Vendedor de sueños
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(Diana Pereira, 2010).
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De mañana, muy temprano, se dedica a la narrativa refugiado en la intimidad de su casa. Son horas de una mirada interior y de creación. Sus tardes están dedicadas al publicista como si fuera un Gabriel Cavallieri moderno, aquel vendedor de enciclopedias de su novela El guerrero del crepúsculo que creó un slogan poderoso para sus productos: "El antídoto para vencer la ignorancia." Nacido en La Unión, a los seis meses su familia se mudó a una casa de José L. Terra y Marcelino Berthelot, en el límite de Goes y Villa Muñoz. De niño dibujaba muy bien, tanto que alguna vez estuvo convencido que su vocación era la pintura. Su primera juventud fue de formación plástica, mientras intentaba meterse en la movida rock, tocando una guitarra de jazz hasta formar su propia banda “de garaje”. En 1969 ingresó a la agencia S & R Antuña como aprendiz gráfico, pero luego que la intervención dictatorial interrumpiera su carrera de abogado comenzó la Licenciatura en Letras. Así satisfizo una necesidad provocada por El Hacedor, un libro de Jorge Luis Borges que leyó por casualidad. En 1975 pasó a Capurro Publicidad, y en 1978 a Publicitaria Gallardo como director creativo. Poco después lo contrataba SEUSA, editora de los memorables periódicos La Mañana y El Diario, como responsable de una house agency. Su llegada a Punto Ogilvy fue en un momento irrepetible, cuando la agencia produjo “Los canillas del país”, para muchos la mejor pieza audiovisual de la historia publicitaria uruguaya. Con la apertura de Burel Estudio de Comunicación realizó campañas para INAVI, también desarrolló la marca Netgate y creó el jingle “Yo soy Sarandí” para la radio de sus sentimientos más profundos. Su compromiso con la literatura y la publicidad persiste con la cuidada intención de que ambos mundos coexistan, pero no se toquen. “Aunque el publicista muchas veces le dio de comer al escritor”, asegura Hugo Burel, mientras repasa su libro de cuentos de 1986: El vendedor de sueños.
-¿Te sientes parte de una generación de escritores que han encontrado en la publicidad un medio de vida?
-Siento que es un honor y un privilegio haber disfrutado una relación con excelentes colegas: Jorge Cuque Sclavo, Claudio Invernizzi, Álvaro Ahunchain, Yahro Sosa, Juan Carlos Mondragón o el Pastilla Fornaro que han transitado y transitan por la literatura. Mi hermano Jorge es un redactor publicitario de primer nivel y un excelente escritor también. El recordado Horacio Buscaglia era narrador, actor, autor teatral, músico, pero también un creativo publicitario formidable, de los mejores que conocí. No paraba de compartir ideas, y no era fácil seguirle el tren. Hay ejemplos célebres, de escritores de talla universal, que hicieron de la publicidad un medio de vida. Juan Carlos Onetti fue redactor de la agencia J. W. Thompson en Buenos Aires, en la década de 1940. Siempre dijo que la publicidad fue su mejor empleo, porque trabajaba poco y ganaba bastante bien. El escritor norteamericano Dashiel Hammett, emblema de la novela negra, autor de El Halcón Maltés, trabajaba como creativo y hacía avisos para una joyería.
-¿Cuántas ideas le saca el narrador al publicista, y cuántas el publicista al narrador?
