro, notables
médicos y anarcosindicalistas. Como para compensar, también soy
descendiente del general Eugenio Garzón, que fuera oficial de San
Martín, capitán de Bolívar, coronel de Alvear en Ituzaingó, y que
acampado en el Pantanoso contribuyó al fin de la Guerra Grande.”