-Cuando escribo un aviso jamás lo tomo como insumo para un cuento o una novela. En ninguno de mis libros está presente la publicidad. Jamás escribí una línea sobre el tema. Ni siquiera he puesto una agencia como escenario, aunque sea secundario, de mis historias, y eso que en tantos años de trabajo conozco muy bien todos los vericuetos del oficio. La dimensión de la escritura es muy distinta a la redacción publicitaria. Conviven en mi interior, se respetan, se han beneficiado mutuamente, pero están separadas. Escribo cada mañana, temprano, en la intimidad de mi casa, y hago publicidad de tarde, de cara al mundo. La escritura es un ejercicio interior muy profundo, muy complejo. La publicidad busca ideas simples, claras y originales en la medida de lo posible, para satisfacer a un cliente que necesita vender un producto. Recuerdo un corto para el restaurante El Águila, que hice hace varios años, que resume esta convicción. La imagen muestra un paño rojo, cinco tenedores de diferente estilo que van apareciendo y que simbolizan sus distintas épocas y luego sobreimprime el logo de El Águila. En mi interior conviven el publicista y el escritor, pero el único punto de contacto entre ellos es el cuidado en la tapa de mis libros. Como diseñador gráfico que me siento considero fundamental una buena cubierta. Cuando vas a una librería y te enfrentás a 500 títulos ¿cuál mirás? El de tapa más atractiva visualmente, sin dudas.
-Tu caso encierra una paradoja, porque eres un escritor que se inició en la publicidad por el dibujo, no por la redacción.
-De niño me encantaba el dibujo, pero no seguí arquitectura ni ninguna carrera usual entre los creativos publicitarios. Recuerdo que mientras cursaba preparatorios de Derecho en el Miranda, de mañana iba a la Escuela de Artes Aplicadas de UTU, que creo todavía existe en Salto y Durazno. Había talleres de pintura, de dibujo al natural, diseño, formas, tallado en madera y hueso. Mis profesores eran artistas de la talla de Alceu Ribeiro, Anhelo Hernández y Amalia Nieto. Para completar, de nochecita iba a la academia Continental Schools, que quedaba en Ejido entre 18 de Julio y Colonia. Allí estudiaba dibujo publicitario con Esteban Garino, un excelente pintor e ilustrador. Pasé mi juventud entre la abogacía y el dibujo, como imaginarias vocaciones de vida, que convivían con mi afición por la lectura. Pero necesitaba trabajar. En algún momento de 1969, cuando tenía 18 años, tuve la posibilidad de ingresar como aprendiz en la agencia S&R Antuña, de Santiago y Raúl Antuña, que se habían separado años antes de su hermano Walter. Los Antuña fueron referentes de la publicidad de aquella época. Tuvieron su momento en la famosa agencia Antuña Yarza, inolvidable por su Show del muñequito, entre tantas creaciones.
-¿Aquellas agencias eran escuelas de publicistas?
-Era un aprendizaje manual. Comencé como bocetista, cuando los avisos se hacían a mano, se dibujaba todo, se pegaba la tipografía. Allí aprendí a armar un aviso, a dibujar la guarda, la viñeta, a pegar la foto del producto, a retocarlo con blanco con pincel para preparar un original que luego se transformaba en cliché. Había que pegar los títulos derechos. Recién había llegado la letraset: un sistema transferible que fue una verdadera innovación en esa época. Dibujábamos electrodomésticos, los pintábamos con témpera y tinta china. Todo era muy artesanal. S&R Antuña era una empresa pequeña, ubicada en Ejido casi Colonia, encima de la antigua Casa Praos. Era una oficina muy estrecha, en forma de “L”, donde trabajábamos siete u ocho personas. Siempre estaba llena de proveedores y de vendedores de espacios de prensa y radiales. Era una agencia muy prensera, con buena presencia en diarios y revistas, con buenas menciones radiales, pero muy poco televisiva. Recuerdo que nuestros pocos avisos de televisión eran slides sobre plaquitas fijas. Trabajaba de 1 a 7, de mañana iba a la Facultad de Derecho y de noche seguía con el dibujo. Los clientes eran casas de artículos para el hogar, con un buque insignia: Punktal, una gran marca de televisores y tocadiscos combinados. También atendía a Pampa TV, Imperio, Electro Avenida. Llegó a tener la promoción del informativo Subrayado, recién creado. Recuerdo también el trabajo que daba hacer los bocetos para la tienda Smart, una casa muy sofisticada de moda femenina, con un dueño detallista que miraba, literalmente, los avisos con lupa. La época de Antuña fue inolvidable porque había un grupo de gente estupenda: Ariel Pereira, Julio Menéndez, Armando Scarcella. Cacho Antuña era todo un personaje, cuya máxima hazaña en sus relaciones públicas era la posibilidad de tocarles el trasero, y no en forma metafórica. Llegaba y decía: “hoy le toqué el culo a fulano”. Con eso se ganaba la confianza total del cliente.
-Pero, ¿estaba muy poco presente el concepto de creatividad publicitaria?
-Había hasta cierto preconcepto hacia las agencias que hacían foco en la creatividad. Se decía que sólo estaban para lucirse y jugar a ser artistas, pero que no trabajaban ni vendían. Creo que aquel preconcepto se explicaba por una tradición publicitaria que las empresas se negaban a cambiar. Un apego que, quizá, provocó la muerte de casi todas las viejas agencias. La época de Antuña fue de dibujos y bocetos, hasta que me retiré en 1975, un año de muchos cambios para mí, y muy difícil para cualquier persona con necesidad o deseo de pensar, de crear. Era imposible estudiar Derecho, por motivos obvios, y para peor la intervención de la Universidad nos obligaba a perder años. Llegué a dar ocho materias de las cuales aprobé seis, pero la situación era muy complicada. Fue cuando me decidí a cambiar: de trabajo y de carrera universitaria. Ese año pasé a Capurro & Co, la primera agencia del país, que estaba en la calle Río Branco, donde ahora está EFPZ. Allí trabajaba mi tío Alberto Anelo, otro gran publicitario y gran amigo, como ejecutivo de cuentas. A instancias de él presenté mi carpeta y entré como bocetista, pero ya había descubierto mi vocación por la literatura. En Capurro profundicé mi conocimiento en la diagramación de avisos y le agregué la redacción de textos, mientras comenzaba la Licenciatura en Letras en el Instituto de Filosofía Ciencias y Letras, antecedente de la actual Universidad Católica. Aunque de niño soñaba con ser pintor y me gusta la publicidad, ya estaba muy inmerso a la escritura como una pasión asumida, y consideraba el diseño gráfico y el dibujo como una forma de recibir un sueldo. Capurro fue una linda oportunidad de crecer. Estaba gestionada por el Grupo Soler y tenía clientes importantes: Sadar, Santa Rosa Automotores, Supermercados Disco y Casa Soler, por supuesto. Era una empresa de otro porte, pero también con otra exigencia. Mi vida estaba bastante complicada, ya estaba casado, tenía muchas obligaciones, pero ni soñar con dejar la carrera de Letras. Trabajaba hasta las cinco de la tarde y a las seis tenía clases en la avenida 8 de Octubre. Allí conocí a un gráfico excepcional: don Horacio Olivera, un dibujante publicitario de los de antes, con quien aprendí y a quien aprecié muchísimo; después conocí a su hijo fotógrafo, también llamado Horacio. Los recuerdo porque ambos fueron maestros en lo suyo, en especial el inolvidable Capi, que me hizo varias fotografías para las solapas de mis libros. En Capurro estuve dos años y medio, hasta que me fui a Publicitaria Gallardo, otra agencia de trayectoria.
-¿Por qué te fuiste?
-La oportunidad vino porque su director, Andrés Anezín, publicó un aviso en el diario El Día, solicitando un director creativo. Le presenté una carpeta y me convocó a una reunión. Gallardo había sido fundada por el español Juan Gallardo y tuvo como socios, a la redactora argentina Nisha Orayen, al propio Anezín y creo que también estaba Mario César Kaplún. Tenía algunos clientes interesantes: Iberia, Sudy cuando todavía no era Lever, Valentín Martínez & Cía, Duperial, Sastrerías Ovalle. Allí fui director creativo y pude incorporar a mi primo Carlos Anelo como gráfico, y a mi hermano Jorge, como redactor, que trabajaba en El Diario de la noche. Era costumbre en la época que las agencias de publicidad contrataran periodistas. Recuerdo una campaña para la pintura Belco de Duperial, con fotos muy lindas. Eran carteles muy grandes, cuando recién comenzaba a utilizarse el formato cuatro por tres. Trabajamos con Publicartel, pero el recurso todavía no se llamaba publicidad exterior. De los tiempos de Gallardo queda una campaña televisiva muy comentada para la sastrería Los Cuatro Ases. Contratamos a Carlos Iglesias, el modelo y locutor argentino, muy famoso por entonces. Hicimos tres o cuatro spots, todavía en blanco y negro. Los avisos funcionaron muy bien. Todavía estaba casado con la también modelo y conductora italiana Patricia Dellagiovanpaola. La presencia de la pareja en Montevideo formó parte de la estrategia de promoción de la sastrería. Recuerdo que los paseamos por el Centro en un Ford Escort inglés.
-¿Te gustaba hacer avisos, construir campañas, o vivías imaginando tu vida dedicada solamente a la literatura?
-De ninguna manera puedo pensar que la publicidad no es importante. Siempre fui feliz como publicista y puedo decir con satisfacción que he logrado un progreso permanente, de agencias y cargos. Cuando estaba muy bien en Gallardo, me ofrecieron crear una house agency dentro de SEUSA, la empresa editora del matutino La Mañana y del vespertino El Diario. Me convocó un querido amigo, Iván Kmaid, un gran periodista que trabajaba con mi hermano, pero que había sido incorporado a la gerencia comercial. En el directorio estaba Carlos Deus, que deseaba tener dentro de la empresa periodística una estructura que le permitiera desarrollar la publicidad que hasta ese momento les hacía Ferrero y Ricagni. Me contrataron como jefe de publicidad y promoción. Recuerdo una campaña exitosa en su momento: “¡Qué bien está La Mañana!”. O aquel aviso de la perra que iba a buscar El Diario al quiosco de la esquina y se lo llevaba al dueño, con el slogan “El Diario: su amigo fiel”. También creamos álbumes muy lindos, uno muy especial, Mi barrio es así, de mucho éxito; o los fascículos Estrellas Deportivas. En el mismo tiempo atendía clientes particulares. Hice creatividad para Radiomundo, la inolvidable emisora de amplitud modulada que precedió a Océano FM, con unos spots largos y llenos de efectos, y antes diseñé algo muy divertido para caramelos Van Dam; pero la propuesta más interesante de entonces fue para PLUNA, para que desarrollara la campaña de su primer vuelo a Madrid, allá por 1979.
-Un acontecimiento memorable para la empresa y para la aeronavegación del país.
-El aviso tenía una banda de sonido compuesta por Hugo Jasa y Carlos Cotelo, insertada en un spot que mostraba el avión y un mapa del recorrido Montevideo-Río-Madrid. Se hizo mucha prensa y mucha radio, con un slogan que creo prendió en la gente: “A Madrid sin escalas, a Europa con PLUNA. Nunca estuvo tan cerca”. Se refería a los precios, pero también a que se trataba de una empresa uruguaya. Para serle fiel al cliente, mi primer viaje a Europa lo hice en 1985, por PLUNA. Aquéllos fueron años muy ricos, cuando trabajé con Moreno, Testoni, grababa en La Batuta con Quito Lema, otro gran maestro que tuve, quienes en ese momento eran lo mejor de las productoras del medio.
-Tu paso por Punto fue en tiempos del célebre corto “Los canillas del país”.
-A fines de 1986 Elbio Acuña me había ofrecido ir a su agencia. Tiempo después, estábamos en la premier de la película Días de radio, de Woody Allen, organizada por la radio Sarandí. En algún momento a Elbio le había hecho algún trabajo como freelance, quizá por eso comenzamos a charlar y me citó a la agencia para que conversáramos. Fue una decisión difícil, pero ya se vislumbraba que La Mañana y El Diario estaban en problemas. Se hablaba de descenso de tirajes, de menos páginas, de reducción de personal. Me di cuenta que era el momento de irme, y no me equivoqué, porque al poco tiempo SEUSA colapsó. Entré como director creativo del área audiovisual, cuando la agencia estaba instalada en el bulevar Artigas y Miguelete. Fue una gran experiencia, porque Elbio Acuña es uno de los publicistas más lúcidos que dio el Uruguay. Un tipo muy creativo, lleno de ideas y muy dinámico. Un gran seductor que armó un cuadro increíble: Ernesto López en la gráfica, Raúl Castro como redactor, al igual que Juan Andrés Morandi y Michel Visillac. Era una agencia que funcionaba muy bien, con unos clientes de primera línea y un ritmo alucinante. Aunque estaba en el área audiovisual, daba alguna manito en la gráfica, con Ernesto. Recuerdo la publicidad exterior del Banco de Seguros del Estado, con aquellas apelaciones “Pisando a fondo se llega hondo”, “Reventarem humanum est”. La campaña fue premiada por su excelente gráfica y por sus textos muy convincentes, alusivos a los accidentes. Y luego vino la gran época de “Los canillas del país”; un hit absoluto, realizado en 1989, pero que hoy lo pasás y te eriza la piel.
-¿Fue el aviso que cambió la historia de la publicidad en televisión?
-La idea surgió como una necesidad de hacer una gran producción televisiva para El País, porque su rival, El Día, había ganado la Campana de Oro con aquel aviso: “Porque El Día iluminó”. Un corto muy bien construido, con una serie de situaciones armadas: familias, jóvenes, ancianos, gente en la calle, y hasta don José Batlle y Ordóñez en su despacho. Si mal no recuerdo fue una realización de Juan Carlos Ferrero. Como respuesta a El Día, se planteó una pieza que tuviera una música muy fuerte. Entonces pensamos en Jaime Roos, en Ruben Rada y los hermanos Fattoruso, tocando juntos: una especie de súper grupo. Se lo propusimos a Jaime, pero no aceptó la sociedad. Nos dijo que le interesaba pero que iba a hacerlo solo. La idea era homenajear a los vendedores de diarios, y Jaime trajo la canción “Los canillas del país”. Y ésta es la verdad: en un primer momento a Elbio no le gustó, pero nosotros lo convencimos. O, mejor dicho, seguimos trabajando. Se realizaron tres guiones diferentes, interpretando en imágenes lo que decía la letra. Uno de Raúl Castro, otro mío y el tercero del inolvidable Juan Andrés Morandi. Miramos los tres en una instancia interna que llamábamos “comité creativo” y nos pusimos de acuerdo en que el mejor para el tema de Roos era el escrito por Juan Andrés, sin dudas. Era una sumatoria de imágenes, aparentemente inconexas. No tenía una historia contada sino que ilustraba lo que decía la letra, pero sin ser literal. Una cosa muy jugada, que fue lo que salió al final. Luego hubo que elegir una productora. Dentro de la agencia teníamos a Omtec, germen de la actual Metrópolis, dirigida por Andy Rosemblatt y Fabio Berrutti, que trabajaba para El País, El Trigal y Pernigotti, entre otras marcas de la agencia. Pero también tuvimos contacto con una productora que recién empezaba, dirigida por Leo Ricagni, que se llamaba Xendra, con alguna idea distinta, con un criterio diferente de lo que se hacía en ese momento. Nos gustó, porque podía calzar con la idea del guión; pero le estábamos dando una idea estratégica a la productora cautiva de Ímpetu Organización Publicitaria, que por entonces tenía a Carlos Ricagni como socio. Aun así la decisión se tomó igual. Solamente faltaba un detalle. Le solicitamos a Jaime que le agregara una introducción al tema, con un silbido, como para crearle un clima previo a la historia que contaría la canción. Ese comienzo fue guionado por mí, tengo hasta el story board dibujado. Esa introducción muestra al Canario Luna en el Viaducto del Paso Molino, caminando por las vías, fumando un cigarrillo, apagándolo. A partir de allí se dispara lo que fue “Los canillas del país” como creación formidable. Todas las imágenes son reales. No tuvo ficción. Todas fueron tomadas en la calle. Por algo esa producción ganó la Campana de Oro y fue elegida la mejor pieza de la década. Todavía hoy se estudia en la Universidad Católica.
-Hay algo muy original en el aviso: no se menciona la marca explícitamente sino hasta el final.
-No era necesario, pero además fue una exigencia de Jaime Roos, cuando dijo que iba a realizar una canción, no un jingle. No le escribió a una marca sino a un oficio. Hay dos ediciones distintas de los canillas. La primera es la más conocida, pero hubo una segunda versión, que salió algunas veces, y que no sé donde está. Se filmaron 22 rollos u-matic de veinte minutos. Fue el aviso más largo de su época, son 98 segundos, pero nunca baja la atención porque tiene algo visual muy importante, que te atrapa. Su tema está vinculado con la identidad nacional, porque muestra al Uruguay de aquella época. “Los canillas del país” tiene una historia íntima, muy linda, que muy pocos conocen. Cuando teníamos la primera copia citamos a Daniel Scheck. Nosotros la habíamos visto una sola vez. En Punto había un cuarto donde estaban los equipos de video para demostraciones. Creo que también vino Emilio Vidal Scheck, y de la agencia estaba todo el equipo: Elbio, Ernesto, Juan Andrés, Raúl, Visillac, yo. Cuando termina la película hay un silencio. Se prende la luz y Daniel estaba llorando. Fue emocionante.
-¿Hasta cuándo en Punto?
-Me fui en febrero de 1990, para abrir mi propia agencia. No hay dudas de que Punto es una gran agencia, pero algo me dijo en ese momento que tenía que cambiar y que era tiempo de que me probara como empresario de la publicidad. Me fui sabiendo que me apoyaban tres o cuatro clientes y con tres mil dólares en el banco. Me instalé en una oficina de San José y Andes, que Juan Carlos Mondragón había dejado cuando se fue para España. Así comenzó Burel Comunicación, con una secretaria y mi hermano Jorge que venía por las tardes luego de salir de Sarandí. También me ayudó Horacio Campodónico con sus diseños. Tenía la cuenta de Previsión, luego llegaron Lloyds Bank, Zona Franca de Montevideo, al poco tiempo se sumó Coasin, después Publicartel, Sarandí, los restaurantes Del Águila y Doña Flor, Banco Surinvest, Clearing de Informes. Al poco tiempo nos mudamos a una cuadra de allí y a los tres años nos fuimos a nuestra propia oficina en San José y Julio Herrera. En 1993 ganamos la primera licitación de la cuenta de INAVI. Después llegó la gente de Netgate: una marca que creamos nosotros.
-¿Cómo fue eso?
-No recuerdo cómo me vinculé con Álvaro Lamé, pero una tarde de 1994 fue a verme para plantearnos el desarrollo de una marca tecnológica que iba a trabajar con internet. Le pasamos una serie de nombres, y eligió Netgate; también le creamos el logotipo que todavía utiliza. Le hicimos la campaña de prensa, la folletería y lanzamos la marca. La relación con Lamé después siguió por otros caminos, pero nadie nos quita que estuvimos en el inicio de la internet privada en el Uruguay. Los publicistas solemos decir que todas las cuentas son iguales, pero para mí hay pocas como Sarandí, a la que atendí cuando era líder en su segmento, en la época del inolvidable Jorge Nelson Mullins. A la radio le hice un jingle que quiero mucho: “Yo soy Sarandí”, con música y voz de Paz Martínez. Me relacioné mucho con Mullins, pero también con Rodríguez Villamil. Hicimos cosas muy lindas. Burel Comunicación como estructura, llegó hasta 2007, pero yo sigo trabajando como asesor de empresas como SMI-Servicio Médico Integral, Organización Salhón a la que asesoro hace más de quince años, y Calvinor. Además tengo un convenio de complementación con un colega muy querido, Mario Albisu, con el cual congeniamos en nuestra visión sobre la publicidad.
-¿En qué momento comenzó el cambio de la publicidad uruguaya, desde las antiguas agencias de avisos a las actuales empresas de comunicación?
-El click en la cabeza de los publicitarios uruguayos fue a principios de la década de 1970, con una agencia que se llamó Stylo Publicitas, dirigida por Carlos Ricagni y Juan Carlos Ferrero. Allí había creativos que aportaron una nueva visión, como el Tano Claudio Capolino, el Corto Buscaglia, Armand Souberbielle, un gráfico brillante y minucioso. No me considero un referente visible de esa corriente, pero me plegué de inmediato, sin dudarlo sintonicé con esa movida creativa. Otro hecho decisivo fue nuestro contacto con los FIAP. Estuve en la organización de la primera edición, realizada entre el 27 y 29 de noviembre de 1980, en Punta del Este. ¡Cómo olvidarlo, si al otro día votábamos en el memorable plebiscito del No! Participé en esa comisión con estimados colegas: Gustavo Goñi, el inefable Sordo Souberbielle, Fido Giuria, Ignacio González, Fernando Vallejo, Alejandro Weinstein, Pancho Vernazza, Elbio Acuña, David Nadruz, Carlos Ricagni, el argentino Roberto Vacca, Sergio Salinas, un creativo de Punto, y tantos colegas más.
-Tu narrativa y tu creatividad publicitaria, son muy visuales. ¿Tiene que ver con tu afición por el cine?
-Tuve una infancia y una juventud con muchas matinés. Iba a ver tres películas seguidas en salas de barrio; aquellas entrañables instituciones culturales que ya no existen. Fue una formación cinematográfica, que acompañó mi educación formal desde la escuela, que utilizo tanto en la publicidad como en la literatura. Trato de ver todo el cine que puedo, porque es el arte del siglo XX y el más democrático del siglo XXI, por la popularización del DVD. Ahora compro clásicos para volver a ver: El Ciudadano, Casablanca, Rebelde sin causa, Al este del paraíso, La dolce vita. Los disfruto mucho, muchísimo.
-¿Qué necesita saber un joven que pretende ingresar a la actividad publicitaria?
-Soy docente de la Católica, y como autodidacta afirmo que la universidad es importante en la formación de los publicistas modernos, porque establece una categoría, y sistematiza el conocimiento. Pero tengo una lectura del oficio, que pasa por una reflexión: hay que explicarle a los chicos que la publicidad no es un arte, que no se la crean. La publicidad es una actividad muy interesante, pero es un oficio. Esa locura de pensar que la publicidad es vanguardia. Es una gran mentira. La publicidad incorpora lo que ya ha sido aceptado, lo que ha sido procesado. Cuando aparece un punk en un aviso, fue necesario que pasaran años para que la sociedad lo aceptara como emergente de algún tipo de cultura. La publicidad incorpora, la publicidad refleja, es un vehículo de asimilación de costumbres, de usos, de estilos, pero después que han sido creados e impuestos. La publicidad no crea, sino que refleja lo que existe en el momento exacto. Es apenas una foto de la sociedad.
“Quien desee saber cómo era el Uruguay de veinte años atrás, solo tiene que mirar Los canillas del país. Nada se le parece.”
Avisos dictados
“El autoritarismo dictatorial intervino todos los sectores de la sociedad, y la publicidad no se salvó. Recuerdo aquellos slogans: Uruguay tarea de todos, Póngale el hombro al Uruguay. Un caso inolvidable fue la campaña en favor del Sí, en el plebiscito constitucional de 1980. Disponían de todos los medios y perdieron. Los dictadores sabían que la publicidad era importante, si hasta en algún momento utilizaron a un grupo de agencias, entre ellas Gallardo. A mí me tocó armar un aviso de prensa para la inauguración del Mausoleo de Artigas. No lo creé, porque textos e imágenes venían de la DINARP, la oficina de comunicación del régimen. Simplemente lo diagramé sin ninguna vergüenza, porque más allá del anunciante, Artigas es indiscutible.”
“La universidad es importante en la formación de los publicistas modernos, porque establece una categoría, y sistematiza el conocimiento.”
El Dedo, Guambia
“Fue una época maravillosa. Escribía, dibujaba y hacía viñetas. Tengo una pila de notas de humor, Fue allá, entre 1982 y 1983, que propuse hacer el dedito para arriba y el dedito para abajo. Eran revistas muy exitosas, con tirajes brutales, llegamos a vender 45 mil ejemplares. Ahora soy columnista de Galería, del semanario Búsqueda. Una idea del periodista Danilo Arbilla, que le da una personalidad muy interesante a la publicación.”
“Si Elbio Acuña es un referente de la publicidad, Jorge Nelson Mullins lo fue en la radio moderna.”
El corredor
Hugo Burel Guerra escribió diecisiete novelas, entre las que sobresalen: Matías no baja, Los dados de Dios, El autor de mis días, Tijeras de Plata. Recibió el Premio Juan Rulfo en 1995, por el cuento El elogio de la nieve, y el Premio Lengua de Trapo por El guerrero del Crepúsculo, que también fue finalista del Rómulo Gallegos. En 2007 escribió El desfile salvaje, premiada por el MEC; y en 2009, el cine argentino llevó a la pantalla su ficción de suspenso El corredor nocturno, dirigida por el español Gerardo Herrero.
“La nostalgia es lo que queda después de que todo se ha perdido; es una comarca sin nombre en donde las cosas permanecen a salvo del tiempo, una máquina perfecta para que el miedo no nos haga enloquecer. Es un país sin fronteras, un lugar cuyo mapa va modificándose mientras lo recorremos.”
El Club de los Nostálgicos
Es la última obra de Hugo Burel, editada en 2011. El autor la define como “un canto a la nostalgia y es, al mismo tiempo, un cuestionamiento a la misma. Es una pregunta sobre quiénes somos. Y una respuesta, inexorable y real”.
Al leerla, se vacila permanentemente entre lo que sucede y lo que no. Tal es la esencia de los recuerdos. Narración que parece ajena primero pero que, luego, a medida que se avanza en la lectura, ese “allí” se va volviendo un “aquí”.
Y esos personajes color sepia, que zigzaguean entre los recuerdos y la nostalgia, resultan estar al lado del lector o, incluso, ser él mismo. Porque ellos son nosotros. Nuestra identidad. Y esas listas que lo van llenando todo son las nuestras, las de cada día. Las que se van creando en silencio y sin que lo notemos siquiera. Esas listas que nos cuentan. Porque El Club de los Nostálgicos es, además de novela, crónica y ensayo.
Crónica de un Montevideo de hoy y de ayer. Suma de retratos -minuciosos y sensibles-: los nuestros. Y es un ensayo sobre por qué de esa nostalgia que nos sumerge; de su pro y sus contras. Porque, en definitiva, lo que les queda a los personajes de Burel, una vez que son despojados de sus recuerdos, es solo cuerpo y presente. Sin historia ni sustento anterior.